domingo, 27 de marzo de 2011

Dicha implanificada

Mucho de lo que yo sé se lo debo a este fogón, se dijo para sus adentros la abuela Aurelia, mientras insistía en acomodar uno de los leños que buscaba separarse del resto, formando diminutas oleadas de chispas que ella iba domando con el brazo diestro e irreflexivo como los mismos movimientos del fuego que rodeaba la vieja y metálica olla ennegrecida.

Miró hacia un lado y vio a su perra echada en una pequeña alfombra. La gata persa estaba colocada cual florero en la mesa sin inmutarse. Sabía que sus movimientos eran distintos, iban acompasados de la edad, aunque ella era ágil y consecuente con la juventud que aún le proporcionaba el aire, pero ninguna de estas razones bastaban para que aceptara el regalo que desde hacia tiempo le querían hacer sus hijos y nietos: una cocina nueva.

Era cierto que al entrar a la casa y ver en el medio de ella el fogón ennegrecido el aspecto era desolador, sobre todo para los que vivían con más abundancia y en la capital, pero la lucha llevaba, que ella recordara, más de quince años y, ella, no había permitido, el cambio.

Sus ojos fallaban y decían que era por causa del humo. Cualquier cosa era consecuencia de otra. Lo que ella conocía de los seres humanos y de sí misma era lo que ella denominaba volteretas existenciales: somos capaces de invertir cualquier cosa si en algo depende nuestra sobrevivencia.

No quería dejar el pueblo. No quería dejar la casa. Su mundo era ese viento cambiante y en perfecta mudanza que la llevaba a lugares maravillosos como el aroma que acababa de sentir, un olor conocido, a hombre caballeroso y gentil, perfumado en aguas, conquistado y deseoso de conquistar.

Se sonrió para sus adentros. Jamás estaba sola. La idea de la soledad que tienen algunos es un pretexto más para sentirse infelices en esta dicha implanificada que es la vida.

El aroma como había llegado se había disipado rápido. Apenas el aliento de un espíritu. Si la vida es corta y queda casi todo por hacer, a pesar de lo mucho que se hace, esos instantes que duraban tan poco eran grifo alimentador del alma de Aurelia, sudada de humo y del almizcle noble de la madera.

Salió, perseguida por sus animales, buscó la bata que tenía aireando y se fue camino al río. Sabía de las constantes predicciones hechas por familiares y amigos de ir sola hacia zona pero llevaba más de sesenta años haciéndolo. No había por qué acortar el placer de ver la vida a sus anchas, todos los días, allí.

El sol estaba jugando desde hacía rato al escondido. La sensación del frío le daba cierto brío de libertad. Fue entonces cuando se acordó de buscar a Francisco y Roser, cercanos a su casa, que la acompañaban en buena parte de los días, tanto en sus excursiones diarias como para la calle donde estaban algunos negocios con los que abastecerse.

Los encontró riendo. Habían encontrado un orificio por donde había entrado algún bicho fuerte y vigoroso que se había llevado una de las gallinas ponedoras del corral y mientras tejían de nuevo el alambre para evitar otras fugas, Roser se había enredado con uno de los tubos y cayó de tal forma, que quedó desnuda, porque el vestido jamás quiso separarse de la púa, por lo que tuvo que cruzar hacia la casa queriéndose tapar lo que no podía mientras Francisco hacía escaso esfuerzo por ocultar la desnudez de su mujer.

Sabía Aurelia de estos disfrutes en pareja. De todo, era lo que a veces mas extrañaba, pero se sabía dueña de su universo, el que no permitía, transformaran sus hijos, a causa de la modernidad.

Camino al río iban serenos y tranquilos. El aire segúia trayendo el aroma de madera de naranjo quemándose y, nuevamente, ella, llegado al afluente, sentía el perfume de aguas, que tanta emoción le causaba, turbación cargada de dicha, porque ya sabía cómo convertirla en ramo de transformaciones.

A Roser le dolían las caderas de la caída pero reía todavía de la caída. Francisco tenía la cara más pícara de costumbre. ¡Cuánto poder tiene un cuerpo desnudo!, se decía a sí misma Aurelia, disfrutando también de la anécdota.

