domingo, 13 de febrero de 2011

Carta a Valencia de Ulises y Artemis

Durante años dejamos nuestra alegría de vivir en el Acuario de Valencia. Día a día dicen que aprendimos del arte del entrenamiento, pero nuestra madre agua nos dio en los genes ese aprendizaje ancestral al que nos rendimos con amor y juventud eterna.

Para nosotros la rutina era fuente de constante renovación. Nuestras lágrimas jamás se notaron porque se confundieron con el limite fijado por el estanque de color pastel que atrajo a numerosas familias y a los niños que con tanto gusto bendijimos con cada salto, con cada beso, con cada pelota y agua que les esparcimos para que tuvieran un poco de ese elemento que toca las pieles y las transforma para siempre.

En nuestro corazón siempre reinó la luz de las estrellas que nos acompaña. En los ríos nuestra vida es otra cosa. Somos libres aunque alejados de la bella presencia humana, que tantas contradicciones aguarda en mente y corazón.

Dimos lo mejor de nosotros. La fulminante miseria no acobardó nuestras fuerzas lineales de ir, desplazándonos rápidos, fuertes y vigorosos, hacia el mismo regocijo corpóreo de los pequeños a los que les brillaban los ojos cada vez que nos veían jugar; armonizar el espacio; hacer más gustosa su existencia en la tierra.

No podremos enumerar los brincos que hicimos cada vez más altos, más hermosos, más perfectos. Nos debemos a la gente buena, a los que sonríen con facilidad, a los que no guardan rencor en su alma.

Dejamos atrás el rio porque en nuestra memoria también estaba el azul que exhalan algunos hombres y mujeres, aunque sea, muy momentáneamente, cuando nos miran.

Dejamos atrás los morichales, la pureza, la fuerza dulce de Ochún, los cantos inquebrantables de los pájaros desde el amanecer que también entonan distinto cuando su casa es la selva.

Dejamos mucho antes la mar para volvernos rosados como la energía transmutadora del amor. Nos volvimos más tiernos, más hermosos mientras fuimos aceptando la noble misión de ir hacia los niños, por ellos, con ellos; para sacar lo mejor que tienen en su imaginación y actitud.

Nuestra tarea de reyes en la tierra la cumplimos con enorme gusto. Allí, en esa piscina verde claro esmeralda, había un momento para disipar el odio, las tensiones, los malos pensamientos; la volátil visibilidad de la violencia que tenían algunos. Se perdonaban al vernos, evolucionaban en la complicidad de saber que el mundo puede ser cambiado siempre y cuando se trabaje en el bien de todos, sin despreciar o negar la existencia de nadie.

La falta de confianza de los seres humanos en ellos mismos no amilanó nuestra intuición de trabajar por un mejor universo. Nuestros cuerpos, perfectos, fuertes, capaces de detectar cualquier cosa que se presente a kilómetros de distancia, fueron instrumento de luz, por sobre todas las cosas, por sobre todos los seres que nos vieron, aún con sus limitaciones y carencias.

Sentimos el amor hacia nosotros todo el tiempo. Fuimos besos para nuestros entrenadores, para los niños que nos sentían con igual pasión y para los adultos que llegaron a enternecerse con nuestro común destino.

No inventamos venganza alguna. No hablamos mal de nadie. No planificamos ningún mal. No hubo corrupción en nuestros actos. No construimos ningún arma de guerra. No traicionamos ni inventamos falsos testimonios de amigos o enemigos. No transmitimos injusticia alguna. Esa oscuridad que rondaba las cabezas, algunas veces por encima de nosotros, la sedujimos con cada salto, con cada chipotazo de agua que lanzamos a los muchos que fueron a vernos y descubrieron que la vida todavía es mejor de lo que creen.

Fuimos el fuego en el agua. Canela en rama sobre la transparencia. Somos el amor que no morirá porque no somos olvido.

Fuimos ruido de agua salobre. Recorridos miles de constelaciones hacia el retorno a nuestra madre, la mar, que nos recibió, con flores, esencias cristalinas; ternura en su luz y en el manantial de tesoros que hoy volvemos a resguardar como la misma fe con que deben cultivar los seres humanos su trascendencia en el planeta.

Nuestro corazón, tan grande y profundo, como el conjunto de océanos que circundan la tierra, guarda todos los rostros y todas las sonrisas que se vuelven uno solo, porque un solo es el semblante humano feliz, gozoso, complacido con el bien y la prosperidad de este mundo.

Somos el espíritu intacto del que nacimos. Somos el guiño emocionado que intentamos dibujar en nuestro rostro.

¡Qué bueno que nuestras lágrimas se confunden con el agua!, porque hoy son luz liquida en forma de lluvia que regresa.

Vivimos del amor de ustedes y por ello sabemos de su trascendental, invaluable y tenaz potencial.

¡Llenen su estanque de él! (Notitarde, 13/02/2011, Lectura Tangente).-


Ulises y Artemis, fueron dos toninas que murieron en el Acuario de Valencia, estado Carabobo (Venezuela) por razones que aún se investigan. Semanas después murió Penélope.




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