jueves, 2 de junio de 2011

José Francisco

Comenzaron a dragar el mar y José Francisco no daba crédito a lo que veía. Grandes maquinas, grandes recursos, enormes voluntades para domar lo indomable. Y la arena repetía siempre las aguas. Y las aguas se repetían en arena. Miró durante muchas horas el terco movimiento de los hombres intentando agrandar un boulevard. “Terco movimiento” repitió y se dijo para sus adentros, mientras echaba a la mar un anzuelo corto para pescar algún pez que se convertiría en pescado en la olla pequeña que tenía para prepararse apenas un caldo con algún ñame y plátano verde; cuando mucho una batata que siempre le gustaba porque agregaba dulce a su paladar que a veces pedía además de caldo la textura cremosa que proporcionaba el almidón.

Los huecos profundos empezaban a derretirse porque parecía un trabajo de tontos. Mientras más abrían menos se podía controlar aquella orilla, apenas unos centímetros de toda la titánica labor que tenían por delante.

Atrapó unos peces que los devolvió inmediatamente. Eran corronchos. No solo eran feos sino que al hervirlos soltaban un gusto amargo, aparte del olor que parecía nunca irse de las cuatro paredes en las que vivía, frente al mar, un poco alto en la montaña.

Buscó en el tobo otro pedacito de carnada y al colocarlo se acordó de cuando era un adolescente y el mar en un claro arrebato de furia hizo que se clavara el anzuelo. Desde ese entonces aprendió a lidiar con la corriente, agreste, demasiado concentrada en su trabajo, que le dio el aviso para nunca mas descuidarse. Apenas unos puntos y la vacuna en la rodilla por si acaso se le desarrollaba tétanos, fue todo lo que recordaba de aquel dispensario, de piso de granito, con polvo, con bastantes rastros de pisadas, que no terminaba nunca de mantener la asepsia necesaria.

Mientras se acomodaba el sombrero y pedía porque cayera un lorito, una palometa, algún palagar extraviado, un plomizo cataco o hasta una escurridiza picúa, veía como los hombres sacaban arena y  agua, y se hundían; para volverse a postrar.

Esa necedad. Esa constante necedad.

Se le movió el hilo y se le escapó una presa. Los peces sienten más que los hombres y estaba demasiado cerca de los movimientos de las máquinas tratando de ganarle al mar. ¿Ganarle al mar? Tarde o temprano su fuerza indómita se iba a manifestar aunque a veces fingiera que vencían seres humanos.

No quería alejarse pero si aspiraba un pescado en su olla debía apartarse de allí. Parecía que iba a llover y le tenía tanto miedo a los rayos que deseaba, ese día, haber tenido una lata de comida para aderezar una pasta para satisfacer su apetito.

Caminó con su tobo liviano aspirando la fuerza honda el mar, su azul, sus ruidos. Sus piedras eran besos a sus pies, ásperos y ruidosos, como los primeros que recibió cuando era demasiado joven para entender que había sido seducido por una mujer que más nunca vio, que se desvaneció en la orilla.

Pero sirena no era. Fue una hembra del pueblo que seguramente estaba como él muchas veces estuvo después, buscando sin hallar, porque fueron capaces de ser ciegos a su realidad. Todo el amor del mundo fue por el conquistado y al final fue hábil para echarlo todo a perder. Varias veces.

“Como aquella palmerita”, dijo canturreando, “estoy erguido pero solito… erguido pero solito”. Se animaba mientras sonreía para sus adentros.

Vio la sombra de un cardumen pero estaba alejado de la orilla. Veía saltar lo que parecían sardinas, pero tal vez eran bonitos o catalanas retozándole a la vida, llamando a la muerte sin saber y sin querer. Vida soflama muerte.

Cuando se vio alejado de las obras volvió a echar el nylon atado apenas a una maderita que manejaba con destreza.

Cerca estaba el río que volvió a su cauce. Los hombres lo desviaron, hicieron todos los trabajos, apartaron todos los obstáculos, asesinaron árboles; quemaron motores. Pasaron cincuenta años. El río volvió a su cauce.

“Siendo tan inteligentes esos japoneses, ¿cómo se les ocurrió construir una central nuclear tan cerca del mar?”, pensaba y se preguntaba José Francisco, con la cara cubierta de sol y de salitre, mojada porque cada vez que podía echaba agua de mar a su piel, curtida, cansada, brillante, como luz de atardecer.

Picó un loro. Bello. Más verde que azul. No era tan grande pero tampoco pequeño. Se contentó para sus adentros y le pidió, a la postre, la bendición a la mar.

De regreso vio a los hombres en el mismo punto donde los había dejado. Un hueco que no era profundo, se había vuelto ancho; se había roto ya cientos de veces; y entre la frustración del grupo de trabajadores, vio que lo menos se habían metido a bañarse, pese los llamados amenazantes del capataz que no podía sacarlos del agua.

“Por lo menos la mar los calma y los perdona, y nos enseña, a todos por igual”, cavilaba José Francisco, a su paso, ligerito, hacia la montaña, donde el suculento sancocho se le iba acercando a su boca y le iba a desgranar el alma, una vez más (02/06/2011).-

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