Cuerpos jóvenes, cuerpos viejos. Al fin y al cabo no importa mientras sean parte de ese regocijo que deben tener células y poros cuando se entregan a las aguas, a la paz, al viento (Notitarde, 27/03/2011, Lectura Tangente).-





domingo, 20 de marzo de 2011

Botón y ojal

“Cuando el viento trae olor a muerte es mejor que te mantengas alerta, distante y colmada como si fueras la criatura más bendecida de este planeta”, decía hace ya mucho tiempo nuestra nana, la mujer más frágil y fuerte, a la vez, que haya conocido.

Blanca, de baja estatura, siempre con unas batas impecablemente planchadas, oliendo a fragancias dulces y vigorosas, ella siempre tenía una tela en sus manos, junto a un centímetro y las mil ideas que le iban de la cabeza a los pies. Porque caminaba mucho en esa casa que no era suya, porque siempre lo recordaba, ya que la de ella había quedado en el tiempo, perdida, en una isla a la que esperaba algún día regresar.

No le gustaban los días de lluvia y la verdad es que cerca del mar, el gris parece una tensa masa de hojalata que va comiéndose todos los anhelos. Tenía ojos claros y cuando se le ponían color plomo algo no andaba bien en su cabeza. Le aparecían fantasmas del pasado, turbias sensaciones de las que ella, parlanchina por naturaleza, no le gustaba hablar.

Vivió en India. No saboreaba recordar aquellos tiempos en los que muy joven estuvo trabajando para una antigua organización europea que ayudaba a los más débiles. Todavía recordaba la tortura de ir casi descalza por calles llenas de hambrientos, pisando una tierra demasiado seca, dócil, contaminada de subdesarrollo y desencanto.

Fue allí donde se enamoró de las telas, la enorme industria que allí crecía, con pobreza en los alrededores e hilos de oro, enriqueciendo el placer de unos pocos. Pero era joven, terca e ingobernable.

La vida le dio azarosas vueltas y ella siempre corrió en la cresta de la ola. Era una mujer viva, dinámica; capaz de conseguir lo más difícil; lo inaudito.

Después de esa experiencia “en la colosal nación de la pobreza” vino a vivir a una de las islas del Caribe y hasta donde sé fue inmensamente feliz. Se enamoró, tuvo sus hijos, con sellos de dos culturas nada frecuentes, pero ella supo como ir amasando la hiel de la incompatibilidad que siempre tuvo con la familia del abuelo. Había allí demasiada rabia ancestral y aunque el optimismo jamás se lo vencieron ella abandonó, a los años, cuando ya inclusive tenía nietos, el hogar frente a la playa, para venirse a Venezuela donde tenía una familia a la que poco conocía.

Fue en ese momento cuando entró en nuestras vidas.

Siempre que la veía tenía la impresión de estar frente a una religiosa. Lo era. A su manera.

Se levantaba muy temprano. Hacía ejercicios metafísicos. Tomaba avena muy caliente aderezada con canela en rama. Era ese olor el que despertaba. Comía muy poco y dormía mucho.

Inmediatamente se ponía a trabajar frente a la máquina de coser. Se las ingeniaba para que alguien, cualquiera que visitara la casa, le comprara telas, siempre de algodón, casi siempre blancas; nunca la vi con materiales oscuros. Tenía muchas facetas frente a su trabajo, era afanosa y muy productiva.

En uno de sus tantos viajes había estado en Japón. Había conocido de cerca a sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki. Sintió el terrible dolor insospechado, temible, sordo y desplazante de ese poder desatado contra unos pescadores absortos y bucólicos frente al enorme océano al que iban una y otra vez, diariamente.

Aprendió a no dejarse vencer por las emociones. Por ello fue, vino y regresó de cuantas experiencias le tenía deparado el destino. Nunca se quejó:

“Después de ver hombres derretidos, soy muy poca cosa para impresionarme”, dijo una vez que estaba melancólica y adolorida de las piernas.

¿Hombres derretidos? Como el mismo hierro de un parque de niños, que quedó inútil para el juego, alerta para el recuerdo de esa colosal furia desatada contra inocentes; en nombre de la guerra de los hombres. Monumento de turistas.

Ella tenía un temblor en el cuerpo que me asustaba. Siempre lo relacioné con la bomba nuclear, aunque ella no estuvo en ese país mucho tiempo.

