domingo, 2 de diciembre de 2012

Paso ligero


Ruth Moncada llegaba a la iglesia con los deseos firmes en su corazón. Algo de polvo cubría los bancos pero ella se sentaba en las primeras filas, todos los días. Cuando afuera se escuchaba una música de vallenato se incomodaba brevemente pero luego se concentraba con bastante fluidez en sus oraciones.

Cincuenta años de rezos le daban a su piel la agilidad del viento, la señal de una experiencia, una sosegada tranquilidad que refulgía en el sencillo templo adornado con la brevedad de unas pancartas pintadas,  muy coloridas e ingenuas, de un Jesús muy venezolano, risueño, colorado, de mirada aguarapada y ternura visible.

Todos los días a las cinco ella procuraba estar allí. Ligera, caminaba rápido y saludaba a quien podía a su paso por las veredas que imprimían la distancia. Nunca tomaba el mismo camino, intercalaba los senderos para no aburrirse.
Con sólo mirar al cielo sabía de los tiempos y la montaña era su guía. Las lluvias ya habían comenzado y aunque para ella era la mejor época los inconvenientes en las articulaciones y los huesos era un asunto de resistencia ante la incomodidad.

Iba acompañada de Tuerca, un perro negro, de tamaño mediano, algo juguetón a veces, otra veces circundado por una mirada peligrosa que imponía respeto y distancia.

De regreso de la Iglesia, una tarde oscurecida por el invierno tropical, notó que alguien la seguía. No sabía muy bien qué hacer por lo que se le activó en su mente una oración de protección.

Lo curioso era que no sentía miedo pero en varias oportunidades una falsa percepción le había llevado a vivir varias funciones no muy acordes con la bondad de su corazón. Un borracho le robó la cartera para irse a comprar una botella y unos muchachos la tumbaron sólo para verla en el piso y salir corriendo y riendo a la vez.

La sensación esta vez fue distinta porque detrás suyo no veía a nadie aunque Tuerca también algo había advertido. Volvía la cabeza para atrás aunque seguía caminando hacia adelante, como ella misma.

Fue entonces cuando le vino una idea a su corazón. Sería la misma muerte que venía de esta manera anunciándose. ¿Cuántas veces había pensado en ella? Miles de veces. Antes había un temblor pero ahora mismo estaba como lista para abrirle la puerta de par en par.

Ella no era como Martica que cada vez que se asomaba la carroza ella se iba para el patio hacía un rezo o simplemente le decía que estaba muy ocupada y ya llevaba varios años viva cuando en realidad debía estar muerta, como ella misma decía.

Tampoco como Ramón que  temblaba cada vez que le nombraban a la “bicha” y se escondía en el baño a toser como un desesperado para luego emborracharse esa noche y bailar solo en la esquina para vivir a tope las últimas horas que él sentía que alargaba en ese ritual mono décimo.

Por eso Ruth, mientras se devolvió por la misma vereda, presintiendo que ya estaba un poco rendida le dijo a la señora fría, no tan buena ni tan bonita, como ella creía, lo siguiente: Rezo por esta noche, porque todos los que están aquí en la tierra alcancen en esta hora y en este momento una luz en su corazón que les permita amar por sobre todas las cosas con desprendimiento, que no pasen cosas malas, que no haya dolor por ese camino que tanto he transitado y recorrido.

Que mi alma sea perdonada y que a través de mí muchas otras entiendan que la vida es sólo una leve travesía en el que hay que sembrar, enriquecer y endulzar. Sembrar para recoger; enriquecer para entender los sentimientos; endulzar para abrazar con mucho más respeto.

Señora usted sabe que yo la espero y a la vez no, que me gustaría poder decirle que aún hago falta aquí pero eso usted lo sabrá mejor que yo.

Déjeme reír una vez más. Ver los ojos de mi esposo en esa foto que tengo guardada. Sentarme en mi mecedora, ponerme un vestido nuevo, perfumarme un poquito, sacar el rosario de perlas que casi nunca uso para esta noche, si es que es esta, la definitiva.

Tuerca y ella llegaron a la vivienda, abrió la reja, algo trabada, entraron, él moviendo la cola como señal de triunfo, ella con una ligera sonrisa en sus labios. Cumplió el rito, bien vestida y perfumada estaba cuando le vino el recuerdo de un caballo que tuvo de adolescente al que montaba con fervorosa ansiedad porque era de paso ligero, no corría, iba con la elegancia de los potros finos, y la llevaba a los mejores lugares que aún ella desconocía, llano adentro, en esas tierra amarradas, que no pertenecen a nadie y a la vez a unos pocos y unos cuantos.

Susurro, así llamaba al corcel, le había enseñado ese andar, esa marcha cónsona, como un rezo, como una anhelada espera, desafiante pero feliz.
Tuerca se echó a su lado y ella supo que podía, allí mismo, salir del dormir (NOTITARDE,  02/12/2012, LECTURA TANGENTE).- 

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