domingo, 22 de febrero de 2015

Rio para entender



El otro día leí por allí que alrededor del Carnaval suceden cosas (no muy buenas) a los venezolanos, a nosotros, todos los nacidos en esta tierra. Y en ese redondear, también a los que viven aquí, aunque vengan de muchas otras partes, cercanas o lejanas. Lo cierto es, que en ésta cosechada  vida, ya sabemos que ocurren muchas cosas en cualquier mes del año porque así vienen y van los acontecimientos. El mes de diciembre, por ejemplo, desde lo sucedido en Vargas, en 1999, ya no es el mismo, pero todos luchamos por mantenerlo como mejor lo recordamos.

La idea anterior alimenta esta nota sobre el carnaval. Desde hacía tiempo no asistía a un desfile, relativamente bien organizado, donde las personas, con sus carrozas y comparsas, y con este  calor caribeño tan intenso, daban lo mejor de sí.

Tres días apenas, entre las dos y media y cuatro de la tarde, todo dependía de la llegada de la alcaldesa del pueblo, que partía primero y si tenía sacos de caramelos, muy criollos ellos, con una bandera venezolana de un costado; dieron a entender que este pueblo, pese a todas las vicisitudes, tiene ánimo para preparar fiestas.

Los que estábamos después de una curva, ataviados con gorras, sombreros y cavas repletas de Ley Seca, lo primero que observamos fue un séquito disfrazado de policías y guardaespaldas. Después supimos que no lo estaban. Era parte de su trabajo para resguardar el primer camión donde se encontraba la intendente de ese pueblo venezolano. Detrás de ella, otro automotor cargado de cornetas con la música tropical,  Calipso, que le daba ánimo a la primera comparsa compuesta por féminas ataviadas de sombreros, llenos de color, muy atractivos, como de flores plásticas, que realmente no se sabía bien que simbolizaban, pero se veían vistosas. Niñas, jóvenes y mujeres adultas bailaban con toda la gracia con que somos capaces los venezolanos.

Después aparecieron muchos motivos: jóvenes al estilo Marilyn en una suerte de escenografía del Can Can, en rojo y negro;  montañas que caminaban para rendirle homenaje a diosas de la naturaleza, frutas muy nuestras como el merey fue razón de una muy hermosa exhibición. La patilla, el melón, el aguacate. Un árbol que tenía nalgas. Tres muchachas que hacían de garotas y un grupo de tamboreros, al estilo de los muchachos que así lo hicieron en las favelas de Brasil para grabar un video con Michael Jackson, daban vida, antecedidos el segundo camión repleto de enormes cornetas que esta vez inundaban de samba.

Hombres disfrazados de mujeres que hacían enormes esfuerzos por lucir sirenas con colas brillantes a la luz de los mejores destellos mostrados a la luz del sol.
La caravana fue larga y había de todo. No faltaron los disfraces de indios venezolanos y de otros lugares, como los resplandecientes aztecas que siguen atrayendo mas por lo que no se puede explicar por lo que se entiende.

Pasó un hombre que arrastraba una muñeca desnuda sin cabeza. Muchos se rieron. Otros desviaron la mirada. Daba pena ajena, pero lo que sí es seguro es que un carnaval da para todo.

Sombreros, máscaras, telas de diferentes colores, y los papeles de diferentes texturas (secretos de las escuelas donde las maestras hacen con ellos grandes milagros) dieron para bailar y disfrutar de unas fiestas que parecían perdidas. El reciclaje, dijeron algunos, fue el arma de este Carnaval 2015. Pero eso completamente válido.

Guacamayas, venados y la tortuga cardón (negra, con motetas blancas y sus cinco crestas) fueron llenando espacios para el festejo, la música, los bailes y la notoria gracia con que buena mayoría hizo de este festejo, una revelación más de lo que somos los venezolanos.

Alrededor de todo ello el mayor protagonista, el sol, dándole fuerza a toda la fila larga que era seguida por los camiones cargados de sonido. Pocos caramelos repartieron después pero realmente fue un asunto de actitud. Todos salieron y dieron lo mejor de sí.