Su supervivencia siempre estuvo relacionada con el mar y la muerte. Ella un día me lo dijo creyendo que no la entendía, por la edad y porque creía que era poca la atención que le prestaba, pero ella era capullo en mi mente; de niña; y después de adolescente.

Ella se marchó de nuevo a su isla caribeña. Allí murió. Está enterrada en un cementerio holandés. Antes de marcharse se despidió con bastante ternura. Me dedicó una semana en la que me habló de muchas cosas, me dio consejos que apenas entendí y otros que aprisioné en mi conciencia.

Ella tuvo con la muerte el mismo trato con que se hace un ojal y luego se inserta el botón. Así lo sentí cuando por primera vez me habló de Japón y asistí a su entierro, una tarde de lluvia, en esa isla que más nunca volví a visitar (Notitarde, 20/03/2011, Lectura Tangente).-

domingo, 13 de marzo de 2011

En deuda

No había la menor duda. Allí estaba una mujer con cara de diabla. No solo era así porque se veía a través del televisor era porque el programa está dedicado a su personalidad. Por lo que creí comprender es que ella ha buscado, ahorrado, pagado (y sufrido, con sincero y admirable deseo) ser así.

No voy a criticar. Hemos conocido tantos seres humanos a lo largo de los años que no necesariamente parecen diablos pero lo son, que el asunto de la imagen queda relegado en segundo plano. Debería, pero es un poco difícil porque el ¿arte? de hacer de esta mujer esa imagen de lo que está dibujado como demoniaco a lo largo de la historia es como para asimilarlo de a poquito.

Después que uno la ve además teniendo una vida normal, llevando a sus niños a la escuela, tratando de conversar afablemente con las madres de los compañeros de sus hijos, pues la cosa empieza a quedar en suspense.

Pero ella en ningún momento se ve como una caricatura, ni se ve mala o demoniaca; solo parece eso: un mito creado que va caminando, o desandando; lo que es lo mismo que deshaciéndose y, ciertamente, de ahora en adelante y a partir de todas estas personas con estos gustos “estéticos”; se van a tener que inventar otros rostros para fijar la semblanza del mal o de los seres deseosos de viajar por la ranura o sepultura de los infiernos.

Porque además esa mujer que ha construido ser una atracción ambulante uno se la imagina nada más que en un estudio de televisión o en un circo, pero la cosa no es tan sencilla ni debe tomarse con tan frívola jocosidad.

Aceptamos payasos a diario en nuestras vidas porque se han quitado los disfraces de la noche. El asunto es que ella no se puede deshacer de esa nueva piel e inclusive la nueva temperatura que tienen sus ojos de corte lagartijal y su lengua bífida que si llegara a captar las sustancias químicas que las serpientes intuyen del ambiente, creo que esta mujer, de gustos extravagantes, sufriría mucho, sobre todo si coexiste en México, porque no se muy bien donde vive.

Pero el zapping de la globalidad es ancho y ajeno como diría Ciro Alegría si estuviera en estos tiempos. Por ello es que bajamos (o subimos, como prefieran) de su rostro al del cachorro del vientre de una leona, al traje de Lady Gaga y nos tenemos que aguantar hasta el cansancio que lo que predomine sea el vacio, el chisme, el negocio fácil, los falsos héroes, las simuladas poses, la inquisitiva necesidad de hacernos a nosotros mismos poco auténticos y predecibles.

¡Eso es lo que hay porque además de lo que vende decido que es lo que te gusta!, dicen los amos de las industrias del show y del negocio mediático y así estamos buscando cada vez más y mas, como los deportistas, que por reventar marcas olímpicas terminan suicidándose o lesionándose para toda la vida.

¡Alguna vez alguien tendrá la sensatez en el mundo del deporte de premiar la calidad del deportista más que la milésima marca de los dichosos cronómetros de la competitividad, desleales e injustos con el cuerpo humano!

Pero si hablamos de autenticidad y nos sofoca el ser humano que lleva siglos aferrándose a ser lo que no es, bien podría decir alguien por allí que entonces la propuesta de esta mujer que asusta, es original. No lo voy a discutir. Es complejo este asunto y la imagen según este cacharro llamado televisor lo es todo.

