Le llamaban la plaza de
las palomas. Quedaba distante de mi casa, pero muy cerca de la escuela. Antes
de dirigirme a la parada iba con Celeste a este espacio lleno de vida, sombras
de árboles y una gran fuente repleta de todo tipo de aves libres que
aprovechaban para mojarse, beber agua y cantar el regocijo de vivir.
Ella habitaba cerca de
allí por lo que no se desviaba del camino. Pero me acompañaba poco tiempo, la mamá la esperaba y regañaba si tardaba
mucho.
La fuente grande, redonda
y con varias pilas de agua de diferentes dimensiones, servía para acoger un
buen número de aves que daban gozo alrededor. Era un entretenimiento, una
algarabía, entre el ruido del agua de la fuente y los muchos cantos de las
aves.
Solo en las noches reinaba
casi en mayoría el gorjeo de las palomas que también allí tenían sus nidos.
Les habían construido
casitas sobre fuertes columnas, de madera, separadas una de otras, con los
techos pintados de colores, donde las
palomas vivían e iban colocando ramas y hojas para hacer sus nichos. Allí
nacían sus pichones y se mantenían hasta
tener fuerzas para volar.
Había además un encargado
porque todo estuviera perfecto. Las aves reinaban en un mundo pensado para ellas.
Era un hombre mayor, ágil y delgado. Revisaba durante el día todos los rincones
de la plaza. Podaba las flores y arbustos; barría. Se subía a una escalera para
revisar el estado de las casitas y los nidos, haciendo unos sonidos guturales
que a mí me encantaban.
Celeste fue a la primera
compañera de clase que llamé amiga. Luego la vida enseña qué significa
realmente esa palabra y cuántos pueden ocupar ese destino dentro del
corazón. Porque la amistad tiene ese
halo brillante, justo allí, entre destino y corazón. Agua y piedra.
El día frío que hoy
comenzó se ha transformado en tarde más cálida de sol. Mi gato Chachito está
vigilante sobre el armario del tendedero. Allí se siente en sus dominios, como
espero pronto estés en los tuyos, recuperado del todo. Soy Marisol. Un abrazo
virtual, sentido.
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