El Tigrillo quedaba demasiado adentro. Pero todos los que vivían allí no podían protestar. Se bajaban en la carretera e iban caminando hacia el sajón en donde quedaban las casas, las calles, la iglesia, la bodega, la plaza y unos terrenos que tenían puertas y cercas de alambre de púas.
Lucrecia, Daniel y Lucía iban y venían todos los días a la escuela. Tenían que llegar a la carretera, esperar el autobús, muy temprano, y a la más pequeña de los tres hermanos, el frío le ponía los cachetes hasta con una tonalidad morada, en la que no podía deslucir sus ojos negros, achinados y el cabello negro lacio que cubría la frente y el cuello.
Los tres iban bien unidos, porque así no se perdían y también se daban algo de calor. Parecían, desde lejos, un animal extraño, un dragón cabizbajo en medio del páramo. A medida que se acercaba el bojote, se podían diversar los tres cuerpos, apenas uno más alto que los otros, que lo seguían, mostrando gruesos trapos con que cubrirse.
La soledad de la carretera les hacía perder la paciencia. Daniel echaba piedras al vacío, mientras las dos hermanas entonaban canciones con las que animarse.
Adaptados y desconociendo todo, ellos iban animosos a las aulas, que también tenía pocos alumnos y quedaba a hora y media de distancia. El frío del asiento les hacía brincar y enseguida limpiaban los cristales para poder ver el mismo paisaje.
En la parada 89 veían al viejo que sombrero en la cabeza y espesa barba blanca, les hacía una mueca que ellos no entendían y de la que se burlaban. Se montaba allí una señora gorda que llevaba una niña de dos niños y un bebé amarrado entre la cintura y la espalda. No miraba a nadie.
Ya en la escuela se dispersaban. Se volvían a embojotar en el recreo. Cuando no llovía los dejaban ir a un potrero cercano, pero como la tierra siempre era barro espeso, estaban encerrados en un salón de usos múltiples, mas bien pequeño, lleno de cajas, pupitres viejos y rotos, maderas y un pequeño escenario para jugar con los títeres.
Daniel y Lucrecia escenificaban historias para Lucía. A ella le gustaba cualquier cuento siempre y cuando la hicieran reír, cosa que no era difícil.
A ellos les había enseñado el significado del teatro un tío llamado Luis, que de vez en cuando pasaba a visitarlos, ataviado con un morral enorme, del que sacaba pinturas para decorarse el rostro y colocarse a ellos en las mejillas unos colores que tenían un olor que los embriagaba de felicidad.
La maestra Ámbar no les quitaba la mirada de encima. Con los tres hermanos ella sentía que había una responsabilidad más allá. Sabía del esfuerzo. De la rutina. Por eso los miraba con ojos de amor y hasta los consentía con algunas cosas que traía cuando iba al pueblo. Era fácil conquistarlos, sacarles una ilusión.
Por eso fue que los extrañó durante la semana que no fueron. Había llovido mucho. Casi no habían tenido alumnos. Hablaban de la ruptura del puente angosto y hasta de una inundación en El Tigrillo.
Al regresar los tres hermanos, se alegró. Pero algo distinto había en ellos. Estaban más taciturnos. Al parecer hubo algunas cosas que sucedieron a raíz de la última lluvia. Ella no les preguntó. Podía saber de qué se trataba al verles a los ojos, ahora más esquivos.
Los llevo a una gruta que hacía de encuentro con la Virgen. Les pidió, junto a la resto de los niños, que se arrodillaran. Encendió una vela blanca y les hizo a todos una pequeña cruz en la frente, con un pedazo de tiza que había convertido en polvo.
Les hizo orar. Pedir desde el fondo de su corazón lo que deseaban. Les habló del poder de las peticiones y la necesidad de aprender a saber pedir. Después le dio a cada uno un pan dulce con chocolate caliente.
Celebró las miradas de los tres hermanos que se sentían diferentes, contentos, a raíz de la ceremonia. Era tan simple, tan importante, verlos comer con alegría, que desde entonces, todos los jueves preparaba enormes banquetes reducidos a contemplar y comprender, sin otra atravesada razón, ni diálogo alguno.
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