domingo, 20 de diciembre de 2020

Deslave

 




Veintiún años se cumplieron en este 2020 de la llamada tragedia de Vargas. Desde entonces las Navidades cambiaron, movieron sus piezas de ajedrez mágico para convertirse en tablero blanco y negro.


Cuando la masa de  agua, tierra roja y marrón,  troncos y ramas de árboles arrastró la sala de la casa donde se encontraba Andrea, de alguna forma, consiguió no separarse de su hijo de siete años, Vangelis.

A su lado estaba su esposo Oscar y también cerca, aunque un poco más alejada, la yaya Rusé, quien al ser sorprendida por la avalancha de lodo que se le venía encima no pudo más que dejarse arrastrar, empujada con fuerza, hacia la puerta del pequeño baño que tenía, a unos pasos.   

Hundida, revuelta en el fango, ahogada en el horror de palpar su tumba, sintió una salida: la misma furia del deslave, hizo que el techo, que ya comprimía su cabeza, se rompiera; abriendo un hueco por donde fue escapando el lodazal, empujando también su cuerpo hacia la abertura.

Los maderos de la montaña que había sido arrastrada por la profusión de lluvia la hicieron flotar hacia esa inesperada fuga y mientras subía como un corcho, fue agarrándose de los pedazos de paredes que le permitían sostenerse.

Como pudo lo logró. Sin agilidad y tanteando, golpeada y herida, subió al destrozado techo de su casa y pudo alcanzar el de la vivienda de atrás, hasta ese momento entera, porque justo era en la suya donde se formaba un remolino espeso y turbio que bajaba con rapidez y violencia, sin saber muy bien de dónde venía,  pues su mente había perdido el discernimiento.  

Seguía lloviendo. Desde hacía dos semanas no había cesado. La construcción del techo del segundo piso de la vivienda adoleció de materiales, no era tan sólido. En cada aguacero aparecían manchas de filtración interna. Pero lo ocurrido en las últimas semanas había sido más que preocupante. Techo y paredes destilaban agua de lluvia. Ya no tenía trapos, sábanas ni toallas secas que pudieran contener la humedad.

Habían tenido muchas señales para emprender la huida a tiempo. La planta baja de la casa ya estaba inundada por lo que su hijo Oscar,  su nuera Andrea y su nieto Vangelis se encontraban arriba, justo cuando ocurrió todo. Ella tratando de convencerles de salir, de abandonar la vivienda.

Era muy temprano en la mañana, entre las seis y las siete. El matrimonio estaba negado. Decían que allí dentro nada les podía ocurrir, por lo menos estaban resguardados de la lluvia.

Rusé no daba crédito ante el relámpago de su intuición. Les notaba una calma extraña.

Veía a su nieto, pequeño y frágil, con esos ojos achinados y oscuros  que parecían siempre sonreír, y tuvo la intención de llevárselo con ella, pero al verlo tan cerca de su mamá, cogido de su mano, rechazó rápidamente la idea.

“Quien soy yo para arrebatárselo a su madre”, caviló.

Inexplicablemente llegó la ola de tierra, palos de montaña y pedazos de casas y familias que ya habían sido arrasados más arriba. Una parte del pueblo ya había desparecido.

Desde el techo veía lo incomprensible. La furia de las aguas desencadenadas justo estaba a un paso de dónde se encontraba, donde había quedado su familia. Hijo, nuera y nieto. Y no podía hacer nada. Su cuerpo se le había puesto pesado. La lluvia le limpiaba lentamente el barro adherido a su piel y ropa. Debía permanecer de pie, no  se planteó siquiera sentarse sobre el cemento mojado; pensaba que si lo hacía, no podría levantarse.

Desde donde estaba no veía ningún vecino. Solo el embudo de la naturaleza  desbordada, sin control.

Escuchó una voz cercana entre el ruido descomunal de las aguas, aunado a su sordera que la hizo ponerse alerta.  No supo al principio muy bien de dónde venía hasta que puso mayor atención y descubrió que venía de su casa, de un despedazado rincón que permanecía indemne.

