Mucho de lo que yo sé se lo debo a este fogón, se dijo para sus adentros la abuela Aurelia, mientras insistía en acomodar uno de los leños que buscaba separarse del resto, formando diminutas oleadas de chispas que ella iba domando con el brazo diestro e irreflexivo como los mismos movimientos del fuego que rodeaba la vieja y metálica olla ennegrecida.
Miró hacia un lado y vio a su perra echada en una pequeña alfombra. La gata persa estaba colocada cual florero en la mesa sin inmutarse. Sabía que sus movimientos eran distintos, iban acompasados de la edad, aunque ella era ágil y consecuente con la juventud que aún le proporcionaba el aire, pero ninguna de estas razones bastaban para que aceptara el regalo que desde hacia tiempo le querían hacer sus hijos y nietos: una cocina nueva.
Era cierto que al entrar a la casa y ver en el medio de ella el fogón ennegrecido el aspecto era desolador, sobre todo para los que vivían con más abundancia y en la capital, pero la lucha llevaba, que ella recordara, más de quince años y, ella, no había permitido, el cambio.
Sus ojos fallaban y decían que era por causa del humo. Cualquier cosa era consecuencia de otra. Lo que ella conocía de los seres humanos y de sí misma era lo que ella denominaba volteretas existenciales: somos capaces de invertir cualquier cosa si en algo depende nuestra sobrevivencia.
No quería dejar el pueblo. No quería dejar la casa. Su mundo era ese viento cambiante y en perfecta mudanza que la llevaba a lugares maravillosos como el aroma que acababa de sentir, un olor conocido, a hombre caballeroso y gentil, perfumado en aguas, conquistado y deseoso de conquistar.
Se sonrió para sus adentros. Jamás estaba sola. La idea de la soledad que tienen algunos es un pretexto más para sentirse infelices en esta dicha implanificada que es la vida.
El aroma como había llegado se había disipado rápido. Apenas el aliento de un espíritu. Si la vida es corta y queda casi todo por hacer, a pesar de lo mucho que se hace, esos instantes que duraban tan poco eran grifo alimentador del alma de Aurelia, sudada de humo y del almizcle noble de la madera.
Salió, perseguida por sus animales, buscó la bata que tenía aireando y se fue camino al río. Sabía de las constantes predicciones hechas por familiares y amigos de ir sola hacia zona pero llevaba más de sesenta años haciéndolo. No había por qué acortar el placer de ver la vida a sus anchas, todos los días, allí.
El sol estaba jugando desde hacía rato al escondido. La sensación del frío le daba cierto brío de libertad. Fue entonces cuando se acordó de buscar a Francisco y Roser, cercanos a su casa, que la acompañaban en buena parte de los días, tanto en sus excursiones diarias como para la calle donde estaban algunos negocios con los que abastecerse.
Los encontró riendo. Habían encontrado un orificio por donde había entrado algún bicho fuerte y vigoroso que se había llevado una de las gallinas ponedoras del corral y mientras tejían de nuevo el alambre para evitar otras fugas, Roser se había enredado con uno de los tubos y cayó de tal forma, que quedó desnuda, porque el vestido jamás quiso separarse de la púa, por lo que tuvo que cruzar hacia la casa queriéndose tapar lo que no podía mientras Francisco hacía escaso esfuerzo por ocultar la desnudez de su mujer.
Sabía Aurelia de estos disfrutes en pareja. De todo, era lo que a veces mas extrañaba, pero se sabía dueña de su universo, el que no permitía, transformaran sus hijos, a causa de la modernidad.
Camino al río iban serenos y tranquilos. El aire segúia trayendo el aroma de madera de naranjo quemándose y, nuevamente, ella, llegado al afluente, sentía el perfume de aguas, que tanta emoción le causaba, turbación cargada de dicha, porque ya sabía cómo convertirla en ramo de transformaciones.
A Roser le dolían las caderas de la caída pero reía todavía de la caída. Francisco tenía la cara más pícara de costumbre. ¡Cuánto poder tiene un cuerpo desnudo!, se decía a sí misma Aurelia, disfrutando también de la anécdota.
Cuerpos jóvenes, cuerpos viejos. Al fin y al cabo no importa mientras sean parte de ese regocijo que deben tener células y poros cuando se entregan a las aguas, a la paz, al viento (Notitarde, 27/03/2011, Lectura Tangente).-