domingo, 27 de diciembre de 2015

Serenidad


El ruido comunicacional al parecer pasa factura a más de uno. El ego del ser humano ha encontrado su dimensión exacta en las redes sociales: allí todo el mundo se cree capaz de contribuir a las decisiones más importantes y creen por demás que la opinión allí expresada destaca por encima de muchas -puesto que son visibles-; si son amadas o repudiadas al final todo parece igual dentro de ese gran mazacote intempestivo en las que resalta mucho más la miseria humana, que la alegría de sabernos un poco más creciditos como humanidad.

Diciembre. El mes de alegría y olvidos mas que nada por cierta bonanza económica que se da en los países por aquello de que ingresa un poco más en los bolsillos de buena parte de la gente trabajadora, en Venezuela, muy particularmente, y especialmente a partir de 1999, se ha convertido en un mes difícil, complicado; y aunque  muchos salen de sus espacios habituales, viajan y siguen reuniéndose en familia, hay una merma de muchas cosas, de las que no hay por qué recordar, porque las vivimos y con eso basta.

¿Qué pedimos los venezolanos? Apartando todo aquello que nos mantiene borrachos en ese dime y diretes mediáticos, y en ese manejo turbio que se caracterizan, hoy por hoy, buena parte de los medios; en nuestra nación, lo que realmente necesitamos es serenidad y ello implica todo un trabajo consciente a lo interno de cada uno de los venezolanos. Además de necesitarla, la merecemos, para aspirar un año pronosticado en complejidades adversas hasta para los más optimistas.

¿Fácil de expresar difícil de cumplir? Casi todo lo que tiene que ver con lo anterior ocurre porque en el interior del ser la ambigüedad campea a sus anchas, como parte del mismo ego que ahora destroza las redes sociales. Las vulgaridades, groserías, malas intenciones y hasta el morbo que despiertan son opacados ante el llamado de conciencia de alguno que llama la atención en nombre del respeto, uno de los valores más difíciles de entender, aunado  a otros principios estables dentro de la vorágine del ruido. Es patético observar lo que no saben los que lo utilizan con tanta banalidad y mala fe: muere apenas nace y hasta se puede palpar la flojera que da entre los mismos que la incitan a continuar. Pero el eco alimenta al ego.

Así como muchos dicen que la democracia en Venezuela es demasiado joven para justificar lo que no puede la razón hacer, es evidente que estos medios excitantes de rapidez y de expresión tienen también que serenarse de la inmediatez y del calor de los que van hacia la vida como contrincantes.

Tranquilizarse implica gestos magnánimos que sabemos buena mayoría de pseudopolíticos no están dispuestos ni siquiera a asumir, porque en el aborrecible escenario de los medios que tienen secuestrados, la máscara del teatro se exhibe sin pudor: te amenazo pero es que yo represento el amor; te doy amor, para después sacarte del juego sin misericordia.

Como estamos en ese clima benevolente de diciembre, aunque hoy sufra de anemia, es bueno pedir porque este país se sosiegue. Es un ejercicio individual, hasta divertido en esta época de gaitas y música tradicional.

Hoy más que nunca la idea de paz, perdón y reconciliación, en un país de preceptos católicos debería alimentar su alma colectiva. Ni siquiera el asomo del ego diciendo que fracasaremos ante ello debería tomarse en cuenta.

El ego es vanidoso y egoísta pero de lo que si podemos estar claros es que es sumamente aburrido porque sus formas, aunque diferentes trazan (y lo han hecho por los siglos que reconocemos en la tierra) una línea continua.

Ese reposo que se necesita, también lo requieren las redes (alarmas) sociales, o por lo menos apartarse de ellas, porque requieren quedarse donde están, sin tanta obstinación y obsesión de los que la utilizan, que parecen ser casi siempre los mismos; para variar.

Ello permitirá aclarar el horizonte, armonizar las fuerzas y observar con mayor destreza el hoy, tan repleto del innegable futuro que se nos avecina. Es el trabajo también de descubrir nuestras reales y sinceras necesidades, de pasar desapercibidas muchas cosas y negociar con las que realmente no podemos evitar.

