(Con motivo de cumplir treinta y dos años como cuenta cuentos, hacedor infatigable, fundador del Grupo Cultural y Conservacionista Tabare y del Festival de Papagayos La Guacamaya, que justo celebra hoy 1 de abril de 2012, su 30 aniversario, volando)
Señor Tin Marín, ¡que bueno es verlo! Soy el mocito viviente del cielo, ese, que usted y todos los niños, y todos los seres construyen en el aire cuando sueñan, dibujan, escriben, cantan, rezan y cuelgan papagayos de colores para intentar rozar el azul, todavía indescifrable en sus vidas.
Celebro su tierna edad en este planeta humano. Nada más genuino para volar que un corazón libre de las tóxicas emociones que perturban, que viajan como espíritus dentro del cuerpo y el alma humana, ofrecen tentaciones y buscan quedarse allí, en ese musculo que irradia toda su energía hacia el sol o se hunde en un vacío pegajoso como chicle.
Todos los que vuelan papagayos me llenan de deseos y créame si le digo que son buenos, que a lo largo de los más de 4 mil millones de longevos años que tiene el planeta tierra han llegado a mí las más hermosas peticiones que ya están cumplidas en mi cielo.
Nadie se pone a volar una cometa para pedir cosas malas, todos me ofrecen lo mejor de sí. Nada más basta verlos planeando la jornada, los hilos, las colas, el papel, la caña, la pega, el tiempo, los roncadores; las combinaciones de colores, las correderas y las excitaciones alrededor de este oficio antiguo y dichoso, para saber que siempre en la vida sobran oportunidades y amor.
De lo único que pueden acusarme es de haberme llevado papagayos porque soy travieso, glotón y burlón. Los que desaparecen en el cielo, son míos. Los que caen, tienen que levantarse. Los que se desbaratan, romperse o reconstruirse. No aguanto la tentación de atraer para mí esos sueños, esas ideas, esos momentos que llenan de gozo a las aguas que están contenidas en el espacio y que requieren la vibración de la alegría; del sonar del aire; de la fuerza del sol; para ser y estar.
Siempre estoy a su lado, Tin Marín, porque siempre coloca mi cielo en todas partes y él está cargado de las aspiraciones conectadas con los universos. Los niños te sonríen, te aplauden cuando terminas el cuento, porque les has dejado una ilusión en forma de palabra, de aprendizaje, de movimiento; de risas. Lecciones que se olvidarán momentáneamente para recordarse para siempre.
Así como atrapo esa devoción por la vida en el cerro La Guacamaya como en otros de los millones de lugares del planeta, que desde China hasta la baja Antártida colocan las mujeres, los niños y los hombres para mí, también devuelvo los dulces caramelos con que todos los días lleno mis alforjas de rotunda satisfacción.
Por eso ves a la gente sonreír y mirar con verdadero interés y con oídos capaces de escuchar las más sinceras respuestas. Por eso observas gente alerta para hacer, para luchar. Por eso siempre me sientes a tu lado: lo estoy, visible e invisible a la vez. Nunca fatigado. Siempre despierto y viajando por las alteraciones del alma.
Nadie va despacito, todos van apuraditos. Todos quieren ser el primero. Todos quieren llegar a mi cielo en forma de papalotes. Nada como la sensación de la vez primera, del primer sabor; del primer pensamiento al ver el azul; de la cohabitación de la luz en nuestros ojos, antes cerrados.
Planeta radiante, turbulento; fervoroso. Se recogen en el cielo las cometas y puedo leer la enorme sed que tiene este mundo cargado de agua.
Todo volverá a su origen de allí la necesidad de trascenderlo.
“De tin marín de do pingüe, cucara macara títere fue”, siguen diciendo los cuentos, los niños, las gallinas y las tizas. Las maestras siguen dando, los colores combinándose; comienzo perpetuo.
Desde mi rendija veo el ancho del amor. La ilusión es un viaje, es la partida hacia el puerto del deseo que termina consolidándose con la perseverancia. Alguien por allí puso el límite en el cielo pero le aseguro que va mucho más allá, aunque sea inentendible. Un arcoíris es un tesoro en si mismo, no hay que buscar su principio ni su final. Así también son todos los niños, descontaminados y felices.
¿Quiere que le revele un secreto? Siempre bailo al son de un tambor. Suave y rápido como el corazón. Así consigo que todo marche, que todo tenga el mágico efecto de la cercanía, de sabernos amados; apreciados y queridos. Mi corazón suena por ti y con ello le hablo a mama, a papa, a todos mis ancestros; a todos los que me acompañan en la vida.
Me siento orgulloso del hombre que vive sereno porque no le ha deseado mal a nadie. Me siento orgulloso de saber corazones como el suyo que se entregan con nobleza sin otra pretensión de saber que llegó el mensaje del hombre bueno, por lo tanto sabio; por lo tanto dueño del más dulce poder.
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