La calle muy vigilada. En casi todas las esquinas del casco antiguo y el boulevard El Conde hay un par de policías. Por ello quizás República Dominicana tiene fama de segura, aunque sus habitantes admiten que ya no lo es tanto.
Tiene tantos contrastes, pobreza y riqueza extrema, que todavía cuando me preguntan que si es verdad que por allí la gente se la pasa cantando y bailando en casi todos los lugares, la afirmación sale espontanea pero imperceptible, como lo es también lo mucho que por allí se vive sin ningún tipo de misericordia.
En esta tierra se siente el contraste que se vive en casi todos los países latinoamericanos sólo que aquí es como fluctuante. Hay tanta energía en esta isla La Española, dividida en dos, que a veces los días de calor intenso son tan parecidos a los de cielo encapotado, que no se entiende muy bien el destino, de Haití y Dominicana, aunque para muchos sea fácil deducir cuál tiene más suerte entre las dos islas.
Alrededor de treinta y cinco puntos de interés colonial dominan el paseo dedicado a los turistas que desean ver toda esa vidriera de piedras que en su mayoría están conservadas por pura calidad de los pedruscos que formaron una gran muralla para defender a los habitantes de piratas y ataques de cualquier tipo.
Fortalezas que tienen espacio también para esconder abandono. Dejadez. Nada nuevo en rincones que nadie parece querer.
Por supuesto que todo este panorama nada tiene que ver con el verde esmeralda del mar, las imponentes villas y todo el lujo que se vive allí, en los lugares más deseados por los turistas, los que no pueden escapar, no obstante, del conjunto de trabajadores informales dominicanos, que aunque bien organizados y muy bien identificados, colman las playas para ofrecer todo tipo de mercancías. Desde caracoles hasta masajes. Langostinos, besos y sexo cash, sin ningún tipo de financiamiento; ofrecidos hasta con cierto descaro. ¡Así será la crisis de los más pobres!
Pero a la par de toda esta mala propaganda que podría ser la descripción de este lugar que igual se termina amando y entendiendo, las razones de saber que somos parte de la misma historia, pues apenas nos separan azules y olas de cresta blanca, lo curioso es descubrir que entre esa fisura, de lo antiguo y lo nuevo, hay enormes potencialidades por descubrir. Seres humanos enormes, andando con sus diminutos pasos por cada ladrillo, pavimento o arena vieja que pisan allí. Porque las playas allí son más longevas. Están cernidas de forma más compacta y tienen añejo sabor salobre.
De esta forma, el restaurador y artista plástico John Padovanni nos presentó al artista dominicano José Cestero, quien se encontraba tomando un café y fumando cigarrillos.
Vestido con una guayabera que allí se llama chacabana, un pantalón marrón claro y con el sombrero típico blanco con cinta negra, un poco gastado por el tiempo y el uso, con sonrisa y amabilidad fue esbozando un poco lo que él hace desde hace ya bastante tiempo. Antes, inclusive, de 1954, cuando se graduó de artista si es que acaso alguien lo que logra es obtener un paso más en el complejo y maravilloso mundo del arte, que nunca acaba, que siempre crece.
Con una mirada entre pícara, gastada pero igualmente acuciosa, gestualmente estuvo hablando del inmenso parecido que tiene República Dominicana con Macondo, el pueblo que Gabriel García Márquez inventó en Cien Años de Soledad, aunque mucho después él dijo que era Aracataca, aunque todo el que lo visita sabe muy bien que no es así.
Cestero se ha dedicado a lo largo de su muy extensa y fructífera obra a pintar personajes comunes de la zona colonial de Dominicana. Vivos o muertos, lo cierto es que en su obra alcanzan una imagen fantasmal porque allí bien se siente el vaho de los espíritus que al parecer intentan pasearse como antaño. La vida parece tener un anclaje difícil de borrar.
También desarrolló paisajes y su obra se vende muy bien, tanto que le permite vivir tranquilamente, con la serenidad de saberse un hacedor constante, con humildad y orgullo, a la vez.
Pero tiene pendiente una exposición en la que él conecta esos dos mundos. El colonial de Dominicana y el de la ficción del premio Nobel. Con picardía va comparando personajes de aquí y de allá, en su conocimiento tanto de su historia, de su arte y de la obra del mismo escritor colombiano.
Las sandalias que lleva puestas Cestero están manchadas de oleo. Colores diminutos, salpicados que ofrecen el hermoso escenario de luz que deben ser sus manos, ejecutando, buscando la paleta gruesa y pesada de tantas pastas y tubos mezclados. Así de infatigable está a su edad.
Observa como los hombres vividos miran al mundo: con cierta deslealtad. La necesaria para escapar de las formas sociales, de las hipocresías, de las bajas aspiraciones que algún día corrieron por las venas.
Con José Cestero nos reivindicamos con República Dominicana. Su piel si está curtida por la estrella que es la vida (13/10/2011).-
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