Usted vale lo suyo si usted es esclavo de las marcas y por allí tenemos una generación light considerada por especialistas como un cáncer social.

Además de las apoteósicas firmas que exhiben lo que los millones de ciudadanos comunes y corrientes no pueden adquirir o les costará mucho comprar aún trabajando toda una vida, usted ve las modas de lo que es fácil y resulta. Ya lo había mencionado: los programas de comida.

¡Cuanta esclavitud y cuanto desperdicio en una rutina que cientos de millones ni siquiera tienen!

Después de esta experiencia televisiva dentro de ese programa que han denominado Tabú si se pasa para una de estas telenovelas criollas pues la decepción es bastante grande. No se terminan de coordinar los guiones, se saltan y matan personajes; y actrices secundarias pasan a protagonizar porque han logrado colarse en el corazón de los escritores. ¡Ejemplo de juventudes! Y además el personaje hasta se pasea en cuñas publicitarias de manos de la actriz que lo lleva.

Arriba y abajo el pasatiempo del zapping. Sólo vale cuando se está enfermo o ciertos racimos de vejez acompañan a los más mayores que requieren de estas distracciones. Este medio de comunicación masiva sigue estando en deuda con la humanidad, sigue haciendo daño a los niños y adolescentes que con bastante dificultad se les enseña valores, en sociedades ambiguas, distractoras, embriagadas de insolidaridad y sin razón (Notitarde, 13/03/2011, Lectura Tagente)

domingo, 6 de marzo de 2011

Bosquejo de sensaciones

¡Llegaron los duraznos! Tuvieron una aparición en la mesa de la cocina, cuadrada, de seis puestos. En horas de la tarde venía la gran degustación. Como a las cuatro, a mamá se la veía pelando la fruta apetitosa y entregando las semillas para chuparlas y así poder terminar de romper la poca carne que quedaba adherida a ella.

Pero eso no era lo mejor. Había que tener paciencia.

Después de colocarlos en un plato de una manera más o menos uniforme, los cubría de vino tinto y les echaba azúcar. Había que esperar unos eternos veinte minutos antes de llevarse toda esa sensación de sabores a la boca y después salir a la calle a jugar, a patinar por sobre todas las cosas.

Era como una especie de regalo que algunas tardes teníamos los cuatro hermanos, la delicia era poca, había que repartirla aunque mamá se quedaba solo saboreando las conchas a las que también las había “emborrachado” en alcohol.

Otros días la sorpresa se disparaba hacia unos frutos raros y hermosos a la vez: eran casi redondos, blancos, con algunas pintas echando hacia un marrón tenue o rosado. Eran los hicacos que traía el señor Luis, que recogía el mismo con sus manos, envueltos en una bolsa de papel. Su sabor era como de algodón dulce, carnoso y áspero.

Mamá no sabía hacer dulce de hicacos y la señora María le enseñó. Se volvía el néctar color rubí intenso y poco duraba guardado en la nevera.

Otra fruta que traía el señor Luis era la lechosa. Cortada en pedazos, una vez limpia, se le agregaban apenas unas gotas de limón y la sacudida en las papilas gustativas era extraordinaria. Se sentía una conjunción de energías dispares.

Con razón, los cuatro, jugamos aquellas tardes tan llenas de lo inexistente, sin estrés, convirtiendo las calles en canchas, apartándonos cuando pasaba algún vehículo.

Aunque mamá nos regañaba nos colgamos de los árboles en busca de almendrones. Las tres matas de en frente de la casa los daba grandes y dulces-ácidos a la vez. Después los dejamos en un rincón a que se secaran con el sol y dedicábamos un día a romperlos con unas piedras para sacarle la almendra que tienen adentro. Eran sabores maravillosos.

Detrás de la quinta de Armando, un vecino que sólo venía los fines de semana, había también una fruta sumamente acida que le decían grosella, una especie de cerezo agrio, que cuando lo mordíamos los dientes parecían ponerse de punta. Al igual que el hicaco lo disfrutábamos también en dulce y el color que ofrecía una vez cocinado con el almíbar era rojo, empalagante y turbio. Creaba adicción.

El señor Luis siempre venía acompañado de su burro. Era un animal tan viejo y manso como él. Le tenía unos sacos a los lados porque debía subir la montaña, donde tenía su pequeño conuco, lejos del pueblo; en lo alto.

