jueves, 4 de agosto de 2011

La esquina de las gaviotas

Estaba en el pueblo de Alpistar, de cinco calles, subiendo hacia una montaña que hace de gruesa cárcel, una noche en la que no dominábamos camino alguno porque llevamos mucho tiempo sin visitarlo, cuando a las orillas de un enorme hueco había un conjunto de mujeres rezando.

Eché marcha atrás el vehículo porque no se podía pasar y tuve que dar varias vueltas para poder ingresar de nuevo al lugar donde iba.

Después de saludar a los paisanos visitados, intercambiar ideas muy elementales sobre la salud de los más viejos y los más pequeños, en ese estricto orden, quise salir a respirar y curiosear lo que habíamos visto casi de forma fantasmal cuando llegamos.

Cuando manifesté mi deseo de ir hacia allí todos se rieron y me dijeron una cosa más insólita todavía. Al lugar lo llamaban la esquina de las gaviotas.

Como estaba bastante oscura la calle  al mirarla hacia abajo donde creía estaba el colosal hueco que impedía el paso y que se había convertido en una especie de altar, decidí acostarme. El sol es la mejor invitación, al día siguiente, para ver las cosas mejor.

Tras el desayuno colosal, porque cuando la invitación es buena y leal con la memoria está doblemente agradecida, decidía aventurarme y noté que nadie quería acompañarme. Disimulé un poco y caminé hacia allí.

De lo espectral de la noche no quedaba nada. Solo un hueco bastante profundo, grande, que casi rozaba las dos aceras y carro alguno por allí no podía pasar. ¡Menos mal que lo estaba velando porque haberse caído allí hubiese sido casi mortal!

Me dirigí entonces a la bodega de Anselmo para ver qué más podía averiguar. Lo encontré más viejo, más cansado y mucho más callado que de costumbre. No me reconocía y de allí su aspecto más huraño que como lo recordaba.

La esposa, Fátima María, si me saludó con mucho cariño y me dijo que Anselmo estaba muy distinto desde que le había dado un pequeño infarto y estaba sometido a una dieta que lo tenía de muy mal humor.

Con ella no hablé del asunto que eme tenía intrigada y decidí irme de excursión con el grupo de la casa que esperaba,  por las montañas llenas de cuarzos ahumados. El grupo era divertido, algo lento, tomaban demasiada agua a cada rato, pero se hizo el camino corto, sudoroso y hambriento también, después de las dos horas de intensidad, calentando por un solo que parecía no haber salido desde hacía tiempo.

A continuación de un día encantador donde hubo recuerdos, canciones, y una parrillada con todos sus aderezos, le pedí a un primo que me acompañara a la montaña que estaba por la parte de atrás, variada de colores de tierra, rojos y negros. Desde allí podía divisarse muy lejos el mar pero era notorio que hasta allí llegaba su olor, combinado en todo el alrededor, ciego; incandescente.

Al atardecer fui a la esquina de las gaviotas. Ya no podía más. Un grupo de mujeres se habían colocado más o menos alrededor del hueco, como lo recordaba. Alguna cantaba, otras las seguían. Invocaban rezos, con toda la sonoridad de la letanía; echaban agua bendita.

Entendía poco de aquello pero en Alpistar las cosas eran así, de siempre. Allí hay como un tiempo detenido, unas horas que no pasan, un hechizo que regresa una y otra vez.

En el grupo había una niña que decía ver como del hueco salían gaviotas y de allí el nombre de la esquina en la que se encontraba un hueco que de no repararse se fue haciendo grande como la noche o así parecía cuando todos se iban y se quedaba la soledad en el espacio.

El resto del pueblo se burlaba, hasta en la misma casa de mis familiares lo tomaban todo el asunto como una cosa de la rutina del pueblo, lleno de cuenta-cuentos, artistas y hombres embusteros. Lo último lo decían las mujeres que ya no creían en ellos. Mas que hombres mentirosos lo que había eran machos con mucha imaginación al momento de inventar donde se perdían en la noche, casi siempre cerca del río, donde hay una casa con rumba hasta el amanecer.

Pero fue José el que me dijo la verdad de todo. Lo que él pensaba que sucedía. Al calor de una velita encendida a la Virgen María, comiendo un pan relleno de queso blanco con mortadela, me contó que las gaviotas venían al pueblo desde hacía mucho a hacer sus nidos en la montaña y que él no creía que salían del hueco como había visto la niña pero que en todo caso era un buen augurio para Alpistar la visión de la pequeña.

Bonito era pensar que así suceden las cosas y quizás por ello allí, aunque tampoco se reparen huecos, por lo menos de ellos, salen sueños (04/08/2011).-  

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