Si el aspecto coralino por alguna razón la invitaba a seguir, también sabía que la concentración dibujaba la profundidad de la roca que tenía surcos, caminos, huellas, insospechadas incrustaciones y un equilibrado movimiento en la quietud del agua, que no permanecía estática pero si bañando, imperceptiblemente, lo que Marairé descubrió aquel mediodía sumergida en el océano más transparente que ojos algunos encontraron jamás.
Y ella se sabía exagerada como todo el inconmensurable paisaje que tenía fuera y dentro de sí. Tal vez tenía la sensación de sentirse angosta, aunque todo fuese también ancho; quizás la tela que le permitía a su piel estar allí debajo, negaba la libertad de un cuerpo hacia el legítimo placer de sentir.
La voz esta vez recorrió tres verbos que debía perseguir hasta entenderlos. Alcanzar, conseguir, cambiar. Se supo entonces con demasiada prisa por la vida, dando a las chapaletas un vertiginoso movimiento, con fuerza y plasticidad.
Debía detenerse, la energía del lugar tenía una efervescencia importante pero los tres verbos que al principio les notaba cierto lugar común le hicieron darse cuenta que tenían semejanzas y diferencias, y quizás de allí la importancia analizarlos con paciencia y corazón.
Todo brillaba en el cambiante fondo del mar. La luz del sol, variable, escurridiza y a veces cegadora, ofrecía toda la gama psicodélica de fosforescencia, y fue cuando vio una víbora marina de apenas dos tonos, blanco y negro, larga y milimétricamente dibujada, fue cuando entendió la razón de por qué en el mundo existían las palabras y la escritura.
Allí era otro lenguaje, sin duda. Pero tenían la maravilla, el color, la atracción y la repulsión que tienen el vocabulario. El miedo y la jauría que sale de dentro ante cada paso, ante cada vibración.
La textura del mar era la misma de las letras: Crispadas, silentes, adormecidas, latentes, hermosas, vagas; escurridizas, y todo lo que pudiera llegar a la mente ante su desafío, pero jamás muertas. La muerte, siquiera del cuerpo, es un eclipse; una rápida transformación a estadios mayores, sagrados; mejores.
Otra cosa era pronunciarlas. Decirlas, expresarlas. Por la voz del aire, soplos de significados salen de la garganta y ya más nunca pueden volverse a recoger. Por ello el paisaje interno del mar evocaba las terminologías perpetuadas, como si todo lo que allí permanece, hubiese sido capturado por un buen recolector del amor, de la paz y las bendiciones.
Claro está que hay un fondo al que no hemos podido llegar. Oscuro, muy frio y con todo lo desconocido por delante que intenta hacernos temblar. Quizá allí está todo lo que no debió decirse nunca. Quizás, simplemente, está trabajando su transformación lumínica y poderosa.
La tarea la quiso comenzar por el último verbo. Cambiar. Lo único permanente, se quiera o no.
Escurridas las aguas de su cuerpo, pero aun oliendo a sal, Marairé se sentó en posición de loto frente al paisaje que le brindaba oscuridad esa noche en la que apenas una llama de una muy diminuta vela, enfrente de ella, luchaba por mantenerse erguida, sin conseguirlo.
Desde que había ido alcanzando la conciencia de ser, estar y tener ya sabía que nada permanecía igual por más esfuerzos que hiciéramos al tomar un horario, vestirnos en forma análoga, caminar y deambular por las mismas calles; conseguir lo que todos de alguna manera alcanzan, simulando cierta diferencia. Aunque giráramos a la izquierda o la derecha hay un conductismo (in) seguro al seguir a los demás. Ante este último pensamiento le invadió un suspiro de tristeza; la diversidad manifiesta se amputaba en sí misma.
Los cambios habían traído fortaleza a su vida. La habían hecho un gigante ante la circunstancias. Tuvieron sus debilidades, sus inoperancias, sus clandestinas resonancias pero fueron buenos. El truco estaba en saberlos asimilar desde la originalidad y no desde el incorrecto seguimiento de los actos de los otros.
La oportunidad del cambio además hay que observarla desde los helechos flexibles que pueblan mares y ríos. Tienen una danza rítmica, acariciante, por eso no los destruye la voracidad que amplían bocas a su paso.
Ningún día es igual, ninguna respiración aunque lo parezca; ningún aliento expira a nuestra orden. El cambio viene a buscar la mejor esencia de ti, desvanecido en la saturación de no ser. Quizás porque tiene las ventajas de adentrarte en una exploración más insondable y dinámica entre mar y cielo. Porque fue llamado a gritos desde la necesaria actividad de la corteza de la tierra que requiere de sus propias sacudidas para reacomodarse (Notitarde, 17/03/2013, Lectura Tangente).-
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