Una mujer salió disfrazada de yuca brava. Fue muy aplaudida.

Nadie hizo de casabe.

Y por más curioso que parezca dentro de nuestra realidad nacional, éste año tampoco hubo disfraces de Doña Harina Pan ni de su cortejo de mazorcas; tampoco salieron a relucir siquiera las bolsas de detergente o esa harina de trigo que tiene nombre del ladrón de los pobres. Sin embargo, también cabe decirlo, no hubo héroes de otras latitudes ni patriotas. La cosa fue un poco apurada pero aquí esa sensación se tiene desde hace mucho, por lo que no es novedad alguna. Todo lo anterior, ¿para olvidar?, ¿para seguir viviendo?

El último día del festejo fue el peor. Poco importó el motivo del primer día, cuando se intentó mostrar, al menos, lo bueno de lo mejor. Hubo desfile de penas, hubo que repartir temprano a los muchachos jóvenes que no siguen ciertas tendencias, mezcladas con la aparente normalidad de cosas que no lo son.

No necesitamos viajar a Rio para entender lo que es un Carnaval. Basta sabernos en esta vereda tropical. Sin  siquiera reparto gratuito de condones. Cada vez con menos espacios donde reclamar decencia  (Notitarde, 22/02/2015, Lectura Tangente).- 

http://www.notitarde.com/Lectura-Tangente/Rio-para-entender/2015/02/21/491289/ 

domingo, 15 de febrero de 2015

Como chorrito


Sentada en una de las tantas plazas de nuestra nación, con el Libertador y una iglesia muy cerca, resonando las campanadas de las nueve de la mañana, esperando la salida de los familiares que bautizaban a su pequeño de un año, observé a una pareja que pasaba muy cerca, tomada de las manos y escuché que ella le decía a él: “Cómo somos unos zombis mejor nos vamos, no tenemos nada más que hacer aquí”. Siguieron caminando, cruzando la plazoleta con bastante determinación, hasta que dejé de verlos porque me distraje en mis pensamientos.

La noche anterior a este comentario vi la película Interestelar y por un breve tiempo estuve alucinando sobre el comentario. Me sentí dentro de la trama del largometraje pero la incomprensión me hizo retornar rápidamente a la realidad del banco, del ruido de los automóviles, la inmovilidad de la estatua y el calor que ya hacía a esa hora.

Miré a la pareja zombi con curiosidad. Nunca había visto unos descarnados tan reales, tan cerca de mí y tan bien vestidos. El llevaba un sombrero tipo caballero de antaño, guayabera blanca y pantalón kaki,  y ella un vestido blanco y lentes oscuros  dentro de un porte elegante.

Estaba tratando de llegar del desconcierto a la claridad de esa afirmación que se contraía en negaciones, cuando se sentó a mi lado una niña y su madre, integrantes de una familia numerosa que me rodeó, con sus risas y sus expresiones, igual de cansados de la espera, fuera del templo, donde no podíamos entrar debido al grueso número de infantes bautizados, acompañados sólo de sus padres y los padrinos.

Mientras reíamos ante los comentarios del más gracioso del grupo, empecé a entender lo que había sucedido: una de las mujeres, con niño pequeño en brazos, leyó un mensaje de texto de su celular. Refunfuñó un poco y dijo en voz alta “Mira lo que me escribió Yurinda: espero estés contenta por el desprecio de no invitarme”.

Alrededor de ella se agolparon todos. Comentaron todas esas cosas que en nada ayudan cuando se reciben ese tipo de recados, pero en ese instante no cabe la imparcialidad. Esos momentos son para vivirlos completamente parcializados, con los ojos vendados, con la rabia abierta, con las groserías en la boca, con esa energía que parece que sale como chorrito por los poros. Esa es la sensación que queda: la gente quiere descargarse, jamás aguantarse.

Somos humanos, no santurrones.

