La casa tenía un pasillo
ligero. De apenas unos metros. Pero allí, sin cruzarse había tres puertas. Las
de los cuartos y cocina. La del baño, la cuarta portezuela, casi estaba
enfrente de una de las habitaciones.
Por allí corría el aire con
mucha libertad y anunciaba bien la
salida de la casa o el pretexto al patio. Cualquiera era mejor que el cuarto,
un poco pequeño, abarrotado de juguetes, dos camas, dos pequeñas y angustiosas
mesas de noche que no podían contener casi nada y el espectro de unas lámparas
que allí ya no estaban porque las había robado el último ladrón que entró a la
casa.
Porque eran muy bellas,
porque eran unas muñecas con luz interna, se las llevó, seguramente. Eso fue lo
que pensé, siendo muy niña.
En la escuela a la que iba
y regresaba sin cesar, que quedaba bastante lejos de la casa, porque las de
cerca nunca me gustaron y no hubo forma que me pusieran a estudiar en ellas,
conocí el teatro. Era burdo. No tenía cortinas y se veían a los actores
fastidiados esperando su turno. Los ojos siempre se me distrajeron sin
concentrarme en las obras, muy mal ejecutadas, exageradas y absurdas.
Por eso fue toda una
novedad cuando me llevaron a un teatro en Caracas, siendo todavía adolescente a
ver una obra para adultos que según mis padres “estaba en capacidad de
entender”.
El escenario, las sillas,
las cortinas, la antesala a los tres campanazos anunciando el comienzo de la
puesta en escena, siempre me trajo visos del recogimiento que atrae toda
oscuridad. En esos momentos, cuando todo quedaba en penumbras, segundos antes
que se hiciera la luz y saliera el actor principal, más que palpitación o
susto, tuve la serena impresión de ese pequeño instante sin cambio de
circunstancias. Entre la luz y la oscuridad no hubo ni tenía por qué haber
pavor.
La obra que vi, por vez
primera, la entendí y nunca se me olvidó. Se hizo rutina ir allí a verlas y
familiarizarme con ese mundo al que aprendí también a tener lejos de mí. Como
los colegios que no me gustaban.
Todas las
representaciones, poderosas, débiles, exageradas, imposibles se hacían
reveladoras después que salíamos de allí y las reflexionábamos en conjunto.
Hubo piezas contemporáneas
por las que aprendí a amar al teatro nuevo.
Al teatro de los grandes
autores, los clásicos, le tuve siempre menos afecto a pesar de que cuando los
leía les tomaba mucho más amor.
Esas divergencias siempre
se fusionan para entender el enorme poder de leer y llevar, con la imaginación,
lo escrito, al espacio mucho más allá de las cuatro tablas con las que se
pretende encerrar una acción.
Tiempo y amistades permitieron conocer las tramas tras las
cortinas. El teatro por detrás. Los nervios, el coraje, las satisfacciones; las
emociones, por sobre todas las cosas, que tienen todos los que están
involucrados en este arte, que como todas las cosas del alma, intenta
revolucionar el estado de las cosas, aún haciendo reír, con entronizada
inocencia.
Testigos fuimos de obras
que buscaron generar mucho ruido con insultos y pericias de reacción y otras
que se acoplaron a las técnicas del verfremdungseffekt
(efecto distanciamiento) que fue acuñado a Bertold Brecht, aún cuando el teatro
chino era especialmente maestro en ello.
Por ello sabemos que el
eterno símbolo universal, las máscaras, de risa y dolor, están compenetradas en
los surcos de la piel de cada quien. Ellas corren hacia donde quieran porque
sus dueños permitieron el dibujo que las revela.
Muy de moda de un tiempo
para acá los monólogos y todo por la simple razón de que son menos onerosos.
Lo último es muy cierto
pero ello atrae otro tipo de costo.
Los monólogos por otra
parte en su mayoría son comedias y la reflexión tiene apenas un tantito… pero
no culpemos a nadie… inundamos nuestro alrededor con lo que queremos.
El otro día le escuché
decir a Isabel Allende en una entrevista
en un canal español que todo cambia para mejor recalcándole a la entrevistadora
que era muy joven para entender lo que ella razonaba después de vivir todos
estos años que le han permitido ejercer la literatura como oficio, reconociendo
además su suerte, a la que, con humildad, ponderó más que su perfección como
escritora.
Esa certeza, optimista por
demás, es norte en la personalidad de muchas personas y es una afirmación
luminosa en el desarrollo del ser.
Abajo telón: todo cambia
para mejor (Lectura Tangente, 02/03/2014).-
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