sábado, 10 de febrero de 2018

Al Segar: Manzana por mar



Al Segar entregando su dibujo que ya forma parte de la colección
del Museo Alien de Barcelona, febrero 2018.


Cuando se escuchan o se leen los poemas de Al Segar contenidos en un trabajo titulado Penn Station empiezan a corretear, por la mente,  las imágenes icónicas de Nueva York, viaje de apenas nueve días que hizo el autor, motivo desgranado de su sentir allí, recorriendo calles, atravesando transeúntes. 

Conozco a mi primo Alfredo Segarra (Al Segar) casi de toda la vida.  Fuimos presentados el año 2004, cuando vine desde Venezuela, por vez primera, a España, a conocer a la familia que sólo hasta entonces era revelada por cartas, fotos, recuerdos y unas pocas llamadas, en los años que mis padres vivieron allí, mientras nacíamos sus hijos, y el incierto porvenir cernido ahora.

A kilómetros de distancia, sabía que era el ser humano solidario, el hombre desprendido, buen hijo, esposo y padre que es.

Descubrí aquí, además, que es un artista que se ha hecho a sí mismo tanto en las letras como en los dibujos.

Me recordó a mi padre Sol, esposo de mi madre Rusé Segarra, que también se forjó a sí mismo como poeta y pintor. No tienen sangre en común y las ramificaciones entre ellos (ahora que los junto y relaciono) han sido  sensibles. No es coincidencia, ni azar.

Son las vibraciones a las que una, como mujer nacida en este planeta, junta.

Segar invitó a un grupo de familiares y amigos a presentar un CD que contiene los dieciséis poemas, ilustrados con sus plumillas e imágenes de  Nueva York, en junio de 2017, en la librería barcelonesa, The sons of Gutemberg, que ahora gestiona Adriá Rod.

Hubo una presentación sencilla en ese caluroso verano por las ramblas del Raval, donde todos coincidimos en el amor, respeto y solidaridad. Alfredo así lo despierta.

-     -  Me fascinó Nueva York. Por algún motivo esa ruidosa ciudad ejerció un extraño influjo sobre mi persona y sobre mi creatividad.

-     -  He escogido titularla Penn Station ya que cada mañana, nada más poner un pie sobre la Séptima avenida, la estación era nuestra primera visión, ya que nos alojábamos justo enfrente de ella. Este es mi particular homenaje a la ciudad que nunca duerme, seguramente, con los errores de percepción que conceden unos escasos nueve días preocupado tan solo por disfrutarla.

-     -  Cada noche, de regreso al hotel, escribía los esbozos de cada uno de los textos de esta obra y trazaba los bocetos de las ilustraciones que los acompañarían. Ya, de regreso a casa, me prometí darle la forma definitiva y regresar algún día a Nueva York con Penn Station, en la maleta.

Les dio forma de poemas, pero la verdad es que son narraciones poéticas: no dejan de contener las imágenes y el filo emocional que todo poema derrama. Sin embargo, se sujetan de la necesidad de explicar y contar.

Al Segar representa a esa gran urbe con las percepciones icónicas que los medios de comunicación transmitieron desde el siglo pasado sobre Nueva York. La memoria colectiva de nuestros padres, herederos de un mundo roto, tras la superación de dos guerras mundiales y, en el caso de los españoles, de una guerra fratricida (la segunda,  después de la Carlista), intentó apagar los destellos de las almas y los corazones.

Tuvieron y necesitaron creerse que allí estaba esa isla de manzana por mar, de sueños sobre las derrotas.

Por eso triunfaron en la postguerra las películas de baile, de ensoñación y las ficciones de algo más allá. Entretuvieron; igualmente frustraron.




Del poema Imagine (En recuerdo a John Lennon),  Al Segar, escribe:

“… Entro en Central Park.
Abedules rusos.
Arces canadienses.
Cedros israelíes.
Narcisos holandeses…
Todos unidos como te hubiese gustado…”

Los trabajadores que hicieron la plaza en homenaje al compositor inglés juntaron árboles, flores y pequeños mosaicos de piedras circulares, con la palabra Imagine, en el centro. Parece cerca, pero está lejos. Nadie lo asume. No pasa desapercibido para su alma poeta.

