domingo, 5 de abril de 2020

César (cartas de apoyo a pacientes Covid)




César Gil empezó a subir el Roraima. No estaba entrenado pero sus deseos eran grandes. Había llegado hasta allí y no se regresaría sin cumplir su autopromesa.

El ascenso era difícil, empinado y con mucha más vegetación de la que se veía desde abajo.  Se alegró muchísimo de no fumar. El sudor le corría por todo el cuerpo. Ligero. Rápido.

Supo entonces que iba demasiado a prisa y que, por lo tanto, más que su capacidad física, era el impulso lo que lo estaba llevando a completar la tarea. Tenía ganas inmensas de llegar a la cima del Auyantepui, tan hermoso; tan respetado y venerado por sus antepasados.

Dentro del paisaje de la Gran Sabana resaltaba de una manera majestuosa. Era como encontrarse con un dinosaurio de tierra y piedra.

Se dijo a  sí mismo que no tenía prisa alguna. Aminoró la marcha y sacó de la mochila la cámara fotográfica. Bebió agua de la cantimplora. Empezó a tomar imágenes del camino. La sagrada tierra que hoy estaba pisando y que tantos hombres y mujeres al igual que él lo habían hecho era fiel escenario.

Le hubiese gustado subir descalzo como los indígenas, pero tenía demasiadas ampollas en los pies. Desde que había llegado al estado Amazonas no había hecho otra cosa que caminar. Las botas estaban rotas de tanto esfuerzo.

Hizo una toma hacia el cielo y justo en ese momento vio un ave bastante distante. Le tomó fotos y siguió con la caminata.

Muy cerca pasaron unas muchachas de la etnia pemón. Muy bellas. Cabellos azabache largos, hasta la cintura, con mucha paz en sus rostros y sus sonrisas. Tenían collares de peonía y otras semillas que les hacían resaltar sus rasgos. Tentado estaba de quedarse a vivir allí.  

No se atrevió a pedirles que posaran, por respeto.

Al seguir subiendo le vino la imagen del pájaro que acababa de fotografiar. Nunca había visto uno igual. Tenía una cola larga y que el supiera aves así ya no se veían. En realidad parecía un Quetzal, pero en el Amazonas no sabía si se podía encontrar. El Quetzal era de Centroamerica.

En la cumbre del Roraima sintió el aire más liviano que nunca. Se le enfriaron los sudores y se sentó para descansar en forma de loto. Al cerrar los ojos, justo vio al Quetzal de frente, con sus colores resplandecientes, su verde metálico en la cola, su pecho rojo y sus ojos, inyectados de luz de vida.

Fue entonces cuando sintió la serenidad anhelada. Había llegado entonces a tiempo.

Soy Marisol. Tu pronta recuperación necesaria. Todos te apoyamos y estamos contigo. ¿Mi gato? Duerme. Y la cuarentena lo ha vuelto mas cariñoso.


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Foto: 






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