Las enseñanzas
contenidas en el texto de Ramiro A. Calle, El
libro de la serenidad, conducen junto a sus otras dos obras, El libro de la felicidad y El libro del amor, a tener un
importante documento abierto hacia los cambios y la ineludible necesidad de paz
interior.
En el capítulo Te nombro mi maestro se extrae: “¿No es
cierto que toda fuerza unificada gana en penetración y eficacia? La luz, el
agua, el calor... y, por supuesto, la mente.
Pero si por algo
se caracteriza la mente es por su contumaz dispersión. La mayoría de las veces,
donde está nuestro cuerpo no está nuestra mente. Siempre se halla en el tiempo
y en el espacio, pero se resiste a concentrarse y permanecer en el «aquí y
ahora», a pesar de que el presente inmediato es la vida, pues como dijera Buda,
«el pasado es un sueño; el futuro, un espejismo, y el presente, una nube que
pasa». La mente se resiste y escapa de la realidad inmediata. Enredada en
pensamientos que la arrastran como el viento a las nubes, no cesa de divagar. Ya
uno de los más antiguos adagios reza: «Como está en la naturaleza del fuego
quemar, está en la de la mente dispersarse». Se la ha comparado por ello con un
mono loco saltando de rama en rama o con un elefante ebrio y furioso.
La mente pierde
gran parte de su vitalidad y frescura enredándose en memorias y fantasías. Ni
un minuto puede estar concentrada y así pierde mucha energía y permite que la
aneguen las aflicciones y las preocupaciones. Pero como la mente es la
precursora de todos los estados, es preciso ejercitada para que aprenda a ser
unidireccional cuando sea necesario. Es una disciplina que conduce al
equilibrio y al sosiego, activa la conciencia y desarrolla armónicamente la
atención.
¿Cómo
desarrollar la concentración, esa magnífica concentración del ladrón cuando
roba? Estando más atento a lo que se piensa, se dice o se hace. Estriba en
vaciarse de todo para saturarse de aquello a lo que decidimos estar atentos: un
amanecer, una caricia, el aroma de una flor, preparar una ensalada o dar un paseo.
La mente se abre al momento, fluidamente, sin resistencias, dejando fuera de su
campo todo lo que no es el objeto de su atención. Se requiere prestancia y
diligencia. Sin embargo, la concentración por sí sola no es suficiente. Es una
energía poderosa, pero puede utilizarse perversamente, ya sea para robar,
denigrar, explotar o de cualquier otro modo poco laudable. Por eso tiene que
asociarse a la virtud o ética genuina, que no estriba en otra cosa que en poner
los medios para que los otros seres sean felices y evitarles cualquier
sufrimiento, en suma, lo que cada uno quiere para sí. La virtud y la
concentración, es decir, la ética y la ejercitación de la atención, van
haciendo posible que emerja la visión clara y lúcida, o sea, la sabiduría.
Cuando la mente está atenta, la vida se capta
en cada instante. La vida no es lo que fue o será, sino lo que es. Sólo una
mente muy receptiva, y por tanto meditativa, puede percibir cada momento y
abrirse a él. El pensamiento forma parte de la vida y ocupa un lugar en la
misma, pero no es la vida y, además, es por completo insuficiente. A menudo el
pensamiento se ha desarrollado de tal modo y sin control, que usurpa el lugar
de la realidad y la persona piensa pero no vive. Vivamos la vida con atención
en lugar de dejar que ella mecánicamente nos viva. Asimismo la atención nos
ayuda a descubrir, conocer y examinar los estados de la mente, y esa labor es
un gran antídoto contra la confusión, el sopor psíquico y la neurosis.
La serenidad es
como un maravilloso pimpollo que se va abriendo cuando nos instalamos en la
virtud y la concentración. La virtud nos protege contra todo sentimiento de
culpabilidad y nos invita a pensar, hablar y proceder más amorosamente, lo que
nos hará sentimos mucho mejor. La concentración o alerta mental nos enseña a
disponer de nuestra mente en lugar de que ella disponga de nosotros, a pensar
en lugar de ser siempre pensados por los pensamientos, a procurarle a cada
momento o situación su peso específico, sin innecesarias urgencias o prisas neurasténicas,
sabiendo ralentizar y apaciguamos, comprendiendo que la vida no es tan sólo un
enajenante ir y venir que finaliza con un día irnos sin volver.
Concentrados,
con mente abierta y meditativa, fluyendo con los acontecimientos de la vida,
vivimos el presente. Unas veces es placentero y otras, doloroso; unas, dulce y
otras, amargo, pero es la vida deslizándose a cada momento. La mente,
concentrada; el ánimo, sereno; la actitud, compasiva. Si el ser humano gozara
de concentración, serenidad y compasión, este mundo sería un paraíso” (Lectura Tangente, 29/12/2013).-
Foto: vivianayoga.blogspot.com
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