Tenía unos lentes muy gruesos porque los ojos le fallaban. Sus manos eran grandes de tanto haberlas puesto al servicio de la tierra. Una de las últimas veces que lo vi, trajo tres piñas, pequeñas “pero dulcitas”, dijo, con cierta picardía.

“No veré mucho pero si me atraviesa un medio en el piso, no lo pelo”, dijo mientras soltaba una amplia risotada en el que mostraba unos dientes grandes, disparejos, medio ocultos, bajo el bigotón desordenado, canoso que lucía.

Pocos borricos quedaban ya en la zona, desde que habían pavimentado las calles, porque antes, frente a la bodega de Anselmo llegaban todos los campesinos, ataban los asnos, compraban insumos mientras bebían cervezas, y el grupo de animales, animados tal vez por la compañía y porque eran amplia mayoría frente a los perros, comenzaban a rebuznar, con fuerza y gran sentido rítmico.

Mi hermana, ejercitando desde entonces el humor ácido que la caracteriza, ya en aquella época, al oírlos decía que habían llegado “los amigos” de nuestros hermanos y nos echábamos a reír.

Pensados todos estos bosquejos de sensaciones y percepciones de la infancia, podemos afirmar dos cosas: las frutas despertaron tantos estremecimientos en los sentidos que fueron maestras de vida en la sencillez y purificación de las entrañas.

Lo segundo es que algunos hombres y mujeres actúan como los burros: cuando están en grupo actúan con mayor fuerza. Para bien o para mal.

A la postre, comprendimos, que el vino, tomado con mucha moderación, da fuego al alma y mejora siempre todas las cosas (Notitarde, 06/03/2011, Lectura Tangente).-

jueves, 3 de marzo de 2011

Julio Le Parc: Me satisface mi actitud de experimentar

Julio Le Parc abre la puerta. Da un paso atrás, retirándose un poco para poder hacer una reverencia, quitarse la boina, bailarla frente a su rostro y pecho y volvérsela a colocar, muy rápidamente, como un caballero o un actor que intenta sacar el mayor provecho de la sorpresa y la sonrisa, ante un saludo de antaño.

Se encontraba en su privilegiado espacio, un edificio de tres pisos que conforma su estudio taller, que aunque separado, está unido a su hogar, a unos pasos de él, con un amplio jardín y plaza interna, donde vive con su familia. Todo el conjunto le pertenece aunque el permanece con la sencillez y distinción que le caracteriza.

Vestido con elegancia, de bata azul oscuro, tipo médico, especie de uniforme de trabajo, muy limpia y perfectamente planchada, guardaba en el bolsillo izquierdo un conjunto de bolígrafos, lápices y marcadores.

Sus ojos claros son escudriñadores y no lucen cansados: buscaron con agilidad imperceptible y serena, la mejor respuesta dentro del humor ácido e inteligente que parece dominarlo en todas sus observaciones.
No era para menos. Estuvimos ante el gran maestro que es.

MPS: Después de haber hecho tanto trabajo, con la profundidad, con la forma, ¿cómo se siente más cómodo en estos momentos?

JLP: Mas o menos como siempre. Sigo en esa actitud de experimentación y de búsqueda, de las cosas que imagino me puedan gustar, analizo los resultados y encuentro cosas que de alguna manera me satisfacen y que estaban imprevistas.

Trabajando, mezclando los implementos y combinando elementos que a veces no resultan en el papel pero que derivan en otra cosa.

MPS: Del trabajo con el color, de esa batalla frente a él durante tantos años, ¿qué ha encontrado?

JLP: Utilizo diversos parámetros. Utilizo esquemas muy simples, mezclo y utilizo formas rigurosas en el emplazamiento de los colores. Superpongo representaciones geométricas, rombos, y organizo unos aspectos caóticos que dan todo el conjunto creativo, que contrastan con la rigidez del principio.

MPS: ¿Y la estética?

JLP: La estética la agrega quien mira una obra.

MPS: Fondo y forma: ¿Cuál de las dos?

