Veintiún años se cumplieron en este 2020 de la
llamada tragedia de Vargas. Desde entonces las Navidades cambiaron, movieron
sus piezas de ajedrez mágico para convertirse en tablero blanco y negro.
Cuando la masa de agua, tierra roja y marrón, troncos y ramas de árboles arrastró la sala
de la casa donde se encontraba Andrea, de alguna forma, consiguió no separarse
de su hijo de siete años, Vangelis.
A su lado estaba su esposo
Oscar y también cerca, aunque un poco más alejada, la yaya Rusé, quien al ser
sorprendida por la avalancha de lodo que se le venía encima no pudo más que
dejarse arrastrar, empujada con fuerza, hacia la puerta del pequeño baño que
tenía, a unos pasos.
Hundida, revuelta en el
fango, ahogada en el horror de palpar su tumba, sintió una salida: la misma
furia del deslave, hizo que el techo, que ya comprimía su cabeza, se rompiera;
abriendo un hueco por donde fue escapando el lodazal, empujando también su
cuerpo hacia la abertura.
Los maderos de la montaña que
había sido arrastrada por la profusión de lluvia la hicieron flotar hacia esa
inesperada fuga y mientras subía como un corcho, fue agarrándose de los pedazos
de paredes que le permitían sostenerse.
Como pudo lo logró. Sin
agilidad y tanteando, golpeada y herida, subió al destrozado techo de su casa y
pudo alcanzar el de la vivienda de atrás, hasta ese momento entera, porque
justo era en la suya donde se formaba un remolino espeso y turbio que bajaba
con rapidez y violencia, sin saber muy bien de dónde venía, pues su mente había perdido el discernimiento.
Seguía lloviendo. Desde hacía
dos semanas no había cesado. La construcción del techo del segundo piso de la
vivienda adoleció de materiales, no era tan sólido. En cada aguacero aparecían
manchas de filtración interna. Pero lo ocurrido en las últimas semanas había
sido más que preocupante. Techo y paredes destilaban agua de lluvia. Ya no
tenía trapos, sábanas ni toallas secas que pudieran contener la humedad.
Habían tenido muchas
señales para emprender la huida a tiempo. La planta baja de la casa ya estaba
inundada por lo que su hijo Oscar, su
nuera Andrea y su nieto Vangelis se encontraban arriba, justo cuando ocurrió
todo. Ella tratando de convencerles de salir, de abandonar la vivienda.
Era muy temprano en la
mañana, entre las seis y las siete. El matrimonio estaba negado. Decían que
allí dentro nada les podía ocurrir, por lo menos estaban resguardados de la
lluvia.
Rusé no daba crédito ante
el relámpago de su intuición. Les notaba una calma extraña.
Veía a su nieto, pequeño y
frágil, con esos ojos achinados y oscuros que parecían siempre sonreír, y tuvo la
intención de llevárselo con ella, pero al verlo tan cerca de su mamá, cogido de
su mano, rechazó rápidamente la idea.
“Quien soy yo para
arrebatárselo a su madre”, caviló.
Inexplicablemente llegó la
ola de tierra, palos de montaña y pedazos de casas y familias que ya habían
sido arrasados más arriba. Una parte del pueblo ya había desparecido.
Desde el techo veía lo
incomprensible. La furia de las aguas desencadenadas justo estaba a un paso de
dónde se encontraba, donde había quedado su familia. Hijo, nuera y nieto. Y no
podía hacer nada. Su cuerpo se le había puesto pesado. La lluvia le limpiaba
lentamente el barro adherido a su piel y ropa. Debía permanecer de pie, no se planteó siquiera sentarse sobre el cemento
mojado; pensaba que si lo hacía, no podría levantarse.
Desde donde estaba no veía
ningún vecino. Solo el embudo de la naturaleza
desbordada, sin control.
Escuchó una voz cercana
entre el ruido descomunal de las aguas, aunado a su sordera que la hizo ponerse
alerta. No supo al principio muy bien de
dónde venía hasta que puso mayor atención y descubrió que venía de su casa, de
un despedazado rincón que permanecía indemne.
