Henry Mujica es un artista
que sabe de permutaciones. De su natal Pedernales (Delta Amacuro, Venezuela), podemos
decir, saltó a Nueva York, donde estuvo alrededor de diez años.
La inquietud creativa
intrínseca y la constante búsqueda en cada ser humano, son nutrientes.
Quizás, el trazo final que
completa una obra, viene siendo el zarpazo para la siguiente. Por beatitud,
ninguna pieza está completa y en el cuadro a cuadro magno de la vida de un
pintor, entendería su dimensión, acaso un ser excepcional, capaz de ver la totalidad como si fuera cielo
abierto.
Su samsara evolutivo. Tejido
de resplandores y sombras.
Comenzó en Valencia
(estado Carabobo, Venezuela) enamorado de la gestualidad, del teatro, de los
ensayos con el maestro Eduardo Moreno; pero, muy cerca de allí, estaba la
escuela de artes plásticas aguardando el aprendizaje de grandes maestros,
historia del arte y técnicas.
Hay poesía en los cuadros
de Mujica. Difumina y alardea del color a su antojo. Resiliente, el pincel de
su mente se transporta para ir dejando las huellas de sus protagonistas. Una
novia, un toro, parejas, floreros o paisajes. Primeros planos que dejan su latir en
el espejo del lienzo, susurrando al espectador.
Sus paisajes bajan por el
ancho río para reflejarse como si siempre estuvieran sumergidos en agua. El
Delta venezolano, se le cobijó en los
ojos. Atravesar una y otra vez un afluente en curiara, para llegar o irse de
casa, es baño a los sentidos. Cambios de luz constantes en la superficie. Fondos
no siempre cristalinos, cargados de sedimentos, hablan de lo desconocido, de la
cautela, como los lienzos de Mujica, quien
asoma visiones sutiles, rescatadas de la memoria.
Aguas manchadas,
arrastrando residuos de lo que parecen grandes episodios, lejos de allí,
recordando la vulnerabilidad del futuro. Los matices de la luz natural, tras
las torrenciales temporales, con el sol que aparece minutos después de la lluvia,
entronando su fuerza, tras el débil momento sentido; potencian el alma del
paisaje.
La exuberancia tiene y
entrega poder. Y el Delta del Orinoco parece que a veces marcha al revés, por
lo que hay que vivir en un estado de alerta permanente al que hay que saber
entender, para sobrevivir.
Imposible hablar de Henry
Mujica sin mencionar a su hermana, Elba Damast, segunda madre, que como su
progenitora Lilia, oriunda de la isla de Trinidad, muy cercana a la plataforma
oriental de Venezuela, dejó en sus venas de artista y hombre, profunda
huella.
Damast, de impecable
trayectoria tanto en su obra pictórica como en sus instalaciones, lo llevó a
Nueva York donde pudo germinar y acumular vivencias que lo llevaron a ser el aliado
desprendido que es, entendiendo la diversificación de los estilos de vida,
plenos en el mundo de los artistas que saben compartir la vida cuando hay
abundancia y carencias, por igual.
Los corazones que tanto le
gustaban a Elba le nutrieron tanto en pleamar como bajamar, para acumular y
desplazar el compendio de afectos por comunicar, frescos y vivos, en el altar
de la memoria.
Uno de los personajes
centrales de la variada obra de Mujica es la mujer vestida con traje de novia
que aparece como principio de una fuente de imágenes. Sosegadas, en los
diferentes cuadros han enfrentado al público, con introspección. No parecen
estar nerviosas ni delirantes. Son serenas mujeres, con ilusión, candor y espera
eterna. Desprendiendo recuerdos que él va espolvoreando por el resto del
lienzo.
Cuando su brocha dibuja el
bulto de un toro, la mancha negra lejos está de horrorizar, porque algún color
contrastará Mujica para devolverle fulgor. Asoma el coraje en segundo plano del
lidiador porque también en él hay un juego de planos, volúmenes y artificios
para dialogar en el lenguaje grácil por él organizado.
Hay trazos gruesos que en
la perspectiva de su obra emplazan el carisma de los colores que siempre
revolotean en la mente para atraer miradas, recuerdos y esa conversación íntima
que intenta entablar con el espectador de sus pinturas.
Su obra es atractiva. De
dimensiones grandes en su mayoría. Una puesta en escena que captura signos para
comunicar lo que hay que salvar del infranqueable fondo del río.
Sus marinas azules, sus
rincones citadinos, sus plazas y toda la gama de creaciones estimulan la mirada
dentro del espejo que siempre encuentran todos sus horizontes.
Ahora vive con su familia
en España. En un espacio amplio donde pinta con la libertad y la fuerza que ha
mantenido hasta ahora, rodeado de la complicidad de todos los suyos.
Su forma de hablar es
precisa. Escucha atentamente. Cuida lo que va a decir. Busca exactitud en sus
palabras.
Marisol
Pradas: ¿Cuándo nacen tus novias, que cuentan ellas en el
lienzo?
Henry
Mujica: Las novias están en mis lienzos desde 1978. Fue un
encuentro con mi madre, ya fallecida, empezó a contarme las vivencias de la
mujer como símbolo de la vida misma, recreando el ambiente en torno y crítica
social a la vida.
