Avances y retrocesos parecen ser los compases más ejercitados en esta realidad plena de cadencia. Si alguien interpreta de esta forma el ritmo del mar en las orillas, pudiera entonces pensarse que se está en sintonía, pero no creo que la actual cognición esgrima ese éxito, dadas las tribales circunstancias de este presente al que juzgamos desacertado.
No es asunto venezolano o latinoamericano. Es un asunto mundial. Los políticos son capaces de reproducir sorna y sarna, y después se maravillan o asquean porque alguien intente rascarse e inventar una cura; sacudirse o negarse a vivir en tales condiciones.
Cuando entendemos que los movimientos salvajes no se han detenido y por el contrario se repiten a cada instante por cuanta esquina los roce en el planeta, viene inmediatamente la sintonía con lo opuesto, con lo maravilloso que es vivir más allá de todas las extrañas circunstancias que nos toque experimentar, en este caos que se ha convertido el país con sus sus visiones erráticas y sus positivas situaciones que aún no sabemos del todo percibir.
Vale la pena preguntarse, ¿la decisión de unos pocos, elegidos la mayoría de veces por muchos, y que afectan notablemente; deben aceptarse de la misma forma que las decisiones más coherentes que van a favor de las naciones?
Por supuesto que tras esta pregunta vendrían miles más que agotarían el plano de quienes siempre están dispuestos a decidir antes que dialogar y aunque el sentido común (del cual muchos carecen) dicte una pauta lógica, no siempre nuestros contemporáneos son cónsonos con la idea de ganar. Aunque suene insólito muchos apuestan a la perdida porque aparentemente es más cónsono seguir el camino deshidratado que el caudal con el que nacimos.
Por eso cuando observo a Carla, una niña de tres que despertará dentro de unos veinte o treinta años, quizás, para entender muchas de las vivencias que le tocaron y sus razones, siento la ternura de su nacimiento.
Hija de gente muy joven, de la típica muchacha que no debió parir y de un padre que a los 17 ya había engendrado otro muchacho por allí, al que cuidan y mantienen los abuelos; imagino que las rabietas que esa niña agarra a la hora de ir a dormir tienen que ver mucho con esa desolación que debe sentir, sin saber muy bien manifestar, porque anda todo el día en brazos de abuelas, tíos y tías que la lanzan cual si fuera pelota de goma, a horas completamente imprevistas, sin pensar que su necesidad debe ser otra, equidistante también de la realidad nacional, de las nanas que tienen que ir a hacer cola para comprar un pote de leche, o los pañales para su hermanito mas chiquito que acaba de nacer; de entromparse con uno de sus familiares al que ella ni sabe qué lazo consanguíneo le une, porque no la deja ver a altas horas de la madrugada su comiquita favorita, en la pantalla de la computadora; toda vieja y vencida, a la que ella tiene acceso y sabe encender, por mil trampas que le impongan para que se acueste temprano.
Ella cree saber muchas más cosas de las que entiende y de hecho es así, pero las limitaciones y carencias corren por la calle donde vive a pesar de que el mundo se lo hacen más gratificante vistiéndola como una reina, perfumándola, y dándole lo que ya los adultos alrededor ni siquiera se permiten.
Andar de casa en casa no es una moda impuesta por la maternidad moderna, no la quieran llevar a la “colas” donde todos esperan que se vendan los productos regulados y sufra las muchas carencias de esos sacrificios que muchos han tomado con la normalidad exacta de la desdicha.
Su abuela materna, bastante joven, ha sabido muy bien resolver la situación, revende después lo mucho que compra por contactos que ha obtenido con el tiempo. Su abuela paterna está totalmente desentendida y entonces las tías y tíos asumen el control de una situación que los ha llevado a lidiar con los sabores del elemental asunto.
El otro día a Carla le dio por llorar y no hubo quién la calmara. Repetía en su lenguaje mocho -que solo pueden entender quienes con ella están a diario- que quería ir a casa de su mamá pero cuando la subían al vehículo, se bajaba y volvía al cuarto a repetir la misma cantaleta.
Los tuvo así por alrededor de dos horas, hasta que agotados llamaron por enésima vez a su madre que no contestaba y, como esta vez sí respondió la pusieron a hablar con ella.
Después de pausar el brinco de su garganta por el berrinche le preguntó si la iba mañana a buscar en la escuela. No supieron la respuesta. Ella solita fue al cuarto y se acostó.
Las razones tribales pueden muchas veces más que nosotros (Notitarde, 21/02/2016, Lectura Tangente).-