No supieron lidiar con un soñador vivo. Con uno asesinado tampoco. Todo lo vinculan y  pertenece al marketing. A Eva, la manzana, el pecado del sexo: ¡La cosa más practicada en el planeta! … ¿aún lo es?

Los hombres que se autodenominan verdaderos, por muy machos que sintieran y se hubiesen plantado en un cuadrilátero como pugilistas, como mi maestro Manuel Bermúdez, al visitar Nueva York, ya mayorcito,  padre de sus hijos, de más de 40 años, se orinó de miedo, según confesó en el taller de literatura que hicimos con él cuando estudiábamos narrativa en la universidad.

La soledad que vivió al estar, curiosamente con tantas (e indeferentes) personas; mínimo en la jungla de rascacielos, le hizo sentirse un niño indefenso, que también lloraba al regresar al hotel. 

La primera vez que se va a un sitio no se conoce. Es como si una banda de cuatreros (pistolas humeantes incluidas), debilitaran nuestros sentidos para mostrarnos la irrealidad de todo cuanto se nos cruza por el camino. Somos capaces de ver el cielo en el infierno, si así lo queremos. Y viceversa, por supuesto.

Al pasar los años (deberíamos imponernos no regresar a los lugares visitados); no sólo no son iguales a lo recordado, sino que son distintos, como si un azar misterioso y perverso, los hubiese cambiado para hacernos sentir el desperdicio de estar nuevamente allí.

El agua ya no es dulce, el pan no es tan delicioso, el árbol al crecer desgarró el paisaje y además deseamos cambiar hasta la nostalgia que nos hizo regresar, inútilmente.

Muchas veces sentí a Lennon, antes y después de morir asesinado,  en mi casa de Carmen Aurora Uria, en el estado venezolano de Vargas , frente al mar Caribe, junto a mi hermano Oscar, melómano prodigioso y sensible al amor universal. Él creyó (como muchos) en su sueño. Los que no lo profesen están más muertos.

Oyendo la canción, a su lado, mientras colocaba la aguja de diamante en el tocadiscos, con los ojos bañados de la luz de las lágrimas, supe que estábamos un poco más cerca del cielo.

Todavía lo sostengo como la mayoría cuerda, como Al Segar,  aunque los diez locos que nos gobiernan y las quinientas familias todopoderosas y dominantes del planeta, trabajen por hacernos creer que la destrucción del ser, es el único camino a seguir.

Lo perdurable es lo bueno. De lo negativo no recordaremos nada, cuando germinemos, la semilla cuántica (espontánea e instantánea) por la cual vivimos y respiramos. En este presente, apenas la rozamos.




Los sueños de las jóvenes que van hacia las grandes ciudades quedó reflejado en ese espacio cinematográfico encumbrado hasta la saciedad en las películas románticas, en el poema, Grand Central Terminal:

“… convencida de traer consigo,
desde donde quiera que venga
la fórmula para triunfar en la gran manzana…”

Hallar en las calles de esta gran ciudad al joven español que tenía el sueño de hacerse músico, sobreviviendo con su guitarra, tras lo que parece ser el rudo paso del tiempo, también fue otro de los milagros vividos por Alfredo, en Manhathan.

“No merece la pena desenterrar fantasmas…” escribió sobre El sueño de Bobby, en un guiño que podemos reinterpretar, en el aliento nada cohibido de la memoria.

A Al Segar esta isla le indujo el deseo creativo por contar; por hacer el amor, por sentirse vivo, necesitado y colmado, a la vez.  Dedicado en El Verso de Manhathan:

“… poemas extirpados a mi viscosa fantasía.
Todos parecen salir impulsivamente de mi mano;
solo tengo que ponerla sobre el papel para que fluyan.
… Tal vez aquí sea donde se cumpla lo que algunos aseguran,
eso que dicen sobre que viajar ayuda a encontrarse a uno mismo…”




En el verso Lorcalizado, esa bendita condición espiritual que nace por escribir hace que se sienta Segar en deuda con el universo que le brinda esa rara y milagrosa condición de compartir:

“… en el profundo impacto emocional
experimentado en Nueva York,
y de que todo ello,
igual que debió sucederle a él,
me siento en la obligación de escribirlo…”

Compromiso que siempre agradeceremos los otros, los que estamos del otro lado, necesitando fluir, como la luz del sol, por los áticos maravillosos de las imágenes.