Distinguió la voz de su
nieto, Vangelis. Estaba aprisionado contra la tapia. Ella observó apenas los
movimientos de los dedos de sus manos mientras decía: “despierta mamá,
despierta… ayúdame, ayúdame, empújame…
”.
Rusé se sentía impedida.
No podía encaramarse hasta donde él se encontraba. Le empezaban a salir los
dolores de todos los golpes recibidos. Las rodillas se le resistían. Llevaba
mucho tiempo de pie. Perdía la temporalidad.
Sabía que no lograría reventar
los bloques que inmovilizaban al nieto. Intentándolo, podía agravar la
situación.
Su mente, diluida cadena
de peticiones al universo entremezcladas con la expiración que sentía tan cerca.
Vangelis no le escuchaba y se había cansado de hablarle. El niño repetía lo
mismo, aunque había largos periodos de silencio. Le aliviaba cuando volvía a
escucharle.
No entendía qué pasaba con
el tiempo. Era incapaz de pronosticar la hora. Se le escabullía en la furia de
las aguas. El reloj había desaparecido de la muñeca. Tampoco lo hubiese podido
leer, sin anteojos.
Esperó. Miles de especulaciones
vaciaban sus preguntas y respuestas. ¿Oscar y Andrea estarían muertos o habrían
sido arrastrados más abajo, logrando escapar?
Las pequeñas gotas la mojaban,
constantes. Permaneció así sin saber muy bien cómo era capaz de resistir.
Cuando divisó a un joven
ataviado con uniforme llamativo, le hizo señas. Él rescatista al acercársele, inquiría:
¿pero está vivo, señora, está vivo…? ¿Segura?
Llegó y vio al nieto
atrapado. Confirmó que respiraba, despertándolo un poco. Buscó entre los
escombros apilados un palo fuerte que le sirviera de palangana para
desaprisionar el cuerpo contraído. Al halarlo hacia afuera le hacía daño y
Vangelis se quejaba. El hombre entonces se percató que las botas del niño
impedían su salida. Empezó desde su posición incómoda a desatarlas para liberar
uno de los pies y poder subirle con mayor facilidad. Poco a poco lo fue
logrando hasta que lo levantó con sus brazos y lo colocó firme, muy cerca de Rusé, que lo arrimaba a su cuerpo, sin presionarlo.
Había tardado alrededor de
una hora en liberarlo.
- - ¿Cómo
iba vestida su madre?, preguntó el socorrista a la abuela.
- - Con
un poncho amarillo.
- - Entonces era quien estaba debajo de él. Fue lo último que hizo en vida. Alzar a este muchachito. Sentido pésame, dijo mientras lo cargó y junto a la abuela empezaron a descender por una parte del pueblo, menos despedazado.
Unos vecinos los ayudaron a subir al techo de la escuela que quedaba medio intacta, a un lado del pueblo, sin ser arrasada por las aguas.
Rusé pudo sentarse en un
pupitre que le facilitó un hombre, unido a un trago de licor que ella apuró sin
preguntar. Le calentó todo el cuerpo. A su nieto lo pusieron a su lado,
acostado.
Miró hacia las montañas y
descubrió la desaparición de la que se le había venido encima. Lo que quedaba
eran montículos, como si una mano gigante la hubiese arañado. Vaciaba lodo como un río.
Mientras trataba de poner
orden al caos, vio los árboles que tenía cerca, a la altura de sus ojos. No le
decían nada, pero algo raro veía en ellos.
Alguien se le acercó para
ver si se encontraba bien y al verla ensimismada dijo:
- - Hasta
los árboles están tristes, lloran desconsolados, por lo que hoy nos ha sucedido.
2 comentarios:
Aaaaaay. Mi querida y admirada Marisol. He recordado todo. Que manera de describir. Un aplauso de pie para ti. Todos los sentimientos y los recuerdos de esos días de luto. Aglorarin como si lo estuviera viviendo.
Aaaaaay. Mi querida y admirada Marisol. He recordado todo. Que manera de describir. Un aplauso de pie para ti. Todos los sentimientos y los recuerdos de esos días de luto. Aglorarin como si lo estuviera viviendo.
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