El sol estaba
pintado en la pared. Redondo con palitos cortos y largos, alrededor. Claramente
infantil, en tiza blanca, sin color, no había sido dibujado por ningún niño,
eran trazos adultos, algunos con mayor determinación que otros. La redondez no
era exacta. Faltó el compás que ejecuta perfecto el círculo.
Pero Alina no dudó
en meterse a través de él en un viaje que no sabía de tiempo y que era mucho
más exigente porque además debía recrear el color. No lo pensó, lo hizo por la
sola necesidad de colgarse en el infinito, en la búsqueda deseada, sin otro
objetivo que ir viviendo, solo que de modo distinto.
Al principio vivió
el gris, poco contraste, una espesura; una neblina que le iba a cada paso
nublando los ojos. Ella siguió intacta, sin desvariar por un segundo. Supo
entonces que la locura existía, que ese grado de indefinición conduce a muchas
locuras, a mucha soledad; dolor; decadencia.
Lo fue traspasando
lentamente, sin saber de horas, espacio o tiempo. Tuvo un breve dolor debajo
del vientre y le llegó el color rojo, intenso; fulminante. Le fue subiendo
desde el primer punto energético hasta la garganta. Mareada, feliz, con los
ojos inyectados, iba hacia el anaranjado, desposando al calor.
Esa efervescencia
también la nubló sin humo. Fue un barrido rápido hacia otra luz que comenzaba
de arriba, no como el rojo, que se abrió desde abajo. Comprendió que había una
especie de gravedad a su lado, producto del delicado viaje que se había
trazado. Reconocía su conciencia, lo lejos o cerca que estaba, sin reconocer
dónde.
Del naranja salían
olas suaves, ondeantes; muy luminosas. Tenían una fragancia seca, tenue;
cambiante como el círculo en el que estaba. Salpicaba y ardía el color. Puntos
de agujas que se expresaban sin exactitud.
Un mezcla interesante
se fue formando, del naranja creció un rosa muy oscuro que se conjugó con el
tono de la miel acida para luego derramarse en magenta. Alina comenzó a sentir
un hormigueo en la piel, una especie de éxtasis transpirando por los poros y
aunque aún estaba dominada por sus pensamientos urgía adentrarse aún más en esa
nueva dimensión.
Largo en vez de
corto fue ese tiempo que anduvo serenando los colores en su mente. Sabía que
era imposible describir la espontaneidad viva, el magnífico encuentro de las
luminosidades internas.
Poco a poco se fue
regresando, la incursión era la adecuada. Cuando estuvo preparada vio de nuevo
el sol pintado en la pared, ingenuo y descolorido.
Era en la tarde del
pasado mes de marzo, mes que se repite, como los otros, todos los años, solo
que este tercero tiene del llano su aroma y de la luna su lado desconocido.
Llano de luz, llano
de encuentros. La tierra, sus voces, sus ríos, sus cercas. El resplandor que se
hace polvo y el polvo que se hace resequedad y silencio.
Luna que busca haciéndose espejo. Guía las aguas, las
orillas y las mujeres que viven en el fondo. Por eso ellas se esconden
internamente en los pliegues del plancton y seducen todas las representaciones
posibles de la luz.
Vuelta a la pared,
Alina tenía que cocinar, recoger la ropa, ir al automercado, pagar la
electricidad; buscar a sus dos hijos; y tratar de empatar los las telas
multiformes con que estaba cociendo una antigua colcha como le ensayó su
bisabuela Martica, que ya sin ver, no paraba de hacer esas maravillosas cobijas
que olían a arte y seducción hogareña.
Pero nunca le
quedaba tiempo para lo último. Se dormía, cansada. Arropada en el sofá por su
esposo, Luis Carlos, quien sabía que ella era a la cama, ya de madrugada, para
ir de lleno al fuego de la piel.
Cuando quedaba en
las mañanas a solas, Alina, intentaba regresar al sol de la pared. No siempre
lo conseguía y como ya sabía el camino trazado no se confiaba de la
experiencia.
Así era que había
ido entendiendo muchas cosas, con ese simple dibujo, inarmónico y pintado
tiempo atrás como recordatorio de que somos hijos de ese astro y en vez de
avivarlo lo vamos despintando a cada paso por la vida.
La lavadora empezó
a hacer sus ruidos, sus movimientos circulares. Bebió de un vaso el agua que la
regresó a su embriaguez de sol y de luna.
El magenta es un
color difícil de olvidar porque su trasmutación viaja del cielo a la tierra y
no viceversa, aunque nazca aquí abajo muchas veces. Aunque antiguamente lo
relacionaron con la sangre derramada vieja, Alina sabía que nada tenía que ver
esa comparación, que la suya era la autentica, la necesaria; la correcta. Era
el pequeño secreto que ella guardaba para sí aunque sabía que a kilómetros de
distancia ello también se había producido (Notitarde, 08/04/2012, LECTURA TANGENTE).-
No hay comentarios:
Publicar un comentario