Fue entonces cuando pensé en los zombis que cruzaron antes. Era evidente que ellos también sufrieron desprecio, al punto, de sentirse muertos en vida, porque no fueron invitados a estar alrededor del muchachito o muchachita a ser bautizado ese esplendoroso día de la Creación, ajena, al parecer, a todo cuanto al humano le ocurre.

Fiestas tan importantes que tienen dentro de sí la conciliación de las cosas mundanas con las espirituales, terminan siendo esa tragedia tan básica de continuar y perpetuar esta guerra en lo cotidiano. Después hasta somos capaces de preguntamos por qué existe tanta violencia.

De la iglesia fuimos a uno de esos restaurantes de pasta, sencillo, con la pretensión de comer un buen plato italiano, de esos a los que aún les espolvorean queso parmesano y uno pide que le echen bastante para contrarrestar el costo y disfrutar de un manjar que ya no forma parte de nuestra frecuencia.

Sentados allí con la cordialidad del compartir observamos que el mesonero además de atender varias mesas tenía que preparar los jugos, servir los tragos y ocuparse de la caja.

Con la paciencia y la comprensión que obligaba la situación porque al preguntarle si le pagaban tres salarios lo negó con la cabeza poniendo la cara más seria que esa mañana vi, disfrutamos de la reunión, del recién bautizado que descansaba pues ya se había quedado dormido en el carro.

La imaginación me dio a mí por saberme en otra dimensión pero en ese y no en otro lugar  que pronto pasará a estar dominado por zombis, porque de hecho ya lo estaba, sin el movimiento de otros años, cuando con igual gusto íbamos a disfrutar el derroche del parmesano que también olía distinto, no como el de ahora, más pálido y sin brillo. 

Vamos desentonando los espacios, nuestras gargantas, apenas rodeadas por pieles, van llamando lo que después no podemos recoger: los  ruidos de las carencias, incomprensiones, lamentos, maldiciones; la carga negativa de nuestro fracaso comunicacional.


Los verdaderos zombis tienen más suerte. No hablan (Notitarde, 15/02/2015, Lectura Tangente. Dibujo: https://fundarteyciencia.wordpress.com/2012/09/).-  

domingo, 8 de febrero de 2015

Creíble


Apertrechadas en un manojo de posibilidades, las horas van transcurriendo de forma segura y rápida hasta que  se hacen días, completando la cuantificación de las épocas o etapas de vida. En todo ese camino, en ese paso, en esa aventura o experiencia, aparece en papel estelar la palabra, sonido asociado a una significación, que completa y hace posible nuestra conectividad con el mundo, tal y como lo tenemos hoy en día, tal y como creemos precisarlo.

Justo es la importancia de la precisión la que muchas veces escapa en la tarea de comunicarnos. Las palabras exactas son necesarias para entender la realidad sin estorbos, con cierto favoritismo por su claridad. Pero ¿qué estamos viviendo hoy frente a esas letras que se hablan y esos signos que se leen?

Nacemos valientes y el tiempo pareciese que hace reducir el valor cuando la conciencia asume rol en la palabra. Deducimos entonces que estamos frente al uso inconsciente, dado el ímpetu de buena mayoría de mensajes insubstanciales que cobran diariamente las redes sociales.

El mundo mejor informado parece estrato de celdas de avispas, con sus más expresivas variedades.
Lo trivial no convence y no trasciende, por lo tanto es desechado, pero el ritmo del ego individual no permite que existan aclaraciones de ningún tipo. Lo que queda es esa maluca emoción de sabernos poseídos por instintos bajos y por enredaderas gelatinosas, cuando algunos y algunas luchan por establecer su punto de vista a como dé lugar.

Dijimos anteriormente que emergemos valerosos desde la primera necesidad de aire que brota en el balbuceo del llanto que sin duda se transformara en voz palabra. Pero pareciese después (con el vivir) que vamos adoptando cierta cobardía en nuestras decisiones al enfrentarnos al mundo y sus confusas formas de transformar hechos y palabras.

Seguimos sin querer entender el poder de las palabras, de aquellas que juntas conforman hecatombe, sobre todo si llevamos siglos perpetuando su significado. Seguimos sin ponernos de acuerdo en casi nada.

