domingo, 27 de diciembre de 2020

Distracción lumínica

 

Rotonda de Atocha 

En este mes de diciembre amanecemos en una Madrid fría y con tapabocas. Las temperaturas han descendido, lluvia fina y gruesa han caído; las borrascas campeado por el cielo, la ciclogénesis amenazante por todos los rincones y la nieve muestra tímida brillantez en las puntas de la sierra.

En todo este desvivir que estamos protagonizando, la temporada gris es fuente de acechos y añoranzas.

La deslucida realidad la intentan convertir en festejo, por ahora de luces, en las esquinas más populares. Los elementos hipnóticos llaman a la belleza y la distracción. Por alguna parte tendemos a escabullirnos.

Somos luz y por lo tanto nos atrae todo lo que resuena sobre nosotros mismos.

La plaza Colon fue vestida de rojo y amarillo patrios y una crecida menina, de diez metros de altura y 7,5 metros de anchura, ataviada con 37 mil 720 bombillas led, bien podría significar un canto a la vida; pero en este 2020 luce como el terco resplandor de lo que no queremos dejar ir.


Al fondo la Menina, Colon y la obra de Jaume Plensa 

Los buenos deseos que siempre se camuflan por estas fechas de reencuentros familiares luchan con las delimitaciones de una pandemia que no da tregua a nadie, mal comunicadas las restricciones también por parte de los gobiernos locales.

Los políticos con tapabocas en el rostro parecen cubrir sus deslucidas actuaciones con mucha mayor naturalidad.

Por insólito que parezca pareciese muy difícil cumplir unas medidas bastante lógicas si se observa que después del llamado puente de la Almudena (cuatro días continuos) las cifras de ingresados en hospitales se duplicaron.

Nada cambiará entonces.  La tercera ola dejó de ser vecina anunciada e incómoda para entrar por la puerta grande a enero, desde las Navidades y celebración de Fin de Año.  

Difícil es sin duda aumentar la conciencia que parece no haber despertado porque los medios no son hacedores de milagros y mucho menos tienen la intención de hacer mejor a los ciudadanos.

La desinformación constante a fuerza de banalidades y no llegar a los verdaderos fondos de cualquier asunto por importante o insignificante que sea, los ha convertido en ese mal necesario que tenemos que aguantar, al parecer, cada vez menos.

Dentro de poco la televisión dejará de ser el amigo inútil que tuvimos en casa. La trasformación tecnológica es avasallante y la sed por la claridad en los hechos y acontecimientos universales la ofrecerán múltiples canales que ahora se llevan el trago de conspirativos.


Botero, meninas, Colon y Plensa, luces a las seis

Mientras nos sometemos a esta especie de letargo mundial, a veces nos dejamos acompañar por miniseries y películas de Netflix, la plataforma que por ahora podemos ver.

Hemos visto una vez más que las mayorías se equivocan y terminan apoyando lo que tiene más bien escaso valor.

El caso de  Rached. Una gran decepción. Dijeron que era la historia de la enfermera de One Flew Over the Cuckoo's Nest, novela publicada en 1962 de Ken Kesey que originó la película Atrapado sin salida. Mejor que no lo hubiesen contado. La reminiscencia no mejoró la ficción. Desde hace tiempo se sabe que por más artilugios escénicos,  decorados, vestimenta  elegantísima y colores exactos de acierto estético apenas contribuyen a elevar la historia, mucho más en medio de una trama débil y decadente en sí misma, salvada por los actores y la dirección fotográfica.

Otra miniserie, para el común de los mortales inverosímil, que disfrutamos fue Unorthodox (Nada ortodoxa) coproducida por Alemania y Estados unidos que cuenta la vida de Esty, quien se libró de la comunidad religiosa judía ultra dogmática de la comunidad Satmar, Nueva York; y comenzó una nueva vida en Berlín.

Basada en la autobiografía de Deborah Feldman, titulada Unorthodox: The Scandalous Rejection of My Hasidic Roots (Poco ortodoxa: El escandaloso rechazo de mis raíces jasídicas).

Un trabajo contundente y de impecable acabado.

Hace poco vimos la también miniserie The Queen's Gambit (Gambito de dama) una ficción que atrapó por la forma cómo fue ejecutada la narración de una chica destinada a brillar en el mundo del ajedrez, ambientada en la época donde eran los hombres, monarcas de este juego que tuvo también sus episodios en la guerra fría.

Dentro del lugar común sobre el bien y el mal  vimos la trilogía del rio Baztlan de Dolores Redondo. Sus libros  El guardián invisible, Legado en los huesos y Ofrenda a la tormenta son también películas españolas muy bien realizadas.

