domingo, 30 de octubre de 2016

Amor y desapego

Nadie quiere la noche fue la última película presentada al gran público en 2015 por Isabel Coixet, mujer del mundo del cine al que hay que reconocerle un compromiso distinto  al de muchos de sus colegas, debemos agregar, hombres en su mayoría, aunque este comentario tan solo busca ser real, no insultante.

La historia se concentra a principios del siglo pasado y se basa en personajes reales aunque el relato no es fiel a ninguna de las biografías más o menos conocidas del matrimonio conformado por  Robert y Josephine Peary, y unos personajes que ennoblecen la trama como el caso de Allaka, y otros que aportan solidez como Bram Trevor.

Once años después de ver La vida secreta de las palabras (aunque ella ha realizado otros diez proyectos entre películas y documentales)  la escritora , guionista y directora de cine,  aparece con una cinta difícil de hacer, porque se trató de recrear el frío ártico y los largos e impenetrables seis meses de oscuridad, venciendo también, con críticas a favor y en contra, su concepto creativo, colosal e intimista; frío y emotivo, a la vez.

Josephine, interpretado por Juliette Binoche, es una mujer que va en busca de su esposo para intentar acompañarlo en su expedición al Polo Norte, pero llega tarde. Su afán además de formar parte de su compromiso como esposa y madre de sus hijos también contiene el deseo de no ser olvidada por la historia, puesto que las fotos eran las únicas testigos de las hazañas, concediendo la figuración o la invisibilidad.

En la cinta, Robert Peary, es un personaje fantasma. Se adelanta a la ida y al regreso. En la vida real  fue reconocido por la Sociedades Reales de Estados Unidos y Londres por su tenacidad, la cartografía de las nuevas tierras y su descubrimiento, en 1900, de una tierra localizada al oeste de la Isla de Ellesmere,del cabo Morris, al que él denominó Jesup. Rodeado de controversias le fueron reconocidas (y negadas), hazañas en la que su esposa no aparecía.

En la vida real ella tuvo el rol de él en esta película.

Pero más allá de esta historia  de exploradores contada de forma inclemente, como el frio que hace que el espectador pierda toda noción romántica (si es que acaso alguien la guarda en su alma) del invierno; subyace el verdadero principio y razón del filme, el encuentro de la esposa y una amante de él, llamada Allaka (Rinko Kikuchi), en una confrontación de sentimientos y culturas que chocan en su forma de ver el mundo.

Mientras la esposa reacciona como se supone lo haría cualquier mujer, la personalidad de la inuit (que al principio raya en una especie de encanto discordante hasta alcanzar una convincente humanidad) genera el verdadero interés escudriñador del filme.

La relación de estas dos mujeres, solas, en una tierra incalificable, porque inhóspita le queda pequeña, va creciendo en la medida que van pasando los meses de enorme soledad, vacío, hambre e impotencia ante la naturaleza.

La fuerza y la obcecada entrega que mostró Josephine se va debilitando al calor, al refugio y la necesidad de subsistir. La mujer que se resistía en el Polo a comer y vivir como las etnias que allí sobreviven, es salvada por el paciente amor de la mujer a la que no puede odiar porque juntas hacen posible el nacimiento del hijo de Robert Peary, quien junto a su ayudante Matthew Henson, en la vida real, embarazaron a mujeres inuit.

Inviernos  y veranos dictan conductas similares. Pero hasta ahora el sol hace querer más a la noche.

La incomodidad, los sueños, los desvanecimientos, la irrealidad que se va tejiendo en la cabaña y posteriormente en el igloo relatan el crecimiento de los personajes. Dos mujeres unidas por lo que debería acoplar por igual a los hombres, los hijos, sin importar las que se volvieron de por si estériles circunstancias de su nacimiento.

Relato de amor y desapego a la vez. Difícil de contar y de allí el mérito de Isabel Coixet y todo su equipo.

Peary escribió  un par de libros sobre sus experiencias como explorador y en el 2000 se realizó una película titulada Gloria y Honor  basada en estos relatos.

Por su parte, Josephine escribió Mi diario Ártico, El bebé de la nieve (como los esquimales llamaron a su hijo al verle), y Niños del Norte. Escritos entre 1893 y 1993.

La cinta no es un homenaje a ninguno de ellos. Pero si lo es a la esencia humana que en condiciones inclementes saca lo mejor de sí.

