Tres libros de la escritora Viviane Forrester (1925, París) han sido traducidos al castellano. Ha publicado muchos más pero los más polémicos son los que han logrado ser conocidos en nuestro idioma.
El horror económico (1997), ganador del Premio Medici en 1996; Una extraña dictadura (2000) y El crimen occidental (2008), pero ha escrito muchos más en su dinámica e inquieta vida cargada de las letras de ensayo y de ficción; además de la constante investigación con la que ha producido ideas plenas de lucidez, en un mundo que, como ella bien dijo en una entrevista, no quiere hablar de ciertos temas, mucho menos profundizar y tampoco llegar a la luminosidad de la evolución de acontecimientos que ya deberían estar superados.
Reconocida por sus ensayos acerca de las consecuencias del neoliberalismo y la globalización ha sido una constante invitada con foros mundiales sobre los grandes problemas de la humanidad. Es considerada experta en Vincent Van Gogh y Virginia Woolf.
Escribe crítica literaria en Le Monde y también es colaboradora de Le Nouvel Observateur y La Quinzaine Littéraire. En 1983 obtuvo el Premio Fémina Vacaresco por su libro Van Gogh o el entierro en los trigales y luego ha sido miembro del jurado de dicho premio.
Otras de sus obras: Ainsi des exilés (1970), Le Grand festin (1971), Virginia Woolf (1973), Le corps entier de Marigda (1975), Vestiges (1978), La violence du calme (1980), Le jeu des poignards (1985), Mains (1988), Ce soir, après la guerre (1992) y Mes passions de toujours. Van Gogh, Proust, Woolf, etc. (2005); Virginia Woolf (2009), Rue de Rivoli (2011) y Dans la fureur glaciale (2011).
Sus ideas no han perdido vigencia, catorce años después de su primera publicación que puso en la opinión pública. La economía sigue siendo la vergüenza y el horror que no se atreven a soltar los que cada día ambicionan más y nada les basta: aquí reproducimos parte de su fortaleza, las palabras bien usadas por alguien que no estudió economía pero si sabe, como todos, de la tan necesitada justicia social.
“Vivimos en medio de una falacia descomunal: un mundo desaparecido que nos empeñamos en no reconocer como tal y que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales. Millones de destinos son destruidos, aniquilados por este anacronismo debido a estratagemas pertinaces destinadas a mantener con vida para siempre nuestro tabú más sagrado: el trabajo.
En efecto, disimulado bajo la forma perversa de "empleo", el trabajo constituye el cimiento de la civilización occidental, que reina en todo el planeta. Se confunde con ella hasta el punto de que, al mismo tiempo que se esfuma, nadie pone oficialmente en tela de juicio su arraigo, su realidad ni menos aún su necesidad. ¿Acaso no rige por principio la distribución y por consiguiente la supervivencia? La maraña de transacciones que derivan de él nos parece tan indiscutiblemente vital como la circulación de la sangre. Ahora bien, el trabajo, considerado nuestro motor natural, la regla del juego de nuestro tránsito hacia esos lugares extraños adonde todos iremos a parar, se ha vuelto hoy una entidad desprovista de contenido.
Nuestras concepciones del trabajo y por consiguiente del desempleo en torno de las cuales se desarrolla (o se pretende desarrollar) la política se han vuelto ilusorias, y nuestras luchas motivadas por ellas son tan alucinadas como la pelea de Don Quijote con sus molinos de viento. Pero nos formulamos siempre las mismas preguntas quiméricas para las cuales, como muchos saben, la única respuesta es el desastre de las vi- das devastadas por el silencio y de las cuales nadie recuerda que cada una representa un destino. Esas preguntas perimidas, aunque vanas y angustiantes, nos evitan una angustia peor: la de la desaparición de un mundo en el que aún era posible formularlas. Un mundo en el cual sus términos se basaban en la realidad. Más aún: eran la base de esa realidad. Un mundo cuyo clima aún se mezcla con nuestro aliento y al cual pertenecemos de manera visceral, ya sea porque obtuvimos beneficios en él, ya sea porque padecimos infortunios. Un mundo cuyos vestigios trituramos, ocupados como estamos en cerrar brechas, remendar el vacío, crear sustitutos en torno de un sistema no sólo hundido sino desaparecido.
¿Con qué ilusión nos hacen seguir administrando crisis al cabo de las cuales se supone que saldríamos de la pesadilla? ¿Cuándo tomaremos conciencia de que no hay una ni muchas crisis sino una mutación, no la de una sociedad sino la mutación brutal de toda una civilización? Vivimos una nueva era, pero no logramos visualizarla. No reconocemos, ni siquiera advertimos, que la era anterior terminó. Por consiguiente, no podemos elaborar el duelo por ella, pero dedicamos nuestros días a momificarla. A demostrar que está presente y activa, a la vez que respetamos los ritos de una dinámica ausente. ¿A qué se debe esta proyección de un mundo virtual, de una sociedad sonámbula devastada por problemas ficticios... cuando el único problema verdadero es que aquéllos ya no lo son sino que se han convertido en la norma de esta época a la vez inaugural y crepuscular que no reconocemos?” (09/06/2011).-
No hay comentarios:
Publicar un comentario