Un áspero pero también buen sabor nos dejó la cinta Hillbilly Elegy basada en otra narración autobiográfica de mismo nombre, de J. D. Vance.

La sociedad norteamericana que pocas veces muestran, en este filme está retratada, con el fino cursor del amor convirtiendo en belleza el desencanto.

Las producciones independientes y el cine de países como India, Corea del Sur, Alemania, Francia y Sudáfrica salvan la parrilla del formato streaming sobrecargado de lo mucho que ya estamos cansados de ver.

La repetidísima fórmula del éxito violencia-venganza, sexo y acción aburre, satura y genera aversión. Tenemos que salir del ciclo que tanto ha contaminado nuestra conciencia infectando de miedo las posibilidades inimaginables de la vida misma.

La infección contagiosa universal explicada en el libro Las nueve cartas de Cristo.

Muchos habitantes de Madrid buscan la forma de evadir la pandemia. Viajan, se juntan, celebran. Otros se cuidan, otros trabajan el doble por los inconscientes. Muchos evitan salidas y se adaptan a la vida que ha tocado vivir sin negarla y oponerse.


Plaza Elíptica


Las luces se encienden a las seis de la tarde y se apagan a las ocho de la mañana del día siguiente. Invitan a encandilarnos y fugarnos un poco, pero la mascarilla respira, recordando que el cambio vivido nos superó y negados están muchos a captar la lección.

Nada es como antes y afortunadamente podemos decir que eso sí lo hemos aprendido. 

 

Julia medita en la necesaria paz

 

 

 

 

domingo, 20 de diciembre de 2020

Deslave

 




Veintiún años se cumplieron en este 2020 de la llamada tragedia de Vargas. Desde entonces las Navidades cambiaron, movieron sus piezas de ajedrez mágico para convertirse en tablero blanco y negro.


Cuando la masa de  agua, tierra roja y marrón,  troncos y ramas de árboles arrastró la sala de la casa donde se encontraba Andrea, de alguna forma, consiguió no separarse de su hijo de siete años, Vangelis.

A su lado estaba su esposo Oscar y también cerca, aunque un poco más alejada, la yaya Rusé, quien al ser sorprendida por la avalancha de lodo que se le venía encima no pudo más que dejarse arrastrar, empujada con fuerza, hacia la puerta del pequeño baño que tenía, a unos pasos.   

Hundida, revuelta en el fango, ahogada en el horror de palpar su tumba, sintió una salida: la misma furia del deslave, hizo que el techo, que ya comprimía su cabeza, se rompiera; abriendo un hueco por donde fue escapando el lodazal, empujando también su cuerpo hacia la abertura.

Los maderos de la montaña que había sido arrastrada por la profusión de lluvia la hicieron flotar hacia esa inesperada fuga y mientras subía como un corcho, fue agarrándose de los pedazos de paredes que le permitían sostenerse.

Como pudo lo logró. Sin agilidad y tanteando, golpeada y herida, subió al destrozado techo de su casa y pudo alcanzar el de la vivienda de atrás, hasta ese momento entera, porque justo era en la suya donde se formaba un remolino espeso y turbio que bajaba con rapidez y violencia, sin saber muy bien de dónde venía,  pues su mente había perdido el discernimiento.  

Seguía lloviendo. Desde hacía dos semanas no había cesado. La construcción del techo del segundo piso de la vivienda adoleció de materiales, no era tan sólido. En cada aguacero aparecían manchas de filtración interna. Pero lo ocurrido en las últimas semanas había sido más que preocupante. Techo y paredes destilaban agua de lluvia. Ya no tenía trapos, sábanas ni toallas secas que pudieran contener la humedad.

Habían tenido muchas señales para emprender la huida a tiempo. La planta baja de la casa ya estaba inundada por lo que su hijo Oscar,  su nuera Andrea y su nieto Vangelis se encontraban arriba, justo cuando ocurrió todo. Ella tratando de convencerles de salir, de abandonar la vivienda.

Era muy temprano en la mañana, entre las seis y las siete. El matrimonio estaba negado. Decían que allí dentro nada les podía ocurrir, por lo menos estaban resguardados de la lluvia.

Rusé no daba crédito ante el relámpago de su intuición. Les notaba una calma extraña.

Veía a su nieto, pequeño y frágil, con esos ojos achinados y oscuros  que parecían siempre sonreír, y tuvo la intención de llevárselo con ella, pero al verlo tan cerca de su mamá, cogido de su mano, rechazó rápidamente la idea.

“Quien soy yo para arrebatárselo a su madre”, caviló.

