Lago Coquivacoa, conocido como Lago de Maracaibo |
En la primera oleada de calor
que hubo semanas atrás en Madrid, por los pasillos del metro de la plaza Sol un
par de venezolanos, uno de ellos, con cuatro en mano, cantaban la gaita Sin
rencor, con enorme simpatía.
Justo cuando pasaba decían
la reconocida estrofa, con muy buenas
voces: “Y así siempre ha de pasar que cada vez que escuchéis, una gaita
lloraréis, porque en mi te hará pensar, con bellas prosas que a ti te harán
recordar, todas esas lindas cosas que no pudimos lograr…”.
Pese que la letra de esta
canción es una segunda despedida por parte de uno de los integrantes de la
pareja no es letra ni melodía triste. Quizás
por ello, ellos se rieron al verme porque detrás de la mascarilla yo estaba
encantada de encontrarles, de verles, de escucharles, esbozando una amplia
sonrisa sin disimulo alguno. Compatriotas que se reconocen mas allá de las
apariencias.
Cuando Neguito Borjas la compuso
y cantó con Gran Coquivacoa, la gaita era una expresión popular de crítica y
protesta social. Al ser esta canción diferente, con su maravillosa letra, su
buen deseo en el corazón y la expresividad que siempre han conseguido ellos
mismos y otros artistas al versionarla, la han convertido en todo un clásico de las
fiestas decembrinas en Venezuela.
Sin rencor es la
revelación alumbrada del amor.
Al par de maracuchos como
les decimos nosotros a los nacidos en tierras zulianas, no los amilanó el calor de esas horas que
rasaban los cuarenta grados. Ni que en el sombrero que colocaron en el piso no
habían biyuyos, las monedas que todo artista callejero espera le den quienes
pasan cerca o se detienen a ver su actuación. Ellos seguían con toda su fuerza cantando y
entregando lo mejor de sí, casi a capela.
La gaita es un género musical
nacido en el estado Zulia, donde se encuentra el Lago de Maracaibo y se
extraían miles de barriles de petróleo en la época en que Venezuela era otra.
Es la zona más calurosa del país, aunque ellos siempre decían que la más fría,
porque vivían bajo la protección de sendos aires acondicionados. En las bodegas
más pequeñas y sencillas era común ver un moderno enfriador y mucha gente
dentro conversando sin ningún tipo de restricciones; bienvenidos eran todos, aunque
solo entraran para saludar y sacarse el sopor.
Ya dentro del vagón del
metro vi frente a mí sentada una pareja que lucía tatuajes por todo el cuerpo y
como había tanto calor, la escasa ropa contribuía a ver que pocas partes de la
piel estaban sin tinta.
Me acordé entonces de una
compañera de trabajo que estaba muy enamorada de un chico y que no sabía si
continuar con él después que vino de Inglaterra con un tatuaje añadido en el
brazo. Era un coche simple y puro. Cuadradito y con rueditas. En negro. Sin
color y sin gracia, pero eso no era lo que a ella le preocupaba, sino que no
tuviera la madurez para tener una relación un poco más comprometida, como ella
estaba buscando.
El vehículo lo delató. La movida
underground inglesa del tatuaje del auto terminó hundida en el Támesis de la
relación.
Diría Neguito: “… Pero una
sombra cubrió, nuestro amor y en un momento, de ese bello sentimiento, además de
sufrimiento desilusión me dejó…”.
Ella lo superó bebiendo
algunas cervezas en unos de esos tantos pubs irlandeses que hay por Madrid, tatuándose
en la espalda un vigoroso colibrí.
Pese que no quise ver
mucho a mis compañeros de viaje del metro madrileño, para no importunarlos,
aunque ellos estaban encantados de que los mirasen, uno de los tatuajes de él
me dejó un poco desorientada: en plena frente tenía el rostro de lo que parecía
un gato soltando lágrimas negras. Llorando.
Grabado sin brillo y algo
perturbador.
Como a lo largo de mi vida
he tenido muchos felinos sé que ellos no lloran. Los perros sí pueden soltar lo
que podrán interpretarse como lloros, pero no he visto a gato alguno hacerlo.
Puedo decir que sí me han
acompañado de manera muy peculiar en momentos de profundo desconsuelo de niña y
de adulta también, y su reacción siempre ha sido mantener una cercana distancia
sin intervenir, como lo haría un terapeuta en plena sesión de crisis de algún
paciente.
Había un hombre cerca de
mí que los miraba con mucha más curiosidad. Iba también con un pantalón corto y
una camiseta sin mangas, la escasa ropa del ardiente verano, pero no se le veía
tatuaje alguno.
Inclusive al bajarse la
pareja en una de las estaciones, se los quedó mirando hasta que sus figuras
dejaron de verse, tras subir las escaleras automáticas.
Lo cierto es que los
tatuajes no son sutiles. Por más delicados que puedan ser, nacen de una
inyección de tinta en la dermis, primera capa del órgano más grande del organismo,
expresión de mucho de lo que creemos ser.
Nos vamos de la vida
creyendo que solo hemos sido cuerpos.
A decir verdad, la piel no
tiene necesidad de tatuarse. Ella revela, surco a surco, la carga letal de los
sentimientos almacenados sin liberarse.
Ira, rabia, frustración,
envidia y resentimiento firman los poros de la piel.
Por eso la risa y la
celebración de vivir sin inquina.
Támesis Coquivacoa del sin
rencor.
Foto: https://www.pinterest.es/pin/393150242441427237/
2 comentarios:
Preciosa alegoría de lo q es la vida...
Demasiado bello Marisol. Me encantó ese viaje de reflexiones continúas de las mentes inquietas. Me pasa constantemente, lo veo todo y me invento historias de todo, me divierte los trayectos de la vida, y me alegran mucho, porque al hacerlo, me doy cuenta que tengo la mente alegre y sin preocupaciones, al menos en esos momentos.
Me encanta leerte. Gracias por escribir.
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