Ojalá la guerra quedé ya en la memoria de los museos |
Justo el domingo 12 de marzo, antes de la entrega de los premios Oscar mi madre y yo vimos la película alemana Sin novedad en el frente que terminó ganando cuatro los nueve de galardones a los que estaba nominada.
Mi madre reconocía la película
porque enseguida que se la nombré quiso verla (creo que confundiéndola con
otra), más aun cuando le dije que se podía llevar varios premios.
Sin embargo ambas rompimos
una promesa: no volver a ver películas de guerra.
El remake de esta cinta
antibelicista está, por supuesto, muy bien logrado, y mientras la veíamos si
sabíamos que iba a ganar la banda sonora. Todo un acierto capaz de esbozar
múltiples emociones, cuadro a cuadro.
Pasó igual cuando dijimos
que ya no íbamos a ver más largometrajes sobre el genocidio judío después de la
cinta de Steven Spielberg, La lista de Schindler (1993), obra maestra para
cerrar tanto sufrimiento. Años después reincidimos al ir a ver el dolor de El
pianista (de Román Polansky), en 2001.
Sin novedad en el frente
enseña hoy más que nunca la inutilidad de una guerra y la inconciencia de los
hombres en puestos de mando.
La nueva adaptación de la
novela homónima del escritor alemán Erich Maria Remarque, cuenta la historia
que ya todos conocemos desde un realismo sobrecogedor que solo permite vaciar
la mirada para entender lo que hoy por hoy se vive en Ucrania y demás países de
la tierra, donde han distribuido armas
para mantener a mafiosos, milicias al margen o no de la Ley, y todas las
variantes posibles de batallas que arrastran lo peor de la llamada condición
humana.
Si se entiende que todas
las películas son antibelicistas habrá que entender muy bien que en nada nos
ayuda la animación constante sobre conflagraciones.
Ver cintas sobre guerra no
nos hace más pacíficos así como el constante tema sobre la venganza no nos ha
hecho más compasivos. Por el contrario, forma parte del virulento desarrollo de
lo que parece ser una infección trasiega y contagiosa, repetida por todos los
medios que van diseminando y aumentando semillas de nuestra violencia y propia confusión.
Casi todo lo que hemos creamos
(libros, pinturas, música, obras de teatro, joyas y hasta comida) están basados en lo mismo: guerras, historias truculentas,
egoísmo ilustrado, conspiraciones y represalias.
Las historias que empiezan
a marcar diferencias, hablan de cómo alcanzarnos en nuestra verdadera
dimensión, llenan de optimismo nuestra inestable balanza emocional.
Pero mantenemos un
desbordamiento patético: inundados de películas de guerra ansiando la paz y
creyendo que con libros que recrean la misma miseria podremos encontrar la tan deseada
armonía vivencial.
Escuchando la otra noche
en los espacios de Santana Art Gallery, al profesor Juan Ignacio Hernáiz
Blásquez (autor de Los ojos de Velásquez)
su charla sobre Francisco Goya y después de repasar todas sus obras, sus
grabados excepcionales, la inmensidad de sus pinturas negras y sus famosos lienzos
sobre El 2 y 3 de mayo en Madrid, tuvimos el imperioso ruego de que las guerras
solo queden como recuerdos en Museos…
Pero también sabemos que
ni siquiera estarán allí en la trascendencia que tarde y temprano nos
alcanzará.
Así como hemos ahondado en
el dolor, tendremos que socavar al amor, que además nos sostiene, día a día.