A la par de todo lo que sabemos, enseñan en las escuelas y el trabajo que después hay que hacer para desaprender en muchas circunstancias de la vida, es importante ir reconociendo la energía de todas y cada una de las palabras que utilizamos diariamente.

 Llevamos años soportando la carga de un discurso que podemos calificarlo como queramos. El de unos y de otros. El de izquierda y el de derecha. El violento y el sutil. El que se denota más falso que el otro y el que creemos que es falso porque si. Todo eso está muy bien. Somos libres de pensar lo que queramos (aunque limitados en la expresión y cada vez más en su libertad), pero últimamente la palabra que campea en todas las bocas venezolanas es increíble.

Lo estamos viviendo y decimos: ¡increíble! No conformes con lo que sucede, la mencionamos una y otra vez. Desde allí, infortunada incoherencia.

Si fuera cualquier otra palabra el análisis buscaría igual antorcha de luz pero ocurre que ésta es bien particular. Todas la son, claro está, pero ella atrapa un universo paralelo, una piel desconocida. Tu puedes colocar todos los sentidos (ver, escuchar, tocar, sentir, oler) lo creíble pero para su antónimo carecemos de herramientas para enfrentarlo.

Un héroe de cómics es increíble, pero no lo es un animal surgido del fondo del mar que fue encontrado por un grupo de pescadores porque, desde el mismo momento que salió a flote y lo atraparon, es creíble. Por más raro que sea y aunque no lo hayamos visto antes que esa vez.  

No vivimos en Venezuela una historieta ni la atmosfera creada por un autor de ficción. Coexistimos una realidad tan decimonónica que aunque no queramos reconocerla es creíble, porque paso a paso la vamos experimentando, con sus calores, sus filas, sus injusticias y la tergiversación de sabernos separados, sin que se quiera reconocer la tranquila (y necesaria)  pretensión de reencontrarnos.

Existimos en una realidad que además está aderezada con duras palabras, expresadas desde la desafección y desde alocuciones que van descargando la creíble sensación de indefensión (que ha existido desde hace mucho, pero que ahora se ha tornado mucho más verosímil).

Los métodos de enseñanza fracasados adoptan la repetición y el caletre. Todo ello se une a la gran ignorancia sobre materia política que arrastramos como pueblo acostumbrado a vivir despreocupado.
¿La circunstancia venezolana no puede creerse o es muy difícil de creer?

Se cree porque es y poco más se puede argumentar ante ello, para no cargar aun más el turbio escenario de los acontecimientos. Nuestro momento es creíble, cien por ciento (Lectura Tangente, 08/02/2014, Notitarde/ Imagen www.taringa.net / Julian Breaver).- 

http://www.notitarde.com/Lectura-Tangente/Creible/2015/02/08/489050/  
mpradass@gmail.com

domingo, 1 de febrero de 2015

Evasión como poesía

Raymond Carver 
Raymond Carver (Oregon, 1939-Port Angeles, 1988) en La Vida de mi padre (Cinco ensayos y una meditación) (Norma, 1995, Colombia) rinde un homenaje sencillo, descorazonado y tierno sobre su progenitor. Para hacerlo escribió como siempre lo hizo, de forma directa, poco descriptiva y sin metáforas que lo caracterizó al punto de ganarse aquello de autor de la “realidad sucia”, en un intento prosaico de definir su obra. 

Fue honesto en su narrativa y en su capacidad de observación del mundo que lo rodeó.  

Mucho se ha escrito sobre él y existe abundante información sobre su legado intelectual y sus posturas ante el mundo, incluidas muchas notas autobiográficas escritas desde la ficción y las experiencias de sus dos esposas, con licencia para escribir sobre sus experiencias de vida junto a él.

Justo su obra De qué hablamos cuando hablamos del amor es el relato metaficcional que se esconde dentro de la película Birdman (La inesperada virtud de la ignorancia), del director Alejandro González Iñárritu, quien realiza una cinta distinta, con ambiciosas combinaciones de temas, que deja un buen sabor, ahora que el cine se ha dedicado tanto a ser efectista y poco trascendental.

