domingo, 2 de febrero de 2025

Año nuevo

 




Caminando por la acera vi a Mie Ling pasar por mi lado sin verme siquiera. Le llamé y la saqué de su ensimismamiento. Se disculpó, iba abstraída de un restaurante a otro, es encargada de los dos.

Le pregunté cómo estaba, por su padre e hijo, me respondió con la amabilidad que la caracteriza.

Seguí mi camino hacia el supermercado, al que iba buscando cilantro.

Justo esta semana pasada y hoy domingo el barrio de Usera estuvo colmado de numerosos visitantes (más que nunca), porque hubo la celebración del Año Nuevo Chino. Las cantidades de personas que se acercan el sábado al parque Pradolongo y el domingo al desfile o pasacalles impresionan, las familias abarrotan el metro, se arman filas kilométricas de coches por los accesos y hay una ilusión que realmente se vive con alma de niño.

Desde que vivo en Madrid he asistido todos los años a esta fiesta pero este año por razones ya más profundas para revelar aquí, me pregunté qué hacía en un lugar como este, tropezándome con la multitud e insatisfecha más que convencida, porque fue ver un poco más de lo mismo.

El año más raro que por estas calles experimenté fue el 2020, cuando por las razones que después descubrimos vi que los ciudadanos asiáticos no se esmeraron en la festividad y que para nada estaba reflejada la rata en sus celebraciones, portadora de epidemias, como muy bien vivimos, sin más nada que podamos agregar a ese vivencial recuerdo pandemia,

El año pasado vimos el destello del dragón con muchos bombos y platillos, y este 2025 la serpiente parece que va a vislumbrar grandes sorpresas. El desfile fue corto y sin muchos aspavientos. La cultura china es enigmática.

Las pantomimas las protagonizaron los leones y  los dragones, no vimos a nadie disfrazado de serpiente, aunque los que hablan de ella enseguida dicen que atrae la suerte. Ningún símbolo de este reptil entre los artistas que lucieron el colorido de las ropas, rojas, amarillas, verdes; la magia de los abanicos y los movimientos de las distintas disciplinas chinas y asociaciones que se unen a este encuentro

Rodeada de tantas personas, hombres y mujeres cargados con niños en coches, vimos a personas desfilando, esforzándose por dar lo mejor en el pasacalle, pero esta vez no hubo el derroche del 2024. Siempre reparten una especie de careta de cartón del animal del año, este año no la repartieron, por amigable que intentaron dibujar la serpiente en los afiches promocionales. Tampoco hubo cuando se celebró el año de la rata.

En el barrio todos los comercios estaban abiertos, incluso las cafeterías que no abren los domingos estuvieron atendiendo a los convidados y muy llenos desde temprano, con clientes deseosos de apreciar la experiencia en el Chinatown madrileño, que ya me queda deslucido, porque parecía la continuación del año del Dragon. Necesitadas también del cariño de los trapos para sacar brillo y las brochas y la pintura, observamos a algunas carrozas.

Todos los restaurantes chinos tenían largas filas de comensales esperando para entrar a comer. Muchos visitantes al barrio se quedaron sin poder saborear los exóticos platillos, cansados de esperas. Numerosos locales atendían solo por reserva y en estos siguientes quince días, estarán llenos, sin posibilidades de abrir nuevas ofertas a menos que anulen algunos clientes las citas.

Sentada en la cafetería que descubrí solo abre el único domingo de celebración del nuevo Año Chino vi a uno de los artistas de calle tomando un café, ataviado con el típico traje chino. Un hombre mayor, muy serio, antes de tomar el café pidió otra bolsa de azúcar porque se le había caído adentro la primera, que sacó empapada. De un par de tragos, aunque estaba muy caliente, se lo tomó. Pagó y se fue, viendo sin mirar, con una dureza inescrutable.

Tengo un vecino de origen asiático que en estos años que llevo viviendo en el mismo edificio tan solo me lo he cruzado una vez. Sale de madrugada, imagino. Regresa muy tarde también porque nunca más he coincidido con él.

Imaginé cómo estarían de agotados los pies de mi amiga china Mie Ling. Y su cabeza organizada y resuelta, convertida en mecanizado robot. Con los dos restaurantes que dirige, a metros uno del otro, con la demanda irracional de los comensales, en un sin parar en un día de fiesta

¿Para quién?

Los esclavos de pie  atendiendo a los esclavos sentados, sin que nada nos concientice, siempre hambrientos, en esta irracional y desmesurada falsa modernidad que hemos cimentado.

 

 


 

 

 

 

domingo, 26 de enero de 2025

Fe en la vida



Me he reconciliado un poco con Madrid y con España. He tenido unos días de descanso, vi el mar al hacer un corto y pequeño viaje hacia el Cantábrico, olvidando la ingratitud tele diaria de los hombres y mujeres que apuestan a ser peores por nada.

En el metro de Madrid, primero escuché a un hombre con violín, interpretar el Adagio de Tomaso Giovanni Albinoni. Tras varias estaciones terminó y con toda su dulce serenidad, pasó recogiendo las escasas monedas que le echaron en un discreto macuto color negro.

Mientras la sobrevivencia del músico al igual que el que ofrece chupachups se expone de una forma más vivencial, en el metro van trabajadores con las mismas necesidades de ir completando el día para terminarlo donde quiera que sea, con un poco de paz.

Allí es donde no ayudan para nada los noticieros y aunque todavía son bastante visualizados porque las horas buscan que coincidan con las estrategias espasmódicas de los hogares, del cansancio, de enterarse de la narrativa y el control del clima y del tiempo, cada vez se verán menos, porque además están demostrando una parcialidad abusiva con el poder, con los que están tomando decisiones para castigar, en vez de mitigar necesidades colectivas.

Tomé el metro para ir al otro lado de la ciudad, para sacarme la fe de vida y para merodear lugares donde encontrar verduras y frutas, casi las mismas que venden cerca de mi casa, tan solo por el placer de comprarlas en un lugar desconocido. Encontré las sorpresas que encuentra todo peregrino cuando la confianza guía: más baratas, de mejor calidad y una variedad que me dejó satisfecha, aunque tuviera que cargar las bolsas más llenas y por más tiempo.

La primera diligencia fue rápida y la segunda placentera. Cuando vas a un lugar nuevo todo resuma descubrimiento, te tratan mejor y hasta las filas de los clientes parecen cómodas y gratificantes.

Así fue el viaje hacia una playa del Cantábrico. El mar vibrante que ya conocíamos, que esta época del año ofrecía pizperetas, dignas de las mejores aventuras. Allí estaban los surfistas y los hombres y mujeres mayores que se atreven a nadar y sumergirse, apostando por la vida.

Experimentar en lugares nuevos y desconocidos traen esa gracia que es la novedad, cualidad de reconciliación en este caso, con terrenos que retornaron para abrirse de nuevo, como los colores de los amaneceres en pleno océano.

Con la exuberancia de paisaje, con el ritmo de las aguas de noche y de día, reconocimos que España es un país hermoso y organizado, en que se pueden respirar muchos aires, libertad y seguridad, luchando por corregir vicios políticos-sociales-económicos, en duras y no siempre leales batallas ni siquiera jurídicas.

El regreso por el metro de Madrid fue de la mano de una artista que empezó su jornada en el ultimo vagón cantando Como la flor, de Selena. Ritmo danzarín para un despecho muy bien asimilado.

Por suerte, nosotros sintonizamos, desde hace mucho más tiempo del que creemos recordar, con la danza del adagio y de la fe en la vida.