Era muy pequeña cuando la
llevaron al mar. Tenía poco más de un año, ya caminaba. Era una niña inquieta y
muy vital, también obediente.
Al ver el mar la madre
tuvo que correr tras ella porque su primer impulso fue atravesar la arena y
echarse al agua, con una alegría contagiosa.
Los ojos claros le
cambiaron de color y todo el tiempo en esa playa estuvo jugando con la arena,
sin miedo a las olas; dejándose bañar por su mamá, que ese día, más que ningún
otro, estuvo pendiente de su hija, mojada de salitre y sol.
Desde esa vez, ir a la
playa se hizo frecuente hasta que se mudaron muy cerca de ese océano azul. Apenas
unos metros más debajo de la casa podían disfrutar de toda la inspiración tan
maravillosa que produce esa gran masa de agua.
Porque el mar transforma
tan solo con contemplarlo. Su grandeza y majestuosidad, sus colores y constante movimiento son fuente de sabernos parte
de una sapiencia que forma parte de todos nosotros y que por alguna razón no
reconocemos sin meditar.
El mar habita dentro de
todos y cada uno de nosotros así como también las orquídeas de la selva, las
tierras fértiles que esperan nuestra semilla y las rocas de los acantilados,
vigilantes y serenas.
Somos parte de un todo.
El reencuentro de la niña
con el mar fue motivo de gozo.
La dimensión del mar
trasciende nuestra alma, estemos donde residamos.
Aguas turquesa, azules,
mezclas de colores de infinitos tonos; claras en la orilla, oscuras en la
profundidad; llenan de encanto los recuerdos que la mayoría de veces saltan al placer de vivir.
Las experiencias de vida
nos hacen más fuertes y aguardan la sonrisa de tu pronta recuperación.
Soy Marisol, te escribo
porque me gusta saber que cada día te encuentras mejor. Tengo el oficio de
escribir y mi gato hoy está dormido con un ojo abierto. ¡Vaya control sobre mí!
Carta anterior:
https://azulfortaleza.blogspot.com/2020/03/brote-cartas-de-apoyo-pacientes-covid.html
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