En primer lugar llama la atención que haya sido filmada en secuencias continuas que conllevan a una experimentación novedosa del séptimo arte, por supuesto, con buenas actuaciones y un guión que intenta apoderarse de lo más importante para Carver: el significado.

La historia de la cinta se basa en el momento que el actor Riggan Thomson estrena una puesta en escena de Broadway sobre una muy personal adaptación de De qué hablamos cuando hablamos del amor, con la que intenta superar su baja autoestima, su mediocre y pulverizada existencia y su lucha personal contra Birdman, el personaje salido del comic al que personificó y casi catapultó, hasta odiarlo y negarse a interpretarlo nuevamente.

Drama de humor negro con toques de originalidad narrativa revela fundamentalmente cuatro cosas: la lucha del hombre en la negación continua del presente, la dimensión que cobra su Alter ego, la no existencia de un ser humano (sobre todo si es actor) frente a las redes sociales y el grupo de subtramas que podrían redondearse en fuegos corpóreos frente a la paternidad, la vida en pareja, el papel de la crítica y la poesía que existe en toda evasión.

La fuerza de la trama recae en el personaje principal con características completamente llamativas: el fracaso tiene encanto humano y el de Riggan, sátira excepcional. Lucha por salir de abajo dándose el gusto de caer, nuevamente, en picada. Varias de las secuencias son memorables.

El personaje trata de alcanzar el presente desde la ficción que es su vida, sin que pueda recuperarlo, atrapado en el pasado del que no puede vanagloriarse y desde el futuro que ya sabe lo espera. Su Alter ego, Birdman, le recordará todos los días, sus fracasos, su demencial desfase existencial, su brutal realidad,  que apenas consigue enmascarar con pelucas, en la endeble coquetería del espectáculo.

Su hija, Sam, a la que tiene de su lado, mas no a su lado, intenta cumplir la función de pacifista a muy duras penas porque justamente en sus venas corre la rabia acumulada de saberse hija de un perdedor alucinado, capaz de derretir cualquier ilusión; negado como hombre público a brillar en las redes sociales que le garantizarían su rápida y efectiva sobrevivencia en el mundo de la insignificancia, tan bien administrada y protegida, hoy en día.

Fracasado en su paternidad, en su vida en pareja, intenta reconstruir justo el lenguaje del amor, pero como muy bien lo advierte Carver, poco se sabe de él, desde el mismo momento en que dejas de amar a la persona que idolatraste y a la que estabas dispuesta (o) a dar el todo, cuando las cosas funcionaban bien. Tomado como una emoción, el amor corresponde de esa manera.

El papel de la crítica frente a los creadores se desnuda de una forma descarnada. La destrucción porque sí, por los sentimientos más bajos, por el poder de la palabra y del medio, aquí es mostrado en el irreflexivo bar, al que se deben los Martini. Con su guiño temperamental y grandilocuente, al final.
El último fuego corpóreo de Birdman es la poesía de la que se llena el personaje principal al momento de escapar de toda realidad y encontrar en ella los gramos de fantasía, ilusión y belleza, para alcanzar sus “poderes”, que lo llevan, porque nacieron en el ego, a concebir cosas magistrales, fuera de serie, como todo un superhéroe, capaz de auto infligirse justicia frente a la desazón de la realidad. Y ganar, como nunca, un pedazo de cielo.

En el poema Fotografía de mi padre a sus veintidós años (30-31 pp), Carver escribió: “Padre, te quiero, pero cómo darte las gracias, yo que tampoco aguanto el trago y ni conozco los sitios donde se pueda pescar”, para rendirle homenaje limpio al hombre altivo que ya, a esa edad, tenía manos vencidas (Notitarde, 01/02/2014, Lectura Tangente / Imagen:  registropersonal.nexos.com.mx) .-
http://www.notitarde.com/Lectura-Tangente/Evasion-como-poesia/2015/01/31/487854/