César Gil empezó a subir
el Roraima. No estaba entrenado pero sus deseos eran grandes. Había llegado
hasta allí y no se regresaría sin cumplir su autopromesa.
El ascenso era difícil,
empinado y con mucha más vegetación de la que se veía desde abajo. Se alegró muchísimo de no fumar. El sudor le
corría por todo el cuerpo. Ligero. Rápido.
Supo entonces que iba
demasiado a prisa y que, por lo tanto, más que su capacidad física, era el
impulso lo que lo estaba llevando a completar la tarea. Tenía ganas inmensas de
llegar a la cima del Auyantepui, tan hermoso; tan respetado y venerado por sus
antepasados.
Dentro del paisaje de la
Gran Sabana resaltaba de una manera majestuosa. Era como encontrarse con un
dinosaurio de tierra y piedra.
Se dijo a sí mismo que no tenía prisa alguna. Aminoró
la marcha y sacó de la mochila la cámara fotográfica. Bebió agua de la
cantimplora. Empezó a tomar imágenes del camino. La sagrada tierra que hoy
estaba pisando y que tantos hombres y mujeres al igual que él lo habían hecho
era fiel escenario.
Le hubiese gustado subir
descalzo como los indígenas, pero tenía demasiadas ampollas en los pies. Desde
que había llegado al estado Amazonas no había hecho otra cosa que caminar. Las
botas estaban rotas de tanto esfuerzo.
Hizo una toma hacia el
cielo y justo en ese momento vio un ave bastante distante. Le tomó fotos y
siguió con la caminata.
Muy cerca pasaron unas
muchachas de la etnia pemón. Muy bellas. Cabellos azabache largos, hasta la
cintura, con mucha paz en sus rostros y sus sonrisas. Tenían collares de peonía
y otras semillas que les hacían resaltar sus rasgos. Tentado estaba de quedarse
a vivir allí.
No se atrevió a pedirles
que posaran, por respeto.
Al seguir subiendo le vino
la imagen del pájaro que acababa de fotografiar. Nunca había visto uno igual.
Tenía una cola larga y que el supiera aves así ya no se veían. En realidad parecía
un Quetzal, pero en el Amazonas no sabía si se podía encontrar. El Quetzal era
de Centroamerica.
En la cumbre del Roraima
sintió el aire más liviano que nunca. Se le enfriaron los sudores y se sentó
para descansar en forma de loto. Al cerrar los ojos, justo vio al Quetzal de
frente, con sus colores resplandecientes, su verde metálico en la cola, su
pecho rojo y sus ojos, inyectados de luz de vida.
Fue entonces cuando sintió
la serenidad anhelada. Había llegado entonces a tiempo.
Soy Marisol. Tu pronta
recuperación necesaria. Todos te apoyamos y estamos contigo. ¿Mi gato? Duerme.
Y la cuarentena lo ha vuelto mas cariñoso.
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