Aranza, en su cuarto
decorado con muñecos en colores pasteles, con muchos peluches de osos, tigres,
conejos y abejas, llenaba la cesta de los juguetes y la volvía a vaciar. Era un
entretenimiento diario. Los miraba, hablaba con ellos y luego los metía o echaba,
tanteando, en el piso, el nuevo orden que en su mente iba decidiendo, al
volverlos a introducir.
Por eso cuando el abuelo
Aular le dijo que lo acompañara a buscar
a Lucero saltó con mucha alegría y
determinación. Se puso el sombrero y las botas, sabía que la tierra por allí
era fangosa.
Aular adelante, ella
detrás, caminaba tocando las ramas que se iba encontrando en el camino y que
apartaba con precaución el abuelo.
Lucero era un becerro
hermoso. Tenía en la frente una marca que le hacía lucir altivo y sus ojos
preciosos, grandes y marrones, eran curiosidad en estado de ebullición. Casi
como los de Aranza.
Ahora más que nunca
cuidaban a Lucero. Cuando en las mañanas lo desamarraban, puesto que dormía a la intemperie atado a un árbol
de mango, la libertad de ir a dónde
quisiera, había llevado al abuelo a recorrer kilómetros distancias en camioneta
hasta encontrarle, muy tarde en la noche, bastante asustado.
Aranza miraba los ojos de
Lucero. Lucero miraba a la niña con enorme interés.
Aular siempre cortaba el
idilio con voz alta de advertencia, porque temía que Lucero se le fuese encima
a la niña que buscaba siempre
alborotarlo con risas; intentando dirigirlo hacia el árbol de mango o corriendo
alrededor.
Una vez que lo dejaban
amarrado, con suficiente cuerda para que pudiera moverse, tomar agua y comer,
Aular y Aranza, emprendían el camino de regreso.
Cuando se oscurecía, los
ojos se adaptaban al sendero. Aular delante,
Aranza detrás, eran recibidos en la casa con alegría y un par de tazones
de avena.
Muy tarde en la noche,
Aranza peleaba con las ganas de dormir. La pequeña lámpara del cuarto iluminaba
las figuras que estaban pintadas en la pared y justo enfrente, tenía los ojos
grandes y brillantes de un colibrí.
Sincronizaba sus visiones,
cerraba y abría rápidamente los ojos
para ver si el pajarito seguía
mirándola. Comprobaba una y muchas veces más hasta que se rendía.
Entonces llegaba Lucero a
sus sueños, se fundían sus ojos y se formaban nuevas estrellas y asteroides.
Hoy es el día del Libro
infantil. Con ellos tejemos mejores seres humanos. Soy Marisol. Te esperamos recuperado y con fuerza para iniciar todos los
sueños posibles. Mi gato duerme, su respiración me acompaña.
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