domingo, 8 de abril de 2012

Todas las formas


El sol estaba pintado en la pared. Redondo con palitos cortos y largos, alrededor. Claramente infantil, en tiza blanca, sin color, no había sido dibujado por ningún niño, eran trazos adultos, algunos con mayor determinación que otros. La redondez no era exacta. Faltó el compás que ejecuta perfecto el círculo.

Pero Alina no dudó en meterse a través de él en un viaje que no sabía de tiempo y que era mucho más exigente porque además debía recrear el color. No lo pensó, lo hizo por la sola necesidad de colgarse en el infinito, en la búsqueda deseada, sin otro objetivo que ir viviendo, solo que de modo distinto.

Al principio vivió el gris, poco contraste, una espesura; una neblina que le iba a cada paso nublando los ojos. Ella siguió intacta, sin desvariar por un segundo. Supo entonces que la locura existía, que ese grado de indefinición conduce a muchas locuras, a mucha soledad; dolor; decadencia.

Lo fue traspasando lentamente, sin saber de horas, espacio o tiempo. Tuvo un breve dolor debajo del vientre y le llegó el color rojo, intenso; fulminante. Le fue subiendo desde el primer punto energético hasta la garganta. Mareada, feliz, con los ojos inyectados, iba hacia el anaranjado, desposando al calor.

Esa efervescencia también la nubló sin humo. Fue un barrido rápido hacia otra luz que comenzaba de arriba, no como el rojo, que se abrió desde abajo. Comprendió que había una especie de gravedad a su lado, producto del delicado viaje que se había trazado. Reconocía su conciencia, lo lejos o cerca que estaba, sin reconocer dónde.

Del naranja salían olas suaves, ondeantes; muy luminosas. Tenían una fragancia seca, tenue; cambiante como el círculo en el que estaba. Salpicaba y ardía el color. Puntos de agujas que se expresaban sin exactitud.

Un mezcla interesante se fue formando, del naranja creció un rosa muy oscuro que se conjugó con el tono de la miel acida para luego derramarse en magenta. Alina comenzó a sentir un hormigueo en la piel, una especie de éxtasis transpirando por los poros y aunque aún estaba dominada por sus pensamientos urgía adentrarse aún más en esa nueva dimensión.

Largo en vez de corto fue ese tiempo que anduvo serenando los colores en su mente. Sabía que era imposible describir la espontaneidad viva, el magnífico encuentro de las luminosidades internas.

Poco a poco se fue regresando, la incursión era la adecuada. Cuando estuvo preparada vio de nuevo el sol pintado en la pared, ingenuo y descolorido.

Era en la tarde del pasado mes de marzo, mes que se repite, como los otros, todos los años, solo que este tercero tiene del llano su aroma y de la luna su lado desconocido.

Llano de luz, llano de encuentros. La tierra, sus voces, sus ríos, sus cercas. El resplandor que se hace polvo y el polvo que se hace resequedad y silencio.

Luna que  busca haciéndose espejo. Guía las aguas, las orillas y las mujeres que viven en el fondo. Por eso ellas se esconden internamente en los pliegues del plancton y seducen todas las representaciones posibles de la luz.

Vuelta a la pared, Alina tenía que cocinar, recoger la ropa, ir al automercado, pagar la electricidad; buscar a sus dos hijos; y tratar de empatar los las telas multiformes con que estaba cociendo una antigua colcha como le ensayó su bisabuela Martica, que ya sin ver, no paraba de hacer esas maravillosas cobijas que olían a arte y seducción hogareña.

Pero nunca le quedaba tiempo para lo último. Se dormía, cansada. Arropada en el sofá por su esposo, Luis Carlos, quien sabía que ella era a la cama, ya de madrugada, para ir de lleno al fuego de la piel.

Cuando quedaba en las mañanas a solas, Alina, intentaba regresar al sol de la pared. No siempre lo conseguía y como ya sabía el camino trazado no se confiaba de la experiencia.

Así era que había ido entendiendo muchas cosas, con ese simple dibujo, inarmónico y pintado tiempo atrás como recordatorio de que somos hijos de ese astro y en vez de avivarlo lo vamos despintando a cada paso por la vida.

La lavadora empezó a hacer sus ruidos, sus movimientos circulares. Bebió de un vaso el agua que la regresó a su embriaguez de sol y de luna.

El magenta es un color difícil de olvidar porque su trasmutación viaja del cielo a la tierra y no viceversa, aunque nazca aquí abajo muchas veces. Aunque antiguamente lo relacionaron con la sangre derramada vieja, Alina sabía que nada tenía que ver esa comparación, que la suya era la autentica, la necesaria; la correcta. Era el pequeño secreto que ella guardaba para sí aunque sabía que a kilómetros de distancia ello también se había producido (Notitarde, 08/04/2012, LECTURA TANGENTE).- 


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