JLP: Es una situación de ambivalencia. Puede transformarse. El fondo puede ser forma y la forma fondo. Mi búsqueda más bien es empírica, porque cuando era joven nos enseñaron muchas cosas que cuando las poníamos en práctica no encontrábamos los mismos resultados. Las teorías del color, las teorías de la buena forma, de la sección áurea; no eran necesarias tenerlas en cuenta al momento de trabajar; en muchos casos molestaban. Mi trabajo fue haciéndose observando resultados en las pequeñas formas que inicié.

No sirve de nada un tratado de geometría o de ilusiones ópticas para encontrar un motivo de trabajo. Un motivo de trabajo puede encontrarse en cualquier lugar.

MPS: ¿Cada día para usted es un nuevo descubrimiento o tiene la pesadez de haberlo experimentado todo?

JLP: Lo que me satisface es haber mantenido esa actitud de experimentación y si hay cambios no me preocupa. Para un galerista o director de museos es más cómodo tratar con un artista que tiene un estilo determinado. Poseo estilos que no tienen nada que ver el uno con el otro. En el fondo, para mi, hay un punto conductor que es esa actitud de experimentar.   

MPS: ¿Cómo se siente más cómodo al momento de trabajar, teniendo en cuenta la ayuda tecnológica que tienen los artistas hoy en día?

JLP: He tratado siempre de llevar la relación entre el esfuerzo hecho y el resultado. Si hay que poner mucho esfuerzo para lograr algo que al final no va cónsono con mi deseo o al que debo dedicarle demasiado tiempo,  me detengo y estudio muy bien el resultado. La relación con las nuevas tecnologías tampoco es muy grande en el caso mío. Puedo dibujar, hacer una pequeña maqueta que puedo dominar muy fácilmente con mis dedos a una escala. Posteriormente, en un taller pueden finalizarla al tamaño que se proyectó, pero hay que tomar en cuenta que entre el primer bosquejo y la obra final hay una gran diferencia.

Puedo colocar en mi dibujo inicial un puntito de color y su presencia variará, después, cuando alguien esté frente a un cuadro de otra dimensión. Será más fuerte.

MPS: ¿Visualiza sus obras siempre primero en papel?

JLP: Sí. Después hago pruebas si tengo algún material que se aproxima  a lo que deseo hacer. Si es de luces hago ensayos con proyectores de luz, midiendo la distancia.

MPS: Si vamos hacia una retrospectiva del pasado y evaluamos todo lo alcanzado hasta ahora, todos los manifiestos que se generaron para crear cambios… ¿qué diferencia encuentra usted dentro del movimiento artístico?

JLP: Tenia un conocimiento normal de lo que sucedía en Buenos Aires cuando estaba allá y luego lo tuve cuando vine aquí, visitando galerías, museos y escuelas, para unir esa vivencia real con el pasado de la historia del arte, que uno había idealizado en muchos aspectos por haber venido de un país de América Latina. Una vez eso superado no existía ninguna preocupación de hacer algo novedoso porque fuera novedoso, sino de trabajar con esos elementos y con lo uno podía ir soñando e imaginando, pensando que detrás de uno había un artista como todos lo que antes nos habían precedido.

MPS: ¿Por qué ahora no hay manifiestos como los que proliferaron en los años 60’ y 70’?

JLP: A mí me parece que lo que uno podía denunciar en esos años fue tan fuerte que apabulla a los jóvenes artistas y los deja impotentes cuando un millonario decide lo que es o no arte. Buscará que le toque la suerte de ser seleccionado o distinguido por alguien que le de un valor comercial que se va transformara en un valor artístico; en reconocimiento. El sistema de valoración del artista en aquellos tiempos era un poco doméstico ahora se hace a escala  comercial,  compleja dinámica que determina cual es el arte y cuáles son los grandes artistas.

MPS: ¿Y eso es bueno o malo, a su juicio?

JLP: Pésimo. Porque no hay confrontación, no hay posibilidad de reflexión. No hay un intercambio entre el artista y la gente.

En Caracas, en 1978, Julio Le Parc prestó sus ideas para la colección de Cuadernos de Arte, editado por la Dirección de Cultura de la Universidad del Zulia, y a una serie de interrogantes concluyó:

“En arte, en el mejor de los casos, sólo aceptan aquello que es el reflejo de su situación y que les ayuda a mantenerse en el poder, es decir, un arte que acrecienta la pasividad y dependencia, un arte que exporta modelos estéticos, inofensivos, un arte que debe inscribirse en el sistema de la oferta y la demanda. Desnaturalizan así la creatividad y consideran al artista como alguien a su servicio, al cual se puede alienar como al resto de la gente.