A la directora catalana también le tenemos que agradecer su sinceridad y que haga las cosas tal y como ella desea, sin esperar a cambio más que la satisfacción de sentirse cada vez más libre en el difícil oficio del cine (Notitarde, 30/10/2016, Lectura Tangente).- 

http://www.notitarde.com/amor-y-desapego/lectura-tangente/2016/10/29/1033753/ 

domingo, 2 de octubre de 2016

La ciega condición de la luz

El Playón, Armando Reveron

Una playa blanca, en un sueño, que nada tenía que ver con el playón de Armando Reverón me hizo despertar días atrás, con alegría y vitalidad. Esa misma mañana, horas después, escuché a una mujer mayor decir tres veces una palabra que describía su estado de (continuo) ánimo y pensé en el terrible e inconsciente  dominio que les damos.

Al observarla entendí lo que somos todas las mujeres, crecidas y muchas veces resumidas, en  hijas, madres, tías, nueras, suegras, abuelas, nietas. No importa el orden del rol. El asunto es la palabra.

J. M. Briceño Guerrero, filósofo venezolano, escribió un libro juguetón y entrañable llamado Amor y terror de las palabras, uno de los pocos libros que me llevaría a algún destierro, en las que describe el poder y la fuerza que estas tienen. El impacto que recibimos desde el mismo momento que la sonoridad y la comprensión, se juntan.

¿La noche devoraba todas las cosas nombradas y organizadas por el verbo hasta que el alba les restituía su significación? Recordé la magnolia y la imaginé fuerte, poderosa, bailando al viento esa pequeña danza suya tan parecida a la danza de las cobras…” (41)

Fue entonces cuando comprendí el rostro de aquella mujer. Sus surcos dentro de la delgada piel. La expresión de sus ojos, hasta el olor de su cabello y su piel. Vi a sus nietas  descobijando el frio y sus pies desnudos tendidos en el aire.

Los huesos, músculos y tendones vibran con cada tino o desacierto de las palabras. La cultura decadente enseña a medirse en el miedo. Por lo tanto, fracasa la precisión, vibran las equivocadas razones del rumbo emprendido.

Cocoteros y playas, obras del pintor de la luz, tenían justamente la sustitución de la fuerza de los colores. La vacuidad, la ceguera de la misma fibra que compromete el raciocinio fueron la poesía de sus trazos.

Nunca había visto un cocotero blanco hasta que vi una obra de este hombre que vivió muy cerca de mi posterior respirar, por allá en Macuto, concretamente en Las Quince Letras, donde tenía un palacete de paja y un sinfín de rincones nutridos por el mar.

Así como Pablo Neruda en su casa en Isla Negra, salvando la distancia entre la colección de objetos, el lujo o la sencillez de mirar dentro todo lo que está afuera o viceversa, nuestro admirado artista catalogado de demente, tenía el barro, el trapo, la tinta de los excrementos y el sueño regurgitado de su mente.

La playa a la que ascendí no era la ciega condición de la luz que hemos, para variar, malinterpretado.  

Era la familiar trascendencia de las señales.

Horas después esa abuela me dijo que estaba cansada de cuidar nietos, porque ellos la agobian, la sobrecargan en sus debilitadas fuerzas, que buscan la serenidad del regreso.

-      No busco llegar al útero. Busco llegar a la orilla.

Nada más decir esa última palabra y sentir que mis pies se habían llenado de barro húmedo y sensible, fueron dos cosas simultáneas. Me encanta ese sonido que me lleva al vaivén del agua al llegar; ese retirarse para volver.

La verdad es que no me gustan los viejos quejosos. Las personas de edad que están apesadumbrados. No me gustan los pesimistas, Prefiero a los locos que actúan con la libertad de ser y por lo tanto no están dementes.

Sentir las quejas es sentir el dolor de lo que no han podido ser y las costumbres que, junto con los años, tienen una fuente parecida a las telenovelas: todo fracaso o chisme hay que celebrarlo como exagerado drama.
Cuando en la tarde, fui a celebrar el atardecer de ese día, me encontré con otra mujer, también mayor, culta en la cuenta del rosario que no se separa de sus manos y en la reminiscencia que consagra a recordar todos los seres fallecidos.

Nos tomamos un par de agua de coco juntas y celebramos el líquido salobre de las entrañas de las palmeras.

-      ¿No te quejas nunca, Chepina?

-      No tengo tiempo. Me quedo dormida en mis rezos. En otro día s eme olvidó a Antonio y tuve que comenzar de nuevo el Rosario. Después, me di cuenta que no había nombrado a Rafael y nuevamente empecé. Así estuve por horas. No sé en qué andaba mi cabeza.

-      ¿Usted ha visto algún coco blanco como lo vio alguna vez Reverón?

-      - ¡Ay mija!, ese hombre fue como muy bonito y yo la verdad lo único blanco que he visto es mi mente cuando invoco a San Miguel Arcángel y él se me aparece dulcito, como la miel (03/10/2016, Notitarde, Lectura Tangente).-