“Cuando el viento trae olor a muerte es mejor que te mantengas alerta, distante y colmada como si fueras la criatura más bendecida de este planeta”, decía hace ya mucho tiempo nuestra nana, la mujer más frágil y fuerte, a la vez, que haya conocido.
Blanca, de baja estatura, siempre con unas batas impecablemente planchadas, oliendo a fragancias dulces y vigorosas, ella siempre tenía una tela en sus manos, junto a un centímetro y las mil ideas que le iban de la cabeza a los pies. Porque caminaba mucho en esa casa que no era suya, porque siempre lo recordaba, ya que la de ella había quedado en el tiempo, perdida, en una isla a la que esperaba algún día regresar.
No le gustaban los días de lluvia y la verdad es que cerca del mar, el gris parece una tensa masa de hojalata que va comiéndose todos los anhelos. Tenía ojos claros y cuando se le ponían color plomo algo no andaba bien en su cabeza. Le aparecían fantasmas del pasado, turbias sensaciones de las que ella, parlanchina por naturaleza, no le gustaba hablar.
Vivió en India. No saboreaba recordar aquellos tiempos en los que muy joven estuvo trabajando para una antigua organización europea que ayudaba a los más débiles. Todavía recordaba la tortura de ir casi descalza por calles llenas de hambrientos, pisando una tierra demasiado seca, dócil, contaminada de subdesarrollo y desencanto.
Fue allí donde se enamoró de las telas, la enorme industria que allí crecía, con pobreza en los alrededores e hilos de oro, enriqueciendo el placer de unos pocos. Pero era joven, terca e ingobernable.
La vida le dio azarosas vueltas y ella siempre corrió en la cresta de la ola. Era una mujer viva, dinámica; capaz de conseguir lo más difícil; lo inaudito.
Después de esa experiencia “en la colosal nación de la pobreza” vino a vivir a una de las islas del Caribe y hasta donde sé fue inmensamente feliz. Se enamoró, tuvo sus hijos, con sellos de dos culturas nada frecuentes, pero ella supo como ir amasando la hiel de la incompatibilidad que siempre tuvo con la familia del abuelo. Había allí demasiada rabia ancestral y aunque el optimismo jamás se lo vencieron ella abandonó, a los años, cuando ya inclusive tenía nietos, el hogar frente a la playa, para venirse a Venezuela donde tenía una familia a la que poco conocía.
Fue en ese momento cuando entró en nuestras vidas.
Siempre que la veía tenía la impresión de estar frente a una religiosa. Lo era. A su manera.
Se levantaba muy temprano. Hacía ejercicios metafísicos. Tomaba avena muy caliente aderezada con canela en rama. Era ese olor el que despertaba. Comía muy poco y dormía mucho.
Inmediatamente se ponía a trabajar frente a la máquina de coser. Se las ingeniaba para que alguien, cualquiera que visitara la casa, le comprara telas, siempre de algodón, casi siempre blancas; nunca la vi con materiales oscuros. Tenía muchas facetas frente a su trabajo, era afanosa y muy productiva.
En uno de sus tantos viajes había estado en Japón. Había conocido de cerca a sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki. Sintió el terrible dolor insospechado, temible, sordo y desplazante de ese poder desatado contra unos pescadores absortos y bucólicos frente al enorme océano al que iban una y otra vez, diariamente.
Aprendió a no dejarse vencer por las emociones. Por ello fue, vino y regresó de cuantas experiencias le tenía deparado el destino. Nunca se quejó:
“Después de ver hombres derretidos, soy muy poca cosa para impresionarme”, dijo una vez que estaba melancólica y adolorida de las piernas.
¿Hombres derretidos? Como el mismo hierro de un parque de niños, que quedó inútil para el juego, alerta para el recuerdo de esa colosal furia desatada contra inocentes; en nombre de la guerra de los hombres. Monumento de turistas.
Ella tenía un temblor en el cuerpo que me asustaba. Siempre lo relacioné con la bomba nuclear, aunque ella no estuvo en ese país mucho tiempo.
Su supervivencia siempre estuvo relacionada con el mar y la muerte. Ella un día me lo dijo creyendo que no la entendía, por la edad y porque creía que era poca la atención que le prestaba, pero ella era capullo en mi mente; de niña; y después de adolescente.
Ella se marchó de nuevo a su isla caribeña. Allí murió. Está enterrada en un cementerio holandés. Antes de marcharse se despidió con bastante ternura. Me dedicó una semana en la que me habló de muchas cosas, me dio consejos que apenas entendí y otros que aprisioné en mi conciencia.
Ella tuvo con la muerte el mismo trato con que se hace un ojal y luego se inserta el botón. Así lo sentí cuando por primera vez me habló de Japón y asistí a su entierro, una tarde de lluvia, en esa isla que más nunca volví a visitar (Notitarde, 20/03/2011, Lectura Tangente).-
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