A Mercedes Fuentes
Recuerdo a María Eugenia
Eslava con profundo amor. En la universidad, cuando producto de un sinfín de
vivencias que prometía superar más adelante, me animé a visitar a la psicóloga,
la conocí en una primera entrevista en la que evaluaba si requeríamos este
servicio.
Allí estaba ella. Una
mujer elegante, físicamente hermosa,
dinámica y de amplia sonrisa. Acordamos una cita cada quince días porque
el volumen de alumnos no le permitía ni a ella ni a otros psicólogos atender
más días.
Fuimos conversando durante
todas las sesiones de las razones de estar allí y los desatascos emocionales
que me permitía poder contarle, unido a la habilidad de ella para ofrecerme
otra visión de los hechos mucho más amplia.
Generó en mí una gran
simpatía al punto de que deseaba estar muy puntual a sus citas. Fue un gran
descubrimiento saber que era una de las psicólogas más demandadas y vi que su
rostro se iluminaba con cualquiera de los que allí íbamos a solicitar su
orientación.
Era también una mujer
natural. Contaba, como parte de vinculo comunicativo entre sanador y paciente, cosas de su vida y me confió que antes de ser
psicóloga regentó un convento donde fue madre superiora por alrededor de
treinta años. Nunca lo hubiese podido creer, porque por sobre todas las cosas
ella se veía una mujer muy moderna y liberal. Aunque conservaba gran vocación
de servicio.
Sé perfectamente que la
mente engaña en cuanto al pasado y al futuro, pero en sus gestos, en su
amabilidad y en su forma de transmitir los conocimientos que me hicieron
superar traumas, gané mucha en confianza y autoestima.
Recuerdo dos tardes en
particular: una en la que le confesaba lo más difícil y la otra en que me hizo
un juego de círculos.
Cuando supo que me iba (por fin) a liberar de todo ese
dolor que mantenía dentro sin ninguna razón, sus ojos se llenaron de lágrimas y
de luz, mientras yo hilvanaba lo acontecido con sus vibraciones, nada parecidas
a las mías; en ese entonces, cargadas de sufrimiento.
La última sesión fue la
del juego. Contenta estaba ella por cómo lo había resuelto. Me protegí ante
todo y todos; de allí su total aprobación.
La claridad con que me iba
después de entrar convertida en un mar de confusiones le daba la confianza para
despedirse con un gran abrazo, sentido y amoroso.
María Eugenia dejó una
impronta maravillosa en mi alma. Gusto da recordarlo.
Soy Marisol. Salió el sol
después de la siete de la tarde. Bueno es celebrarlo. Mi gato duerme. Tu
recuperación es un gran alivio para todos.
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