Todos los seres humanos alguna vez sentimos que no pertenecemos a la ruda condición que impone la realidad. Los artistas lo sienten primero que muchos, por ello el don que tienen lo van desarrollando para ir sobreviviendo y encantar a la intangible energía del universo.

Lorca, Lennon y la misma Gran Manzana no pertenecen a nadie y a la vez son de todos. Poesía, música y espacio que se retroalimentan.

“… en la abigarrada densidad de esta ciudad
ruidosa pero relajante;
actuando sobre mis sentidos
como turbadora estimulante emocional.
No me siento tan viejo como en Barcelona,
ni tengo la sensación de desperdiciar mis días.
Tan solo tengo ganas de descubrir
por donde le voy a pegar el siguiente bocado
a la gran manzana…”

Al salir de allí de la magia o la suciedad, de la paz o la violencia también reconoce el cierre de un capitulo que le remite al cotidiano:

“… somos los mismos figurantes en diferente escenario,
ganándonos la vida en lo que podemos…”

Las imágenes icónicas de Nueva York saciaron al turista que reconoció sus símbolos. Las extremidades de la ciudad quedaron intactas. Mejor así. La inocencia tiene mayor trascendencia.

A la autoría de Penn Station hay que sumar las colaboraciones de Agustín Gálvez, productor del CD, Martin y Plata, y la voz que va llevando los poemas, Jesús Vera.







LONELY STRANGER (Al Segar, poema 7 de Penn Station)

Tendemos a ensalzar, a idealizar, a encumbrar lo que nos sorprende.
Suele suceder entre tipos como yo,
los de disciplinada e intrascendente existencia.
Llego a Nueva York con mi generosa visa, mi obtuso hechizo,
y la personificación nacional del tío Sam en mi subconsciente;
barras y estrellas ondeando en mis sueños a cabezadas
de vuelo transoceánico, turbulencias, menú de aerolínea y jet lag.
Primer contacto de forastero con autóctonos estadounidenses.
Tiburones de ciudad. Tipos enormes. Hamburguesas grandes.
Tipos enormes
devorando hamburguesas grandes
como tiburones de ciudad.
Me dejo llevar por lo idealizado;
por el imaginario esplendor de lo desconocido;
con el bolsillo deseoso por gastar en productos yanquis,
y mis manos ansiosas de mercancía americana,
eso sí, made in China
como el Tag Heuer falsificado
que acabo de comprar en Chinatown.
Cuando templa mi entusiasmo
y se suavizan mis ideales de grandiosidad
aparece cual Jekill y Hyde,
la doble personalidad de mi alter ego,
el analítico, el crítico, el moderado;
el censor de lo averiguado;
el presunto investigador sociológico
que pretende alcanzar conclusiones de pensador;
ese Al Segar observador, inquisidor y juez,
que escribe siempre fustigando procederes,
utilizando la pluma
como escalpelo que disecciona conductas y prácticas
a modo de presunto cirujano social
dedicado a sancionar ilegítimamente vidas ajenas
en lugar de poner en orden la propia.
Poco tardo en desmantelar mi matrix,
mi exclusiva colección de esquemas neoyorquinos
hasta ahora tan solo visionados en películas y series.
Unas pocas horas me han bastado para capitular conceptos.
Conjeturas, sospechas y dudas
exhibidas ante mi atenta mirada de desorientado forastero,
de efímero visitante deslizándose entre las ruidosas calles
con pasos prudentes sobre las desconocidas aceras
de una cautivadora ciudad,
de un seductor país.
Pero mi natural ascetismo acude con su habitual empeño
pidiéndome el alejamiento de las masas,
exigiéndome huir del acelerado torrente humano
que parece arrastrarme en dirección contraria a la prevista.
Necesito más calma, más tiempo para asimilar;
una tregua emocional.
Al Segar me pide bucear en otras aguas,
reclamándome profundizar en las entrañas,
instándome a investigar sobre otros asuntos
que el despreocupado turista prefiere eludir.
Necesito descubrir, analizar, razonar,
poder escribir sobre algo substancial.
Mi maldita vena literaria de nuevo al acecho.
Indago en mi guía de librería.
Creo haber encontrado lo que busco.
Despliego mi mapa de turista.
Estoy cerca. Me sitúo.
Me oriento, y comienzo a caminar.
Llego al Meatpacking,
en el histórico barrio de Greenwich Village,
cuna de la generación beat,
al oeste de Manhattan, cerca del río Hudson,
antes una zona de mataderos, ratas y extraña fauna humana,
hoy lugar en boga con su highline,
sus restaurantes de moda,
y sus locales de ocio nocturno para gente guapa.
Pero entre tanto glamour y derroche
todavía se pueden encontrar descompuestos callejones,
reminiscencias del pasado sobre cuyos adoquines
se reflejan las mágicas luces del atardecer.
Escucho una triste canción.
La reconozco. Me gusta el blues.
Se trata de Strange fruit de Billie Holliday.
Me acerco. Sí, ahí está lo que busco.
Una vibración me recorre el espinazo.
Un viejo callejón, unos deformados cubos de basura metálicos,
la puerta trasera de un restaurante, una huérfana farola,
y bajo las escaleras de incendio de un nostálgico edificio de apartamentos,
junto a un charco oscuro como su piel
le veo sentado en un desastrado sillón con su guitarra.
Me ignora. Continúa cantando.
Me siento enfrente, en el bordillo de la acera.
Lo hace realmente bien.
Concluye su música. Le aplaudo.
Me mira.
Me sonríe con una reverencia de cabeza
descubriéndose de su rancio sombrero.
Es viejo, de canoso cabello ensortijado,
gafas oscuras y desaliñado en el vestir.
Se cubre de nuevo,
humedece los labios con su lengua,
ajusta las clavijas de su guitarra
y comienza una nueva canción.
For you, me la dedica con su rota voz negra.
Sus expertos dedos desgranan con habilidad los primeros acordes.
Se trata de Lonely stranger (solitario forastero) de Eric Clapton.
En el punto preciso empieza a cantar.
Me quedo atónito escuchándole,
ajeno a todo,
piel de gallina,
disfrutando del momento,
de su talento, de su arte,
de no necesitar nada más para ser feliz.
Me siento satisfecho y confiado
con absoluta seguridad
de haber encontrado algo substancial sobre lo que escribir,
mientras la noche cae a ritmo de blues
sobre las fastuosas calles de Manhattan.

