A propósito de la canonización de San José Gregorio Hernández, el médico de los pobres.
El pequeño pueblo de Isnotu (estado Trujillo, Venezuela) es sencillo.Tanto, como la fe.
La fe sólo tiene dos vertientes, viene por defecto de fábrica. Es un regalo. No todos la reciben y su carencia la sienten tan cruda como escalar inalcansable montaña. Ella, en sí misma, es una vibración potente, siempre encendida, nutrida por trascendencia; por la trashumancia del ser.
Las paredes de las casas de Isnotu tienen colores de pinturas diluidas en agua de río.
Allí, hace muchos años cuando fui a conocer el pueblo donde nació José Gregorio, encontré un columpio. Me mecí.
Le pedí a mi amante -de turno- que empujara con mayor fuerza para aproximarme al cielo.
Cada quien interpretará lo que tenga dentro.
Fue entonces cuando palpé a la alegria, caliente y fresca; rubia, como mi sed.
Mecerme me hacía crecer y sentir vértigo en el estómago, tan estrecho como la tabla y las cadenas que sujetaban ese juguete al viento, con olor limpio, a sudor y hierro.
Siempre he jugado. Lo hago constantemente.
Pero no te equivoques. Aún vivo en casas transparentes.
Isnotu ya olía a Santo. Incadenable.
