domingo, 24 de enero de 2016

Oliver



Oliver me demostró que la alineación planetaria existe, el otro día que llegó con la sonrisa genuina de un ser que se sabe nacido para triunfar. Su madre, salida hace muy poco de la adolescencia, luchaba entre el candor que su hijo produce y las dificultades que se le están presentando para acarrearlo.

El pequeño de cuatro años reconoció en el abuelo que había detenido el vehículo para llevarlos hasta su casa a esa compañera de vida llamada solidaridad. Lo hizo con gracia, con soltura y una picardía sin igual:

-      Gracias, muchas gracias, esbozó con una gran sonrisa.

La satisfacción del aire se hizo grande y hasta su mama, un tanto preocupada, reconoció el talento natural de Oliver para brillar en ese momento.

Atrás estaban tres pasajeros hablando de entes conocidos: la escasez, la inseguridad y la enfermedad. Oliver los miró y frunció el seño. Se puso serio. Cruzó los pequeños brazos y se pegó del cuerpo de su mama elevándose un poco con las piernas para intentar decirle a ella algo en el oído.

La joven le sonrió para encerrarse nuevamente en la insatisfacción que se leía en sus poros, en sus ojos y en la truncada aura que llevaba a cuestas.

Oliver vio al señor mayor que manejaba. Estaba encantado con él y le dijo que ya era grande, para exhibir luego los cuatro dedos que apenas se veían en su mano, con el pulgar apretado para que no se escapara el cinco.

Y mientras la señora hablaba de las dificultades de encontrar harina para hacer las arepas, el arroz y las medicinas que le tocaban diarias, y otro señor echaba un ojo a la página de sucesos del periódico, cargada de informaciones temibles, y el tercer pasajero contaba su experiencia con la Zika, Oliver miraba el aire que se engolosinaba por los árboles y le señalaba a la mama toda la hilera de pensamientos que lo seguían con sus manos tibias, esbozando dibujos, sueños e insospechadas fuerzas (Notitarde, 24/01/2016, Lectura Tangente,).- 

Por la carretera nacional, el carro presentó una falla y hubo que levantar el grueso capó del automóvil que ya contaba con unos cincuenta años a cuestas y aunque el motor era potente, los bornes de la batería se aflojaban y había que apretarlos para que todo el circuito tuviera la energía para seguir en marcha.

Atento estuvo Oliver a todos los pasos del abuelo. Con satisfacción y aplauso recibió el arranque del carro que se volvió a apagar a las tres cuadras, para repetir la operación. Mientras el conductor sonreía, el pequeño festejaba para sus adentros lo que parecía una fiesta para sus sentidos.

-      ¿Sabes?, preguntó el abuelo dirigiéndose hacia Oliver: nací en 1930, te lo digo porque pronto lo olvidarás, y no había visto un niño más educado y lleno de brillo que tú por estos días.

Sin alegrarse demasiado asintió. Su mamá se separó brevemente del ensimismamiento triste en el que estaba atrapada para agradecer. Todos en el por puesto estuvieron de acuerdo.

Fue entonces cuando el abuelo nacido en otras tierras, con toda una vida en Venezuela, con una sonrisa en los labios, se entregó a la bendición de ese día en el que había conocido a Oliver. Lo acompañó a volar con el viento, y sembrarle la certeza del amor. Como lo veía tan decidido supo además que era el candidato perfecto para neutralizar a las voces de atrás.

Ambos miraron el horizonte. El cielo azul, el calor de ese día, la verde vegetación de la vía y esa hora en particular mostraba todo su potencial. Sabía el abuelo que no había que hablar para conectarse. Ellos se sabían dignos del mejor intercambio en silencio. Cero recuerdos, cero realidad; todo vive en el hechizo de una perfecta complicidad (Notitarde, 24/01/2016, Lectura Tangente).- 



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