MP: ¿El
mundo onírico presente en tus cuadros, pertenece a esa necesidad de
entremezclar símbolos donde no puedes colocar palabras?
HM: Los
símbolos son recreados para continuar el lenguaje, dar movimiento, de ahí mi
inclinación sobre el teatro.
MP:
Los
que conocemos el Delta del Orinoco podemos intuir en tus trazos la importancia
de las aguas en tu obra…
HM: Mis
paisajes son recuerdos de Pedernales. Mi infancia transcurría en esos paisajes
grises y húmedos, por eso siempre pinto los reflejos de paisajes mojados, pero
muy alegres.
MP:
¿Qué
te dejó Elba Damast como artista?
HM: Mi
hermana Elba dirigió mi camino y la disciplina del pintor. Con ella aprendí
mucho. Fue el impulso que todo artista necesita en el mundo del arte.
MP:
¿Es
importante la textura al momento de presentar tu trabajo? Yo la siento como
solapada.
HM: La
textura es importante para mí. Uno de mis tareas cuando estudiaba era practicar
con muchos pigmentos; arena, para dominar métodos y poder ofrecer ciertos
efectos. Era uno de los tantos quehaceres que me ponía mi hermana Elba cuando
tenía 17 u 18 años.
MP:
¿Continuaste
en el teatro después de tu experiencia en Carabobo?
HM: En
el teatro empecé casi igual que en la pintura. Duré muy poco en la escuela
Ramón Zapata porque en el año 1976 me
marché para Nueva York, con la fortuna de que me topé con Abdón Villamizar,
dueño y director del Teatro Itati, un venezolano, residenciado por muchos años
allí. Al momento de visitarlo estaba ensayando una obra el director mexicano
Milos Salazar y hacía falta un actor secundario para que el actor principal
continuara con sus movimientos. Me pidieron ayuda y terminé con el papel.
Después continué con el teatro El Portón, uno de los teatros latinos más
importantes, Off-Off Broadway. Allí estuve con Mario Peña con una obra que la
dirigió el argentino Delfo Peralta. Mientras pintaba en el día trabajé en las
tablas por las noches. Así nació mi teatro de bolsillo, improvisando obras
teatrales frente a mis amigos, con mis hermanas, con la pieza teatral, Juego a la hora de la siesta (Roma
Mahieu).
Luego escribí Jaulas Vacías que se estrenó en el
Ateneo de Valencia en 1982, donde actuó el artista plástico José Coronel, encargado también de la escenografía. Muchos pintores estuvieron conmigo, como Héctor Ernández y Rubén Calvo. Después
escribí y dirigí también El Hombre
Morrocoy, que se estrenó en el Teatro Municipal de Valencia. Tengo una obra
que aún no he la he montado, que se llama Confieso,
trata sobre la creación de un Jesucristo falso, para engañar a la humanidad.
MP:
¿Cómo
sientes el arte venezolano ahora desperdigado por el mundo?
HM: A
lo largo de mi camino, por diversos países del mundo y grandes ciudades me he
encontrado con muchos pintores venezolanos que siguen trabajando sus
propuestas. Esa trayectoria, buscar y sobrevivir en las pocas galerías que
pertenezcan a tu estilo, es loable. He sentido satisfacción al compartir y
saber que su lucha suma mucho en el futuro de la trascendencia del arte. El
camino es fuerte y todos los que están fuera de Venezuela son reconocidos
por su constancia y disciplina. Todo
ello me estimula al igual que a los jóvenes artistas, en su huida, porque en
Venezuela la situación para los artistas se ha vuelto muy difícil al momento de
sostenerse: no se encuentran ni calidad ni materiales para poder elaborar sus
obras, con sus respectivas técnicas.
También las cotizaciones han
influido para que el arte se transforme en un mercado que no favorece a ningún
artista venezolano.
MP:
¿Por
qué los caballos de carrusel en tus obras?
HM:
Recuerdo mi primer circo allá en Maturín, tenía yo seis años. Estaba entre el
miedo y la alegría. Eso marcó mucho lo circense en mis obras: ¡Los caballos son
mis símbolos de libertad! Recuerdo en New York me llevé a mi sobrino Takeru al
Madison Square Garden a ver los acróbatas en los caballos. ¡Ahí en mis obras están
contando historias ancestrales! Mi hermano Humberto que también es pintor me decía:
¡viene un circo, Henry!
En mi casa en Valencia, antes de yo pintar, la frecuentaban mucho Wladimir
Zabaleta, Marc Castillo y Rafael Martínez, entre otros, ya que eran compañeros
de mi hermana Elba Damast. También iba mucho a mi casa Leonardo Salazar.
Mientras, nosotros, mis
otros hermanos y yo, hacíamos muñecos de
barro y juguetes de cualquier material. Éramos catorce hermanos.
Una familia numerosa. No
podía ser distinto con ese río tan ancho, roto, que es cualquier delta, con
las características propias de cada uno en sus diversas geografías. Para Mujica
las aguas resucitan cada vez que empieza a pintar esa nada blanca o fondeada
que es un lienzo. Días antes ya lo ha soñado o se le empieza a revelar frente a
sí. En todo caso, trae la fuerza y el enigma. El amor se fuga a los rincones
plácidos de la emancipación.
Fuentes consultadas:
http://rogallery.com/Damast_Elba/damast-biography.html
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