Distinguió la voz de su nieto, Vangelis. Estaba aprisionado contra la tapia. Ella observó apenas los movimientos de los dedos de sus manos mientras decía: “despierta mamá, despierta… ayúdame, ayúdame,  empújame… ”.

Rusé se sentía impedida. No podía encaramarse hasta donde él se encontraba. Le empezaban a salir los dolores de todos los golpes recibidos. Las rodillas se le resistían. Llevaba mucho tiempo de pie. Perdía la temporalidad.   Sabía que no lograría reventar los bloques que inmovilizaban al nieto. Intentándolo, podía agravar la situación.

Su mente, diluida cadena de peticiones al universo entremezcladas con  la expiración que sentía tan cerca. Vangelis no le escuchaba y se había cansado de hablarle. El niño repetía lo mismo, aunque había largos periodos de silencio. Le aliviaba cuando volvía a escucharle.

No entendía qué pasaba con el tiempo. Era incapaz de pronosticar la hora. Se le escabullía en la furia de las aguas. El reloj había desaparecido de la muñeca. Tampoco lo hubiese podido leer, sin anteojos.

Esperó. Miles de especulaciones vaciaban sus preguntas y respuestas. ¿Oscar y Andrea estarían muertos o habrían sido arrastrados más abajo, logrando escapar?

Las pequeñas gotas la mojaban, constantes. Permaneció así sin saber muy bien cómo era capaz de resistir.

Cuando divisó a un joven ataviado con uniforme llamativo, le hizo señas. Él rescatista al acercársele, inquiría: ¿pero está vivo, señora, está vivo…? ¿Segura?

Llegó y vio al nieto atrapado. Confirmó que respiraba, despertándolo un poco. Buscó entre los escombros apilados un palo fuerte que le sirviera de palangana para desaprisionar el cuerpo contraído. Al halarlo hacia afuera le hacía daño y Vangelis se quejaba. El hombre entonces se percató que las botas del niño impedían su salida. Empezó desde su posición incómoda a desatarlas para liberar uno de los pies y poder subirle con mayor facilidad. Poco a poco lo fue logrando hasta que lo levantó con sus brazos y lo colocó firme, muy cerca de Rusé, que lo arrimaba a su cuerpo, sin presionarlo.

Había tardado alrededor de una hora en liberarlo.

-    -        ¿Cómo iba vestida su madre?, preguntó el socorrista a la abuela.

-    -         Con un poncho amarillo.

-   -        Entonces era quien estaba debajo de él. Fue lo último que hizo en vida. Alzar a este muchachito. Sentido pésame, dijo mientras lo cargó y junto a la abuela empezaron a descender  por una parte del pueblo, menos despedazado. 

    Unos vecinos los ayudaron a subir al techo de la escuela que quedaba medio intacta, a un lado del pueblo,  sin ser arrasada por las aguas.

Rusé pudo sentarse en un pupitre que le facilitó un hombre, unido a un trago de licor que ella apuró sin preguntar. Le calentó todo el cuerpo. A su nieto lo pusieron a su lado, acostado.

Miró hacia las montañas y descubrió la desaparición de la que se le había venido encima. Lo que quedaba eran montículos, como si una mano gigante la hubiese arañado.  Vaciaba lodo como un río.

Mientras trataba de poner orden al caos, vio los árboles que tenía cerca, a la altura de sus ojos. No le decían nada, pero algo raro veía en ellos.

Alguien se le acercó para ver si se encontraba bien y al verla ensimismada dijo:

-  -   Hasta los árboles están tristes, lloran desconsolados, por lo que hoy nos ha sucedido.

 

 

 

 

 

 

 

 

2 comentarios:

Multiplicar Voces dijo...

Aaaaaay. Mi querida y admirada Marisol. He recordado todo. Que manera de describir. Un aplauso de pie para ti. Todos los sentimientos y los recuerdos de esos días de luto. Aglorarin como si lo estuviera viviendo.

Multiplicar Voces dijo...

Aaaaaay. Mi querida y admirada Marisol. He recordado todo. Que manera de describir. Un aplauso de pie para ti. Todos los sentimientos y los recuerdos de esos días de luto. Aglorarin como si lo estuviera viviendo.