Tal vez podría afirmar que el verdadero espíritu latinoamericano en arte, es la creación autentica, acompañada de una actitud acorde con ella. Esta actitud creativa en arte correspondería a la creatividad de un pueblo que aún enajenado, continuamente inventa nuevas formas de lucha para combatir la represión, para destruir opresores y crear nuevas formas de convivencias. Sería una actitud creativa en arte, aquella que ayude de una manera u otra a sobrevivir o a vivir, a romper los esquemas mentales, a eliminar el condicionamiento ideológico, la pasividad, la sumisión, el miedo, que haga sentir la posibilidad de un futuro diferente”.

Unas ideas vigentes. Todavía sensatas. Todavía en experimentación (03/03/2011,  publicado en la revista Artefacto).- 

martes, 1 de marzo de 2011

Enrique Lobo: “Aprendí mucho en ver”

¡Qué atrevimiento!, expresó el maestro Ramón Belisario al observar los lienzos que Enrique Lobo iba sacando y colocando en los espacios del taller que comparte junto a José Coronel, discípulo y artista plástico también, con quien tiene además la fortuna de tener como amigo.

El atrevimiento se debía  a la propuesta autodidacta de Lobo, quien es arquitecto pero ha realizado del arte una de sus formas de vida. Su formación académica se remonta a 1985, cuando se graduó en la Universidad de Los Andes (ULA), en el estado Mérida.

Es hermano de Emiro Lobo, ese otro gran artista y diseñador gráfico venezolano, que en 2007 dejó la vida, en pleno fuego creativo, dejando la sensación de lo mucho que estaba por hacer y que el resto de los mortales ya no pudimos ver. Enrique pinta frente a una foto de él porque su legado como creador y como ser humano le dejó trazos para convertirse en cada vez un mejor creador.

Enrique tenía cuatro años cuando Emiro se fue muy joven de la casa. No dejaron sin embargo de estar en contacto. Lo recuerda con el cariño y la magia que todavía le ofrece la memoria, de verlo trabajando en su estudio, inventando junto a las horas las muchas imágenes que tenía en la mente. Su evocación está llena de afecto, de cariño, de ternura.

Pero es la obra de Enrique la que llama poderosamente la atención porque como muy bien lo señaló Belisario hay en ella un rompimiento con  la perspectiva, en un universo plano, donde el color, las grandes flores, los jarrones, los círculos de bicicletas gigantes o también se da el caso de teteras, mesas con cuadros y sillas colocadas con suerte antojadiza, en la composición van dando un universo atractivo que se torna peligrosamente coherente, lleno de contraste multicolor. Ello cuando se trata delos cuadros figurativos.

En los abstractos la energía del color va imprimiendo unos trazos fuertes, cargados de aguas vitales, afluentes capaces de generar la corriente de la vida, con insinuaciones densas, casi siempre animadas por la experimentación de la fuerza visual que atraen las tonalidades.

Cuando vemos el azul este se hace un torbellino que busca deshacerse sin conseguirlo. Cuando vemos el verde estamos ante un paisaje lleno del llano que atrae amarillos, naranjas, rojos; elementos que va contrastando buscando una estética visual personal, cargada e indolora.

Entre 1991 y 1994 realizó estudios de grabado en La’ Espacio Gralx Baragnon de Toulouse, Francia. Ha participado en más de ochenta exposiciones, individuales y colectivas, en Venezuela, Colombia, Francia, Dinamarca, Inglaterra y España.

MPS: ¿Qué le queda a usted de tanto viaje? Porque usted recorre Venezuela y ha estado en mucho países…

EL: Me la paso viajando por toda Venezuela y como voy a velocidad en mi camioneta todo lo que veo es un paisaje rápido. Cuando llego a mi taller lo que hago es decantar. Recuerdo, entre otros un viaje que hice a Perú, al Machu Picchu, y todas esas vivencias las dejo siempre en mis telas. Ha habido cierto cambio en mi obra. De lo abstracto fui al paisaje y ahora pinto hacia lo figurativo, una especie de naturaleza muerta, frutas, flores, jarrones.

