jueves, 26 de noviembre de 2009

Más poderoso

La casa no se había derrumbado, en realidad se llenó de lodo. No cedió. Solo la terraza estuvo impregnada y repleta de tierra seca por mucho tiempo. Un nieto suyo la fue sacando poco a poco durante todos estos años. Habían limpiado, echado manguerazos. No tenía por qué reprimirse el deseo de volver.

Colgada de un cerro de Macuto la vivienda no era ningún rancho. Cierto es que hay que subir una cuesta, que tiene diferentes niveles, pero ese era su lugar. Doña Francisca así lo decidió y se regreso de nuevo a su casa, casi diez años después del deslave de Vargas por muchas razones.

Primero porque ella está muy vieja, así lo siente en su cuerpo y sus piernas. Se ha caído varias veces, sus hijas la han puesto a brincar de un lugar para otro y ella, aunque agradecida y serena, no se siente bien en ninguna parte. Está lucida aunque se sabe mucho más débil que años atrás. El cuerpo, aunque cuidado con una alimentación vegetariana por muchos lustros y a base de muchas infusiones, ha manifestado sus quejas.

Con hijas, nietos y bisnietos, la vida se le ha vuelto un hálito. A los problemas les sale al paso. A estas alturas de su vida, todo tiene solución y todos ellos siempre están magnificados por sus protagonistas. El tiempo engulle y aflora. Ese es su ritmo.

No le gusta mucho la televisión y por eso poco se entretiene en los lugares donde ha estado a pesar de los cientos de canales disponibles y las películas que le compran para que se entretenga.

Lo suyo son plantas a las que le encanta bañar, la bella las once, que riega en los maceteros incrustados a las paredes: No los pudo ni sembrar pero con dedicación les echa agua todas las tardes, a las seis.

A pesar de estar en el litoral está ataviada con un suéter y un vestido sencillo. Su pelo recogido hacia atrás. La pulcritud de su sencillez asombra. Una mujer todavía buena moza, de piel morena oscura, ademanes fino, con sonrisa perenne en la mirada.

Lo segundo por lo que ella volvió a pesar de las críticas y la resistencia de sus hijas es porque ella quiere morir en su hogar. Allí está su cuarto y aunque está estrenando una cama ella misma la siente tan vieja como ella. Apoyada en su bastón tiene sus horas, sus minutos y controla, porque está muy delgada, los latidos de su corazón, vibrante en la piel del pecho. Ya no tienen la fuerza de antaño pero van seguros a su destino. No le tiene miedo a la muerte. Trabajó siempre muy cerca de ella en las largas horas que le tocaron trabajar, en horario nocturno, en el hospital de Vargas.

Hablarle a sus hijas de la muerte le ha resultado siempre difícil. Ni ella misma lo entiende pero sabe que todo se funde allí, por lo que quiere estar serena, sin afectaciones emocionales. No las quiere revivir.

Su casa, su hogar, aunque no pueda recorrerlo con la facilidad de antaño ni bajar o subir las escaleras que conducen a la avenida principal, ella lo prefiere así. Las paredes tienen ese recuerdo, ese gusto por la vida, del que ella no quiere desprenderse.

Alguna vez estuvieron colgados cuadros, fotografías y ahora están desiertas, pero ella puede ver lo que no está. Sin añoranzas.

La tercera razón es la más importante y secreta en su corazón. Desde la terraza vislumbra el mar, el azul que siempre vieron sus ojos durante el día; la nocturnidad de ese volumen vivo, cambiante; exorcizante, durante las madrugadas.

Puede sentir el viento que viene del mar, su olor impenetrable en los apartamentos de sus hijas, cargados con poderosos aires acondicionados, que le hacían entumecer aún más sus debilitados huesos.

Desde la ventana de su cuarto aunque no lo ve puede presentirlo y jugar con su imaginación. Sabe exactamente cuál era el temperamento del mar ese día. Calmo, bravo, juguetón, codicioso, generoso; guerrero.

A Doña Francisca en realidad poco le importa ya si la entienden o no. Había sido y aún es, su lugar, el escogido; el que recorrió con o sin rutina; al que ahora va de nuevo para cumplir con su ultimo objetivo.

Debajo del cerro, en la falda de esa montaña, decidió volver, darle un poco de sus impulsos añejos a la casa, de cinco cuartos desvencijados. No era rebeldía, ni sadismo, ni deseos de retar los designios de la naturaleza. Tampoco había acumulado coraje en su corazón y mucho menos dolor. Tampoco aspiraba reunirse con sus muertos en vida. Sabía que ese momento llegaría por si solo.

“Es un descanso que me estoy dando, mija. Lo estoy necesitando. Quiero recogerme por el tiempo que dure este tránsito. Quiero oler el mar que hasta ahora ha sido más poderoso que el lodo. Eso es todo”.

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