¡Llegaron los duraznos! Tuvieron una aparición en la mesa de la cocina, cuadrada, de seis puestos. En horas de la tarde venía la gran degustación. Como a las cuatro, a mamá se la veía pelando la fruta apetitosa y entregando las semillas para chuparlas y así poder terminar de romper la poca carne que quedaba adherida a ella.
Pero eso no era lo mejor. Había que tener paciencia.
Después de colocarlos en un plato de una manera más o menos uniforme, los cubría de vino tinto y les echaba azúcar. Había que esperar unos eternos veinte minutos antes de llevarse toda esa sensación de sabores a la boca y después salir a la calle a jugar, a patinar por sobre todas las cosas.
Era como una especie de regalo que algunas tardes teníamos los cuatro hermanos, la delicia era poca, había que repartirla aunque mamá se quedaba solo saboreando las conchas a las que también las había “emborrachado” en alcohol.
Otros días la sorpresa se disparaba hacia unos frutos raros y hermosos a la vez: eran casi redondos, blancos, con algunas pintas echando hacia un marrón tenue o rosado. Eran los hicacos que traía el señor Luis, que recogía el mismo con sus manos, envueltos en una bolsa de papel. Su sabor era como de algodón dulce, carnoso y áspero.
Mamá no sabía hacer dulce de hicacos y la señora María le enseñó. Se volvía el néctar color rubí intenso y poco duraba guardado en la nevera.
Otra fruta que traía el señor Luis era la lechosa. Cortada en pedazos, una vez limpia, se le agregaban apenas unas gotas de limón y la sacudida en las papilas gustativas era extraordinaria. Se sentía una conjunción de energías dispares.
Con razón, los cuatro, jugamos aquellas tardes tan llenas de lo inexistente, sin estrés, convirtiendo las calles en canchas, apartándonos cuando pasaba algún vehículo.
Aunque mamá nos regañaba nos colgamos de los árboles en busca de almendrones. Las tres matas de en frente de la casa los daba grandes y dulces-ácidos a la vez. Después los dejamos en un rincón a que se secaran con el sol y dedicábamos un día a romperlos con unas piedras para sacarle la almendra que tienen adentro. Eran sabores maravillosos.
Detrás de la quinta de Armando, un vecino que sólo venía los fines de semana, había también una fruta sumamente acida que le decían grosella, una especie de cerezo agrio, que cuando lo mordíamos los dientes parecían ponerse de punta. Al igual que el hicaco lo disfrutábamos también en dulce y el color que ofrecía una vez cocinado con el almíbar era rojo, empalagante y turbio. Creaba adicción.
El señor Luis siempre venía acompañado de su burro. Era un animal tan viejo y manso como él. Le tenía unos sacos a los lados porque debía subir la montaña, donde tenía su pequeño conuco, lejos del pueblo; en lo alto.
Tenía unos lentes muy gruesos porque los ojos le fallaban. Sus manos eran grandes de tanto haberlas puesto al servicio de la tierra. Una de las últimas veces que lo vi, trajo tres piñas, pequeñas “pero dulcitas”, dijo, con cierta picardía.
“No veré mucho pero si me atraviesa un medio en el piso, no lo pelo”, dijo mientras soltaba una amplia risotada en el que mostraba unos dientes grandes, disparejos, medio ocultos, bajo el bigotón desordenado, canoso que lucía.
Pocos borricos quedaban ya en la zona, desde que habían pavimentado las calles, porque antes, frente a la bodega de Anselmo llegaban todos los campesinos, ataban los asnos, compraban insumos mientras bebían cervezas, y el grupo de animales, animados tal vez por la compañía y porque eran amplia mayoría frente a los perros, comenzaban a rebuznar, con fuerza y gran sentido rítmico.
Mi hermana, ejercitando desde entonces el humor ácido que la caracteriza, ya en aquella época, al oírlos decía que habían llegado “los amigos” de nuestros hermanos y nos echábamos a reír.
Pensados todos estos bosquejos de sensaciones y percepciones de la infancia, podemos afirmar dos cosas: las frutas despertaron tantos estremecimientos en los sentidos que fueron maestras de vida en la sencillez y purificación de las entrañas.
Lo segundo es que algunos hombres y mujeres actúan como los burros: cuando están en grupo actúan con mayor fuerza. Para bien o para mal.
A la postre, comprendimos, que el vino, tomado con mucha moderación, da fuego al alma y mejora siempre todas las cosas (Notitarde, 06/03/2011, Lectura Tangente).-
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