Caminando y buscando con la prisa que ofrecen esos días, en los que no hay nada que desaprovechar, y atendiendo el rito de encontrar lo afortunado en casi todo, compré un par de pescados muy cerca de un malecón donde una mujer los vendía sin perder la vista a la mar. No esperaba tsunami alguno porque desde hacía tiempo había llegado, a juzgar por los cuatro pedazos de tablas de su improvisado kiosco de venta.
Bonitos y grandes estaban los pescados y ella los ofrecía con tanto orgullo que los acarició buen rato después de descamarlos y pasarlos por un agua que en nada era cristalina, como escurriendo el alma final, en un gesto amoroso, por demás.
Al entregarlos y cobrar suspiró. Parecía que se estaba desprendiendo de algo importante, pero enseguida su rostro cambió al divisar otro bote que le iba a traer mercancía fresca y tan buena como la que acababa de ofertar.
- Vienen unos pargos más grandes y palagar.
La faena fue copiosa. El oleaje no dejaba entrar la pequeña barcaza y los muchachos, muy jóvenes, casi voltean el lanchón que aún en retroceso no lograba vencer esa orilla.
Ella observaba entre tranquila y temerosa de lo que pudiera pasar. La mar es inexplicable como muchas cosas en la vida. Tiene tal variedad y viene con demostraciones tanto esperadas como insólitas.
Alrededor de una hora estuvieron para poder llegar a la arena y recibieron todo tipo de ayuda. Se acercaron pescadores, les gritaban qué hacer aunque ellos no pudieran oír por el fuerte viento que peinaba ese pedazo de costa hasta que por fin sonrieron al lanzarse y saborear el triunfo entre el agua fría, la arena y las celebraciones generales de todos los que por allí estaban.
La vendedora fue la que más contenta se puso y enseguida ayudó a empujar la embarcación para que estuviera firme en la arena, alejada de la orilla. De esta manera es que se asegura la compra más fresca y además la ñapa que los pescadores entregan a todos los que colaboran. Los pescados chiquitos, a veces los más sabrosos, y que han salvado del hambre a tantas familias margariteñas, no faltan en las mesas para quienes se solidarizan con la jornada de “embraguetarse” con la mar.
Gabriela, porque así se llama esta mujer de facciones indias, morena, que a pesar de su edad tiene el cabello largo y sin canas, pidió que le apartaran los pescados que ella estaba esperando, ofrecidos además a unos clientes. Empezó entonces así la negociación, las palabras que por la rapidez aquí a veces ni se entienden. Después de mucho dirimir, entre palabras altisonantes y gestos que parecían obscenos, se fue esclareciendo el asunto hasta que ella pudo llevar a su puesto raso lo que ella había ofrecido vender.
Los pargos tenían los ojos como si estuvieran vivos y no olían todavía a pescado. EL olor era profundo, a océano y a vida, en esta amplia dicotomía humana, enfrentada casi siempre a lo extinguible: lo vivo muere para perpetuarse en esa despedida que significa la existencia.
Los pescados muertos traen sobrevivencia diaria: tienen que estar muy frescos, con piel y escamas brillantes, palpados en las manos expertas de esta mujer concentrada en su trabajo, bajo unas palmeras, frente a unas casas y algunos hombres bebiendo ron.
Se le acercó un gato al que ella echaba todas las tripas. Comía con habilidad y entusiasmo. Era callejero, con el pelaje curtido de roces y experiencia. Algo remolón y también alerta ante ese terreno insólito que es para un felino saberse tan cerca de tanta agua.
Después de colocar los pescados ya preparados en las bolsas, Gabriela se sentó en un improvisado taburete que solo ella podía mantener como tal, uniendo sus extremedidades inferiores. Cualquiera se hubiese lesionado nada mas intentarlo. Parecía inclusive austera y recatada aunque sus ojos brillaban demasiado como para creerlo.
Con las manos húmedas, ella tomó una cayena, que tenía debajo un sombrero, pisado con una piedra y se la colocó entre la oreja izquierda. Se echó a reír con gran fuerza y pidió entonces que le llevaran un poquito de ron. Vino un nieto y ella le dio los pescados mas chiquitos apartados, los de la casa, las “araritas” que antes ni siquiera comían, en “otro despreciar”.
- Más sabroso que esto nada, dijo, volviendo sus ojos a la mar (Notitarde, 15/11/2015, LECTURA TANGENTE).-
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