Perfumada con suavidad. Limpia la
piel y con el ligero brillo de su color trigueño claro, Tomasa lo recibió con
la mejor de sus sonrisas.
El pelo algo crespo, corto y
entrecano, reflejaba a una octogenaria convertida en adolescente, recibiendo a su amor.
El periodista se sorprendió y se puso
nervioso, porque sintió algo más que la respetuosa amabilidad y también sin la
presencia de su hermana, quien abría siempre la puerta, la casa parecía más
sola, preparada para algo que él no vio venir.
Si acaso era observado a través de una mirilla telescópica, a muchos metros de distancia.
La sensación fue de alma letal, de
algo no sincronizado con su compasiva visita a la poeta, en su hogar y en su
pueblo, para continuar con la conversa.
Andrés cargaba en sus hombros los cuentos del abuelo Otto
Guerra, de allí que sus rápidas deducciones siempre iban hacia lo mortífero,
mucho más cuando se tratara de una mujer.
Miró sus ojos. Enamorados. Descubrió
inclusive el cuerpo de Tomasa, entregado.
Ella le ofreció café. Negó tan rápidamente con la cabeza que ella también supo cuál era la respuesta a sus deseos.
Le trajo agua.
Sus miradas se entrecruzaron,
azarosas, antes de comenzar la entrevista.
Ella, poeta tardía. De imágenes tan transparentes como todo lo que allí reposaba en esa tarde, con olor a aguacero sin que
hubiese llovido.
En una perspicaz mirada lo descubrió,
e intentaba encontrar el rumbo de una conversación espontánea que no le llegaba a los labios, resquebrajados por las marcas que
le habían dejado los años.
El vuelo de
las palabras comenzó a hilvanarse, mientras Tomasa ya había aceptado, de nuevo, su soledad.
Trajo finalmente café y en el patio terminaron de departir y sonreír viendo las flores, los árboles y el aire sudoroso que se transpiraba en ese
pueblo, trancado como noche turmalina.
El brillo de los ojos de Tomasa había cambiado.
De enamorada a vieja sabelotodo.
Cierta picardía se le asomaba cuando se permitía ver a Andrés mas allá, ancho y palpable.
El reportero supo que su ignorancia era infinita. Los poemas de Tomasa
eran profundamente eróticos aunque hablaran de Ángeles.
Llegó la hermana con cuatro o cinco muchachitos del pueblo. Su mirada era inquisidora. Buscaba
restos de sexo.
Solo entonces Andrés se avergonzó de lo que no había hecho y de no saber cómo acariciar a esa mujer que lo había recibido como nadie y con quien seguramente conectó como nunca
jamás lo volvería a alcanzar, en vida.
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