miércoles, 1 de abril de 2020

Aranza (cartas de apoyo a pacientes Covid)




Aranza, en su cuarto decorado con muñecos en colores pasteles, con muchos peluches de osos, tigres, conejos y abejas, llenaba la cesta de los juguetes y la volvía a vaciar. Era un entretenimiento diario. Los miraba, hablaba con ellos y luego los metía o echaba, tanteando, en el piso, el nuevo orden que en su mente iba decidiendo, al volverlos a introducir.

Por eso cuando el abuelo Aular le  dijo que lo acompañara a buscar a Lucero  saltó con mucha alegría y determinación. Se puso el sombrero y las botas, sabía que la tierra por allí era fangosa.

Aular adelante, ella detrás, caminaba tocando las ramas que se iba encontrando en el camino y que apartaba con precaución el abuelo.

Lucero era un becerro hermoso. Tenía en la frente una marca que le hacía lucir altivo y sus ojos preciosos, grandes y marrones, eran curiosidad en estado de ebullición. Casi como los de Aranza.

Ahora más que nunca cuidaban a Lucero. Cuando en las mañanas lo desamarraban, puesto  que dormía a la intemperie atado a un árbol de  mango, la libertad de ir a dónde quisiera, había llevado al abuelo a recorrer kilómetros distancias en camioneta hasta encontrarle, muy tarde en la noche, bastante asustado.

Aranza miraba los ojos de Lucero. Lucero miraba a la niña con enorme interés.
Aular siempre cortaba el idilio con voz alta de advertencia, porque temía que Lucero se le fuese encima a la niña que buscaba siempre  alborotarlo con risas; intentando dirigirlo hacia el árbol de mango o corriendo alrededor.

Una vez que lo dejaban amarrado, con suficiente cuerda para que pudiera moverse, tomar agua y comer, Aular y Aranza, emprendían el camino de regreso.

Cuando se oscurecía, los ojos se adaptaban al sendero. Aular delante,  Aranza detrás, eran recibidos en la casa con alegría y un par de tazones de avena.

Muy tarde en la noche, Aranza peleaba con las ganas de dormir. La pequeña lámpara del cuarto iluminaba las figuras que estaban pintadas en la pared y justo enfrente, tenía los ojos grandes y brillantes de un colibrí.

Sincronizaba sus visiones, cerraba  y abría rápidamente los ojos para ver si el  pajarito seguía mirándola. Comprobaba una y muchas veces más hasta que se rendía. 

Entonces llegaba Lucero a sus sueños, se fundían sus ojos y se formaban nuevas estrellas y asteroides.

Hoy es el día del Libro infantil. Con ellos tejemos mejores seres humanos. Soy Marisol. Te esperamos  recuperado y con fuerza para iniciar todos los sueños posibles. Mi gato duerme, su respiración me acompaña.


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Dibujo:



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