Enlaces:

https://youtu.be/tIEj9k0Hcd8

http://alsegar.blogspot.com.es/p/el-secreto-de-la-daga-de-los-7-dioses.html

https://josocsantboi.wordpress.com/tag/alfredo-segarra/

https://lletraferitsdesantboi.wordpress.com/category/relatos-de-alfredo-segarra/ 



domingo, 4 de febrero de 2018

Henry Mujica: Altar de la memoria




Henry Mujica es un artista que sabe de permutaciones. De su natal Pedernales (Delta Amacuro, Venezuela), podemos decir, saltó a Nueva York, donde estuvo alrededor de diez años.

La inquietud creativa intrínseca y la constante búsqueda en cada ser humano, son nutrientes.

Quizás, el trazo final que completa una obra, viene siendo el zarpazo para la siguiente. Por beatitud, ninguna pieza está completa y en el cuadro a cuadro magno de la vida de un pintor, entendería su dimensión, acaso un ser excepcional, capaz de ver la totalidad como si fuera cielo abierto.

Su samsara evolutivo. Tejido de resplandores y sombras.

Comenzó en Valencia (estado Carabobo, Venezuela) enamorado de la gestualidad, del teatro, de los ensayos con el maestro Eduardo Moreno; pero, muy cerca de allí, estaba la escuela de artes plásticas aguardando el aprendizaje de grandes maestros, historia del arte y  técnicas.

Hay poesía en los cuadros de Mujica. Difumina y alardea del color a su antojo. Resiliente, el pincel de su mente se transporta para ir dejando las huellas de sus protagonistas. Una novia, un toro, parejas, floreros o paisajes. Primeros planos  que dejan su latir en el espejo del lienzo, susurrando al espectador.

Sus paisajes bajan por el ancho río para reflejarse como si siempre estuvieran sumergidos en agua. El Delta venezolano,  se le cobijó en los ojos. Atravesar una y otra vez un afluente en curiara, para llegar o irse de casa, es baño a los sentidos. Cambios de luz constantes en la superficie. Fondos no siempre cristalinos, cargados de sedimentos, hablan de lo desconocido, de la cautela, como los lienzos de Mujica, quien  asoma visiones sutiles, rescatadas de la memoria.




