Me he reconciliado un poco con Madrid y con España. He tenido unos días de descanso, vi el mar al hacer un corto y pequeño viaje hacia el Cantábrico, olvidando la ingratitud tele diaria de los hombres y mujeres que apuestan a ser peores por nada.
En
el metro de Madrid, primero escuché a un hombre interpretar el Adagio de Tomaso
Giovanni Albinoni. Tras varias estaciones terminó y con toda su dulce serenidad,
pasó recogiendo las escasas monedas que le echaron en un discreto macuto color
negro.
Mientras
la sobrevivencia del músico al igual que el que ofrece chupachups se expone de
una forma más vivencial, en el metro van trabajadores con las mismas necesidades
de ir completando el día para terminarlo donde quiera que sea, con un poco de
paz.
Allí
es donde no ayudan para nada los noticieros y aunque todavía son bastante
visualizados porque las horas buscan que coincidan con las estrategias
espasmódicas de los hogares, del cansancio, de enterarse de la narrativa y el
control del clima y del tiempo, cada vez se verán menos, porque además están demostrando
una parcialidad abusiva con el poder, con los que están tomando decisiones para
castigar, en vez de mitigar necesidades colectivas.
Tomé
el metro para ir al otro lado de la ciudad, para sacarme la fe de vida y para
merodear lugares donde encontrar verduras y frutas, casi las mismas que venden
cerca de mi casa, tan solo por el placer de comprarlas en un lugar desconocido.
Encontré las sorpresas que encuentra todo peregrino cuando la confianza guía:
más baratas, de mejor calidad y una variedad que me dejó satisfecha, aunque
tuviera que cargar las bolsas más llenas y por más tiempo.
La
primera diligencia fue rápida y la segunda placentera. Cuando vas a un lugar
nuevo todo resuma descubrimiento, te tratan mejor y hasta las filas de los
clientes parecen cómodas y placenteras.
Así
fue el viaje hacia una playa del Cantábrico. El mar vibrante que ya conocíamos,
que esta época del año ofrecía pizperetas, dignas de las mejores aventuras. Allí
estaban los surfistas y los hombres y mujeres mayores que se atreven a nadar y
sumergirse, apostando por la vida.
Experimentar
en lugares nuevos y desconocidos traen esa gracia que es la novedad, cualidad
de reconciliación en este caso, con terrenos que retornaron para abrirse de
nuevo, como los colores de los amaneceres en pleno océano.
Con
la exuberancia de paisaje, con el ritmo de las aguas de noche y de día,
reconocimos que España es un país hermoso y organizado, en que se pueden
respirar muchos aires, libertad y seguridad, luchando por corregir vicios
políticos-sociales-económicos, en duras y no siempre leales batallas ni
siquiera jurídicas.
El
regreso por el metro de Madrid fue de la mano de una artista que empezó su
jornada en el ultimo vagón cantando Como la flor, de Selena. Ritmo danzarín
para un despecho muy bien asimilado.
Por
suerte, nosotros sintonizamos, desde hace mucho más tiempo del que creemos
recordar, con la danza del adagio y de la fe en la vida.