domingo, 2 de marzo de 2014

Para mejor



La casa tenía un pasillo ligero. De apenas unos metros. Pero allí, sin cruzarse había tres puertas. Las de los cuartos y cocina. La del baño, la cuarta portezuela, casi estaba enfrente de una de las habitaciones.

Por allí corría el aire con mucha libertad y anunciaba  bien la salida de la casa o el pretexto al patio. Cualquiera era mejor que el cuarto, un poco pequeño, abarrotado de juguetes, dos camas, dos pequeñas y angustiosas mesas de noche que no podían contener casi nada y el espectro de unas lámparas que allí ya no estaban porque las había robado el último ladrón que entró a la casa.

Porque eran muy bellas, porque eran unas muñecas con luz interna, se las llevó, seguramente. Eso fue lo que pensé, siendo muy niña.

En la escuela a la que iba y regresaba sin cesar, que quedaba bastante lejos de la casa, porque las de cerca nunca me gustaron y no hubo forma que me pusieran a estudiar en ellas, conocí el teatro. Era burdo. No tenía cortinas y se veían a los actores fastidiados esperando su turno. Los ojos siempre se me distrajeron sin concentrarme en las obras, muy mal ejecutadas, exageradas y absurdas.

Por eso fue toda una novedad cuando me llevaron a un teatro en Caracas, siendo todavía adolescente a ver una obra para adultos que según mis padres “estaba en capacidad de entender”.

El escenario, las sillas, las cortinas, la antesala a los tres campanazos anunciando el comienzo de la puesta en escena, siempre me trajo visos del recogimiento que atrae toda oscuridad. En esos momentos, cuando todo quedaba en penumbras, segundos antes que se hiciera la luz y saliera el actor principal, más que palpitación o susto, tuve la serena impresión de ese pequeño instante sin cambio de circunstancias. Entre la luz y la oscuridad no hubo ni tenía por qué haber pavor.

La obra que vi, por vez primera, la entendí y nunca se me olvidó. Se hizo rutina ir allí a verlas y familiarizarme con ese mundo al que aprendí también a tener lejos de mí. Como los colegios que no me gustaban.

Todas las representaciones, poderosas, débiles, exageradas, imposibles se hacían reveladoras después que salíamos de allí y las reflexionábamos en conjunto.

Hubo piezas contemporáneas por las que aprendí a amar al teatro nuevo.

Al teatro de los grandes autores, los clásicos, le tuve siempre menos afecto a pesar de que cuando los leía les tomaba mucho más amor.

Esas divergencias siempre se fusionan para entender el enorme poder de leer y llevar, con la imaginación, lo escrito, al espacio mucho más allá de las cuatro tablas con las que se pretende encerrar una acción.

Tiempo y amistades  permitieron conocer las tramas tras las cortinas. El teatro por detrás. Los nervios, el coraje, las satisfacciones; las emociones, por sobre todas las cosas, que tienen todos los que están involucrados en este arte, que como todas las cosas del alma, intenta revolucionar el estado de las cosas, aún haciendo reír, con entronizada inocencia.

Testigos fuimos de obras que buscaron generar mucho ruido con insultos y pericias de reacción y otras que se acoplaron a las técnicas del verfremdungseffekt (efecto distanciamiento) que fue acuñado a Bertold Brecht, aún cuando el teatro chino era especialmente maestro en ello.

Por ello sabemos que el eterno símbolo universal, las máscaras, de risa y dolor, están compenetradas en los surcos de la piel de cada quien. Ellas corren hacia donde quieran porque sus dueños permitieron el dibujo que las revela.

Muy de moda de un tiempo para acá los monólogos y todo por la simple razón de que son menos onerosos.

Lo último es muy cierto pero ello atrae otro tipo de costo.

Los monólogos por otra parte en su mayoría son comedias y la reflexión tiene apenas un tantito… pero no culpemos a nadie… inundamos nuestro alrededor con lo que queremos.

El otro día le escuché decir a  Isabel Allende en una entrevista en un canal español que todo cambia para mejor recalcándole a la entrevistadora que era muy joven para entender lo que ella razonaba después de vivir todos estos años que le han permitido ejercer la literatura como oficio, reconociendo además su suerte, a la que, con humildad, ponderó más que su perfección como escritora.


Esa certeza, optimista por demás, es norte en la personalidad de muchas personas y es una afirmación luminosa en el desarrollo del ser.

Abajo telón: todo cambia para mejor (Lectura Tangente, 02/03/2014).-  

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