Conversaba con una amiga nacida en Galicia sobre sus sensación en cuerpo y alma de sentirse extranjera en España, después de haber vivido mucho tiempo en Venezuela, donde nacieron sus hijos y nietos.
Igual le ha pasado a mi
madre Rusé, quien a su retorno después de más sesenta años de vida entre La
Guaira, Caracas y la Valencia venezolana, no se encuentra a gusto en su país de
origen, le es extraño, no lo entiende ni de forma ni de fondo.
Ambas, mi amiga y mi
madre, aman a España y lo valoran en innumerables aspectos y vertientes, pero
la sienten ajena.
Quizás esa absurda
capacidad de dividirlo todo, de colocarlos siempre con separaciones y de tener
fronteras que nos colocan siempre en bandos que nos han hecho creer
irreconciliables, es que el emigrar viene siendo el misterioso descubrimiento
de no pertenecer a ninguna parte y al mundo entero, a la vez.
Los venezolanos que
estamos ahora repartidos por el mundo experimentamos lo que tantos sintieron
cuando tuvieron que dejar sus tierras por las injusticias de siempre: hambre,
guerras pronunciadas o soterradas, dictaduras impuestas o disimuladas,
impunidad de los hombres y mujeres en el poder y oportunidades sesgadas por los
egoístas de turno.
Nos sentimos extranjeros
en el mundo al irnos de nuestra Patria, porque lo somos; aunque ya algunos migramos
por sentirnos exactamente así en nuestro propio país: forasteros en una nación
que era luz y se volvió claro oscuro, muy a pesar de su eterna belleza natural.
Por Madrid caminamos con
mucho acento venezolano por todas partes, pero no estamos por más que nos
reunamos y andemos pegados, en Venezuela. Impresiona escuchar en todo momento y
casi por todas partes, expresiones de nuestra habla criolla, reconocible y
autóctona.
Existen muchos lugares
donde encontrar comida de nuestro país y buenos lugares para abastecernos de
aquello que supuestamente debemos extrañar.
Pero también encontramos
que nada huele ni tiene el sabor que recordamos de allá.
Pero cuando en el país
donde nacimos, nos hemos sentido extraños, nace un inmenso y real mundo por
descubrir.
Por eso no nos vemos
regresando, anhelo que quizás mis padres emigrantes de los años 50’ tuvieron al
irse de España, hacia Venezuela.
Sabemos que el retorno
puede ser cada vez más cuesta arriba, no porque nos hayan acogido con los
brazos abiertos ni mucho menos, sino porque reconocemos que el globo terráqueo no
tiene franjas de colores ni líneas divisorias por más noticias diarias que lo
recuerden. El mundo es tierra presente y sabemos que habrá puestas en escenas
policromadas y variadas, por disfrutar, en muchísimas partes.
La nostalgia por Venezuela
por supuesto que a veces invade como a mi madre por España cuando estaba allá y
por la tierra del Arauca vibrador, desde que está aquí. Pero si bien es un
instante, horas o días de saudade, el corazón reconoce también su expansión hacia
un crecimiento sensible y mucho más armónico con el universo.
Nace dentro de cada hombre
y mujer alejados del terruño que les vio nacer y crecer, una conciencia más
amplia, de solidaridad y amplitud, en concordancia con las leyes del universo.
El paisaje interior vuelca los sentidos. Sabemos que Venezuela es mucho más que el Cerro Ávila y su guacamayas multicolores, que está más acá de la mariposa azul que vuela por las montañas escondidas de Yaracuy; que las playas siguen tejiendo sueños y sortilegios en las panzas de los niños y niñas, tejedores de redes y nasas. Que la tierra de los médanos tiene una revancha existencial, porque un día acompañó a un río tan ancho como cristalino como el Orinoco.
Un desquite que esparce
con la arena, imitando la orilla del mar, que saca todos los desperdicios por
la noche.
Nada más escuchar un compatriota
y saber de qué estado o región exactamente es, se abre la puerta
multidimensional del pico Espejo, Carora, San Cristóbal, Cubiro, Canoabo, El Tigre, Porlamar, Tucupita y El
Paují, haciendo un remanso de recuerdos, cometas con rabos roncadores, para hacerse
notar en el volar.
Nos olvidaremos que los
papagayos también pueden ser zamuras.
Venezuela es tan inmensa
que hasta en la añoranza se crece y no permite calambres de dolor, porque para
eso están los artistas con sus creaciones, música, bailes, obras de teatro, pinturas,
esculturas, artesanías, libros y sus intérpretes maravillosos que han creado
todo tipo de sonidos e ilusiones, para elevar la energía de todas nuestros entusiasmos.
Y si cambiamos en el
párrafo de arriba que empieza con Venezuela y ponemos cualquier otro país,
igual corresponderá el sentimiento porque en todos los rincones de las llamadas
naciones igual permanecen los cultores de todas partes y de todos los lugares,
para hacernos fieles y magnánimos a nuestras raíces.
Anclaje que no tiene por
qué ser divisorio ni hostil. Ni triste ni apesadumbrado, todo lo contrario.
La diferencia cultural da
como resultado la unión porque reconoce la misma y única huella por la que
todos acompasamos este baile por el planeta azul de interminables caminos e
insondables enigmas.
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