Inexplicablemente llegó la ola de tierra, palos de montaña y pedazos de casas y familias que ya habían sido arrasados más arriba. Una parte del pueblo ya había desparecido.

Desde el techo veía lo incomprensible. La furia de las aguas desencadenadas justo estaba a un paso de dónde se encontraba, donde había quedado su familia. Hijo, nuera y nieto. Y no podía hacer nada. Su cuerpo se le había puesto pesado. La lluvia le limpiaba lentamente el barro adherido a su piel y ropa. Debía permanecer de pie, no  se planteó siquiera sentarse sobre el cemento mojado; pensaba que si lo hacía, no podría levantarse.

Desde donde estaba no veía ningún vecino. Solo el embudo de la naturaleza  desbordada, sin control.

Escuchó una voz cercana entre el ruido descomunal de las aguas, aunado a su sordera que la hizo ponerse alerta.  No supo al principio muy bien de dónde venía hasta que puso mayor atención y descubrió que venía de su casa, de un despedazado rincón que permanecía indemne.

Distinguió la voz de su nieto, Vangelis. Estaba aprisionado contra la tapia. Ella observó apenas los movimientos de los dedos de sus manos mientras decía: “despierta mamá, despierta… ayúdame, ayúdame,  empújame… ”.

Rusé se sentía impedida. No podía encaramarse hasta donde él se encontraba. Le empezaban a salir los dolores de todos los golpes recibidos. Las rodillas se le resistían. Llevaba mucho tiempo de pie. Perdía la temporalidad.   Sabía que no lograría reventar los bloques que inmovilizaban al nieto. Intentándolo, podía agravar la situación.

Su mente, diluida cadena de peticiones al universo entremezcladas con  la expiración que sentía tan cerca. Vangelis no le escuchaba y se había cansado de hablarle. El niño repetía lo mismo, aunque había largos periodos de silencio. Le aliviaba cuando volvía a escucharle.

No entendía qué pasaba con el tiempo. Era incapaz de pronosticar la hora. Se le escabullía en la furia de las aguas. El reloj había desaparecido de la muñeca. Tampoco lo hubiese podido leer, sin anteojos.

Esperó. Miles de especulaciones vaciaban sus preguntas y respuestas. ¿Oscar y Andrea estarían muertos o habrían sido arrastrados más abajo, logrando escapar?

Las pequeñas gotas la mojaban, constantes. Permaneció así sin saber muy bien cómo era capaz de resistir.

Cuando divisó a un joven ataviado con uniforme llamativo, le hizo señas. Él rescatista al acercársele, inquiría: ¿pero está vivo, señora, está vivo…? ¿Segura?

Llegó y vio al nieto atrapado. Confirmó que respiraba, despertándolo un poco. Buscó entre los escombros apilados un palo fuerte que le sirviera de palangana para desaprisionar el cuerpo contraído. Al halarlo hacia afuera le hacía daño y Vangelis se quejaba. El hombre entonces se percató que las botas del niño impedían su salida. Empezó desde su posición incómoda a desatarlas para liberar uno de los pies y poder subirle con mayor facilidad. Poco a poco lo fue logrando hasta que lo levantó con sus brazos y lo colocó firme, muy cerca de Rusé, que lo arrimaba a su cuerpo, sin presionarlo.

Había tardado alrededor de una hora en liberarlo.

-    -        ¿Cómo iba vestida su madre?, preguntó el socorrista a la abuela.

-    -         Con un poncho amarillo.

-   -        Entonces era quien estaba debajo de él. Fue lo último que hizo en vida. Alzar a este muchachito. Sentido pésame, dijo mientras lo cargó y junto a la abuela empezaron a descender  por una parte del pueblo, menos despedazado. 

    Unos vecinos los ayudaron a subir al techo de la escuela que quedaba medio intacta, a un lado del pueblo,  sin ser arrasada por las aguas.

Rusé pudo sentarse en un pupitre que le facilitó un hombre, unido a un trago de licor que ella apuró sin preguntar. Le calentó todo el cuerpo. A su nieto lo pusieron a su lado, acostado.

Miró hacia las montañas y descubrió la desaparición de la que se le había venido encima. Lo que quedaba eran montículos, como si una mano gigante la hubiese arañado.  Vaciaba lodo como un río.

Mientras trataba de poner orden al caos, vio los árboles que tenía cerca, a la altura de sus ojos. No le decían nada, pero algo raro veía en ellos.

Alguien se le acercó para ver si se encontraba bien y al verla ensimismada dijo:

-  -   Hasta los árboles están tristes, lloran desconsolados, por lo que hoy nos ha sucedido.