Aguas manchadas, arrastrando residuos de lo que parecen grandes episodios, lejos de allí, recordando la vulnerabilidad del futuro. Los matices de la luz natural, tras las torrenciales temporales, con el sol que aparece minutos después de la lluvia, entronando su fuerza, tras el débil momento sentido; potencian el alma del paisaje.

La exuberancia tiene y entrega poder. Y el Delta del Orinoco parece que a veces marcha al revés, por lo que hay que vivir en un estado de alerta permanente al que hay que saber entender, para sobrevivir.

Imposible hablar de Henry Mujica sin mencionar a su hermana, Elba Damast, segunda madre, que como su progenitora Lilia, oriunda de la isla de Trinidad, muy cercana a la plataforma oriental de Venezuela, dejó en sus venas de artista y hombre, profunda huella.

Damast, de impecable trayectoria tanto en su obra pictórica como en sus instalaciones, lo llevó a Nueva York donde pudo germinar y acumular vivencias que lo llevaron a ser el aliado desprendido que es, entendiendo la diversificación de los estilos de vida, plenos en el mundo de los artistas que saben compartir la vida cuando hay abundancia y carencias, por igual.

Los corazones que tanto le gustaban a Elba le nutrieron tanto en pleamar como bajamar, para acumular y desplazar el compendio de afectos por comunicar, frescos y vivos, en el altar de la memoria. 

Uno de los personajes centrales de la variada obra de Mujica es la mujer vestida con traje de novia que aparece como principio de una fuente de imágenes. Sosegadas, en los diferentes cuadros han enfrentado al público, con introspección. No parecen estar nerviosas ni delirantes. Son serenas mujeres, con ilusión, candor y espera eterna. Desprendiendo recuerdos que él va espolvoreando por el resto del lienzo.

Cuando su brocha dibuja el bulto de un toro, la mancha negra lejos está de horrorizar, porque algún color contrastará Mujica para devolverle fulgor. Asoma el coraje en segundo plano del lidiador porque también en él hay un juego de planos, volúmenes y artificios para dialogar en el lenguaje grácil por él organizado.




Hay trazos gruesos que en la perspectiva de su obra emplazan el carisma de los colores que siempre revolotean en la mente para atraer miradas, recuerdos y esa conversación íntima que intenta entablar con el espectador de sus pinturas.

Su obra es atractiva. De dimensiones grandes en su mayoría. Una puesta en escena que captura signos para comunicar lo que hay que salvar del infranqueable fondo del río.

Sus marinas azules, sus rincones citadinos, sus plazas y toda la gama de creaciones estimulan la mirada dentro del espejo que siempre encuentran todos sus horizontes.

Ahora vive con su familia en España. En un espacio amplio donde pinta con la libertad y la fuerza que ha mantenido hasta ahora, rodeado de la complicidad de todos los suyos.

Su forma de hablar es precisa. Escucha atentamente. Cuida lo que va a decir. Busca exactitud en sus palabras.




Marisol Pradas: ¿Cuándo nacen tus novias, que cuentan ellas en el lienzo?

Henry Mujica: Las novias están en mis lienzos desde 1978. Fue un encuentro con mi madre, ya fallecida, empezó a contarme las vivencias de la mujer como símbolo de la vida misma, recreando el ambiente en torno y crítica social a la vida.

MP: ¿El mundo onírico presente en tus cuadros, pertenece a esa necesidad de entremezclar símbolos donde no puedes colocar palabras?

HM: Los símbolos son recreados para continuar el lenguaje, dar movimiento, de ahí mi inclinación sobre el teatro.

MP: Los que conocemos el Delta del Orinoco podemos intuir en tus trazos la importancia de las aguas en tu obra…

HM: Mis paisajes son recuerdos de Pedernales. Mi infancia transcurría en esos paisajes grises y húmedos, por eso siempre pinto los reflejos de paisajes mojados, pero muy alegres.

MP: ¿Qué te dejó Elba Damast como artista?

HM: Mi hermana Elba dirigió mi camino y la disciplina del pintor. Con ella aprendí mucho. Fue el impulso que todo artista necesita en el mundo del arte.

MP: ¿Es importante la textura al momento de presentar tu trabajo? Yo la siento como solapada.