MPS: ¿Por qué está presente el agua en su obra, en forma de mancha, de gota que deja huella, que trastoca, que transforma?

EL: Viví un tiempo en Europa, en unos periodos de mucha lluvia, nieve; con las diferentes estaciones. Trato de lograr esa vivencia. Es manchar, dibujar y repito el proceso varias veces. Plásticamente le da más fuerza al trabajo.

En algunos trabajos hay una estructura, vertical y en forma de cruz. Ello tiene que ver con la misma formación de arquitecto que yo tengo- Soy autodidacta en la pintura pero todos esos estudios me sirvieron al igual que tener a un hermano muy cercano, Emiro, ya fallecido, de quien aprendí mucho en ver, al momento que hacía sus cuadros. Vivir en Europa y visitar todos esos grandes museos enriqueció notablemente mi trabajo.

También hice grabado en el año 1996 en la Escuela de Arte “Arturo Michelena”, ello influyó mucho en el trazo de mi pintura, en las texturas, en lo que voy logrando.

Tengo la gran fortuna de conversar con mucha gente de diferentes regiones de Venezuela y ello me permite dejar en mi obra todas esas expresiones, quizás de caos, de belleza que existe en nuestro país.

MPS: ¿Desde cuando usted pinta?

EL: Desde los diez años. Yo tendría cuatro años cuando Emiro se fue de la casa pero el siempre tuvo un seguimiento de mis cosas y me dio consejos. Empecé a estudiar bachillerato y  llevé obras a participar en salones donde fui aceptado al igual que criticado. Tuve mucha influencia de Emiro y de otros pintores. Lo normal. Lo propio va llegando poco a poco…

MPS: ¿Cuánto tiempo lleva esto?

EL: Treinta y tantos años… 

MPS: ¿Qué lo animó a participar el año pasado en el Salón Michelena después de unos catorce años en que no envió nada?

EL: Hace muchos años participe y después vino como una onda de no presentar trabajos allí, producto de los jurados y un poco de cosas que estaban pasando. Los amigos Belisario y Coronel me animaron a participar y por ello presenté una obra.

MPS: Hasta ahora he visto muchas obras de gran formato suyas… ¿Siempre lo utiliza?

EL: No tengo limitaciones de formato, ni de color.

MPS: ¿Depende de su estado de ánimo el uso del color?

EL: Depende como estoy, influye el contorno familiar, desde luego. Requiero de una cierta tranquilidad porque me gustan los colores fuertes. A veces utilizo el rojo porque es muy agradable y muy caliente; es un color universal.

MPS: Pero también está el blanco… ¿por el paisaje andino?

EL: Yo vivo en Palmira, San Cristóbal. Sí, en verdad, tiene que ver con las montañas cargadas de nubes blancas, el frio; la niebla.

MPS: ¿Es cierto que ustedes como familia de Emiro Lobo están interesados en hacer un museo con sus obras para toda Venezuela?

EL: Su hija, Griselis, está en ese plan de crear una Fundación que lleve su nombre. Podría entrar allí porque el es mi hermano y en un futuro podríamos mostrar una colección importante no solo de mis obras sino de las de él que tienen amigos, familiares. Se podría hacer algo bien importante.

MPS: ¿Por qué sus cuadros pueden ir desde la más absoluta esperanza a la mayor de las desesperanzas?

EL: a veces tengo un cuadro terminado y de pronto aparece una agresividad que un chipotazo de pintura que se desplaza al azar. Tiene que ver con el estado de ánimo. A veces la energía está eufórica a simple vista, a veces se percibe atrás del elemento principal´

MPS: ¿Vive del arte?

EL: Sí, vivo del arte. Como arquitecto solo hice unos trabajos de forma individual. Desde que regresé de Francia me dediqué totalmente a él.

En la página http://www.vearte.com/ puede leerse: “En la pintura de Enrique, la presencia y la importancia de las formas, revelan una inmolación, una lacerante eclosión interior. La masa de sus cuadros se eleva y muestra una complejidad de trazos que se repelen y por lo tanto conjugan y armonizan por vía de la contradicción. Cada uno de los estamentos de equilibrio en el espacio (recuerdan a Pollak y su composición automática) parece borrar al que le precede” (01/03/2011)