Observé a una mujer caminando descalza, vestida apenas con short y
camiseta sin mangas, cargando a una niña de apenas dos o tres años en
sus brazos. Debían ser las diez de la mañana por el morro o una punta de
los tantos muelles que existen en la Isla de Margarita. El sol daba con
toda su fuerza a pesar de que el día anterior había llovido a cántaros y
una tormenta amenazado con inundar todo a su alrededor.
Lejos de lo que pueda pensarse, ella caminaba hablando y sonriendo a su hija que también mostraba esa satisfacción de saberse amada entre la piel y el alma. Y es bonito darse cuenta de ello cuando en esta Venezuela cantada como un bingo sin suerte (con las trampas que se saben tienen las máquinas traga-billetes), se lanzan todo tipo de especulaciones y ritos que tienen que ver con la poca voluntad -real- de salir de dónde estamos.
No son pocos los que no ven salidas. De hecho cualquiera que vive aquí sabe que la puerta -por ahora- tiene realidad virtual y la dormilera diaria de los gatos que están veinte horas a la sombra y las cuatro restantes, merodeando a los amos que les dan de comer.
Pero dentro de todo este alboroto y de este ejercicio de sabernos dónde nos encontramos, de las acusaciones, de la estupidez, de la absurda locura, de los negocios turbios que nos han hecho un Guaire incesante. Manchando ese Océano de certezas: el amor… de todas las cosas que vivimos, las que pensamos, las que expresamos, las que por miedo callamos (tan válidas como el que sobrevive viendo con esa cara de tigre apaciaguao que nada quiere y nada da): hay gente que sigue apostando por este vivir, porque no nos quiten esa alegría que de por sí es la vida.
A pesar de que la verdadera magia del ser venezolano parece secuestrada, en muchos lugares se consigue gente amable, gente digna; hombres que son capaces de ceder el puesto en el autobús, cargarte el botellón de agua; darte el mejor de los deseos en las mañanas. Ojos de mujeres que al mirarnos comprendemos como madres, amigas, hermanas; tías, abuelas. Capaces de retroceder para dejar pasar. De callar cuando las emociones perturban la atmósfera.
Esas son las cosas que tenemos que empezar a reconocer como nación, como gente, como pueblo real sin las manchas políticas e ideológicas que han tratado de tacharnos de lado y lado. Porque hay un grupo que buscan ser contundentes con su poder y otro con su impotencia… pero todos sabemos que ambos son la misma mentira… el mismo juego que tiene a la humanidad ceñida en esta desproporción que hace que algunos tengan tan poco frente a la abundancia de los otros… cuando sabemos perfectamente que el mal reparto, de ser bien llevado, traería alimentos y calidad de vida a todos y cada uno de los habitantes del Planeta.
¿Y qué decir de Venezuela? Es patético lo anterior. Si una tierra fue bendecida fue esta. A pesar de los bárbaros que llegaron… las pieles se mezclaron en el calor y en el amor del garbo… del mar, que solo hay que agregarle delante una "a" para entender el amar de tantos hombres y mujeres de distintas razas que nos hicieron posibles.
No quiero hacerme las mismas preguntas que he leído y escuchado en las calles. Ni siquiera quiero las afirmaciones que muchos hacen sobre lo que somos o dejamos de hacer, tener y ser.
Quiero la alegría de vivir por encima de todas las fraudulentas funciones que los categóricos del lenguaje lanzan a la calle a diestra y siniestra, para disputarse el pedacito de cielo que creen alcanzar aquí y ahora.
¿Hijos espirituales forrados en los que ni siquiera les pertenece?
Un
viejito que vendía tomates margariteños, más listo que el hambre,
aunque la salud no lo acompaña mucho… después de sacarme con certera
precisión el precio de los tres kilos del manjar, me dijo que acababa de
soñar con la reina de las nieves… que siempre que cerraba los ojos la
veía tan blanca como las nubes en el cielo y él la escuchaba aunque no
pudiera repetir lo que decía.
Después de dejarlo… sudando… apenas de salirme del aire acondicionado para volver a entrar… me pregunté: ¿cómo se vislumbra a ese ser del frío en pleno calor margariteño?
Estaba cortando los tomates cuando creí encontrar la respuesta. Agarré uno pintón. Ya había cortado el ají dulce margariteño cuyo aroma con el del resto del país no tiene comparación. Quizás estaba drogada por ese olor. No me culpen. Y en ese mareo, en esa onda, en esa cosa que no sé cómo la llaman ahora, vi una lágrima y una estrella difusa que arranca de ese fruto diamantino, de un centro con múltiples ramas a su alrededor. De un blanco arenoso hacia un rojo y verde pálido.
Una estrella. La que vibra en el corazón de todos los que nacimos tierra adentro, mar afuera de esta geografía, de tantas falsas promesas, con la validez que se escucha en un contundente tambor. De la alegría que es el tambor del corazón (Notitarde, 31/08/2014, Lectura Tangente, foto: http://www.infojardin.com).-
http://www.notitarde.com/Lectura-Tangente/Tambor-y-corazon/2014/08/30/349842