HM: La textura es importante para mí. Uno de mis tareas cuando estudiaba era practicar con muchos pigmentos; arena, para dominar métodos y poder ofrecer ciertos efectos. Era uno de los tantos quehaceres que me ponía mi hermana Elba cuando tenía 17 u 18 años.




MP: ¿Continuaste en el teatro después de tu experiencia en Carabobo?

HM: En el teatro empecé casi igual que en la pintura. Duré muy poco en la escuela Ramón Zapata  porque en el año 1976 me marché para Nueva York, con la fortuna de que me topé con Abdón Villamizar, dueño y director del Teatro Itati, un venezolano, residenciado por muchos años allí. Al momento de visitarlo estaba ensayando una obra el director mexicano Milos Salazar y hacía falta un actor secundario para que el actor principal continuara con sus movimientos. Me pidieron ayuda y terminé con el papel. Después continué con el teatro El Portón, uno de los teatros latinos más importantes, Off-Off Broadway. Allí estuve con Mario Peña con una obra que la dirigió el argentino Delfo Peralta. Mientras pintaba en el día trabajé en las tablas por las noches. Así nació mi teatro de bolsillo, improvisando obras teatrales frente a mis amigos, con mis hermanas, con la pieza teatral, Juego a la hora de la siesta (Roma Mahieu).

Luego escribí Jaulas Vacías que se estrenó en el Ateneo de Valencia en 1982, donde actuó el artista plástico José Coronel, encargado también de la escenografía.  Muchos pintores estuvieron conmigo,  como Héctor Ernández y Rubén Calvo. Después escribí y dirigí también El Hombre Morrocoy, que se estrenó en el Teatro Municipal de Valencia. Tengo una obra que aún no he la he montado, que se llama Confieso, trata sobre la creación de un Jesucristo falso, para engañar a la humanidad.




MP: ¿Cómo sientes el arte venezolano ahora desperdigado por el mundo?

HM: A lo largo de mi camino, por diversos países del mundo y grandes ciudades me he encontrado con muchos pintores venezolanos que siguen trabajando sus propuestas. Esa trayectoria, buscar y sobrevivir en las pocas galerías que pertenezcan a tu estilo, es loable. He sentido satisfacción al compartir y saber que su lucha suma mucho en el futuro de la trascendencia del arte. El camino es fuerte y todos los que están fuera de Venezuela son reconocidos por  su constancia y disciplina. Todo ello me estimula al igual que a los jóvenes artistas, en su huida, porque en Venezuela la situación para los artistas se ha vuelto muy difícil al momento de sostenerse: no se encuentran ni calidad ni materiales para poder elaborar sus obras, con sus respectivas técnicas.

También las cotizaciones han influido para que el arte se transforme en un mercado que no favorece a ningún artista venezolano.

MP: ¿Por qué los caballos de carrusel en tus obras?

HM: Recuerdo mi primer circo allá en Maturín, tenía yo seis años. Estaba entre el miedo y la alegría. Eso marcó mucho lo circense en mis obras: ¡Los caballos son mis símbolos de libertad! Recuerdo en New York me llevé a mi sobrino Takeru al Madison Square Garden a ver los acróbatas en los caballos. ¡Ahí en mis obras están contando historias ancestrales! Mi hermano Humberto que también es pintor me decía: ¡viene un circo, Henry!

En mi casa en Valencia, antes de yo pintar, la frecuentaban mucho Wladimir Zabaleta, Marc Castillo y Rafael Martínez, entre otros, ya que eran compañeros de mi hermana Elba Damast. También iba mucho a mi casa Leonardo Salazar.

Mientras, nosotros, mis otros hermanos y yo,  hacíamos muñecos de barro y juguetes de cualquier material. Éramos catorce hermanos.

Una familia numerosa. No podía ser distinto con ese río tan ancho, roto, que es cualquier delta, con las características propias de cada uno en sus diversas geografías. Para Mujica las aguas resucitan cada vez que empieza a pintar esa nada blanca o fondeada que es un lienzo. Días antes ya lo ha soñado o se le empieza a revelar frente a sí. En todo caso, trae la fuerza y el enigma. El amor se fuga a los rincones plácidos de la emancipación.






Fuentes consultadas:



http://rogallery.com/Damast_Elba/damast-biography.html