En lo más sencillo puede estar la nutrición de esta palidez decembrina.  Las incomodidades de la confrontación se pueden dirimir con un buen y sincero abrazo. El dolor de una perdida, por más dolorosa e inesperada que sea, requiere de la valentía de reconocer la imperturbabilidad del ser (Notitarde, 27/12/20016, LECTURA TANGENTE).-

domingo, 15 de noviembre de 2015

En esa despedida



Caminando y buscando con la prisa que ofrecen esos días, en los que no hay nada que desaprovechar, y atendiendo el rito de encontrar lo afortunado en casi todo, compré un par de pescados muy cerca de un malecón donde una mujer los vendía sin perder la vista a la mar. No esperaba tsunami alguno porque desde hacía tiempo había llegado, a juzgar por los cuatro pedazos de tablas de su improvisado kiosco de venta.

Bonitos y grandes estaban los pescados y ella los ofrecía con tanto orgullo que los acarició buen rato después de descamarlos y pasarlos por un agua que en nada era cristalina, como escurriendo el alma final, en un gesto amoroso, por demás.

Al entregarlos y cobrar suspiró. Parecía que se estaba desprendiendo de algo importante, pero enseguida su rostro cambió al divisar otro bote que le iba a traer mercancía fresca y tan buena como la que acababa de ofertar.

-      Vienen unos pargos más grandes y palagar.

La faena fue copiosa. El oleaje no dejaba entrar la pequeña barcaza y los muchachos, muy jóvenes, casi voltean el lanchón que aún en retroceso no lograba vencer esa orilla.

Ella observaba entre tranquila y temerosa de lo que pudiera pasar. La mar es inexplicable como muchas cosas en la vida. Tiene tal variedad y viene con demostraciones tanto esperadas como insólitas.

Alrededor de una hora estuvieron para poder llegar a la arena y recibieron todo tipo de ayuda. Se acercaron pescadores, les gritaban qué hacer aunque ellos no pudieran oír por el fuerte viento que peinaba ese pedazo de costa hasta que por fin sonrieron al lanzarse y saborear el triunfo entre el agua fría, la arena y las celebraciones generales de todos los que por allí estaban.

La vendedora fue la que más contenta se puso y enseguida ayudó a empujar la embarcación para que estuviera firme en la arena, alejada de la orilla. De esta manera es que se asegura la compra más fresca y además la ñapa que los pescadores entregan a todos los que colaboran. Los pescados chiquitos, a veces los más sabrosos, y que han salvado del hambre a tantas familias margariteñas, no faltan en las mesas para quienes se solidarizan con la jornada de “embraguetarse” con la mar.

Gabriela, porque así se llama esta mujer de facciones indias, morena, que a pesar de su edad tiene el cabello largo y sin canas, pidió que le apartaran los pescados que ella estaba esperando, ofrecidos además a unos clientes. Empezó entonces así la negociación, las palabras que por la rapidez aquí a veces ni se entienden. Después de mucho dirimir, entre palabras altisonantes y gestos que parecían obscenos, se fue esclareciendo el asunto hasta que ella pudo llevar a su puesto raso lo que ella había ofrecido vender.

Los pargos tenían los ojos como si estuvieran vivos y no olían todavía  a pescado. EL olor era profundo, a océano y a vida, en esta amplia dicotomía humana, enfrentada casi siempre a lo extinguible: lo vivo muere para perpetuarse en esa despedida que significa la existencia.

Los pescados muertos traen sobrevivencia diaria: tienen que estar muy frescos, con piel y escamas brillantes, palpados en las manos expertas de esta mujer concentrada en su trabajo, bajo unas palmeras, frente a unas casas y algunos hombres bebiendo ron.

Se le acercó un gato al que ella echaba todas las tripas. Comía con habilidad y entusiasmo. Era callejero, con el pelaje curtido de roces y experiencia. Algo remolón y también alerta ante ese terreno insólito que es para un felino saberse tan cerca de tanta agua.

Después de colocar los pescados ya preparados en las bolsas, Gabriela se sentó en un improvisado taburete que solo ella podía mantener como tal, uniendo sus extremedidades inferiores. Cualquiera se hubiese lesionado nada mas intentarlo. Parecía inclusive austera y recatada aunque sus ojos brillaban demasiado como para creerlo.

Con las manos húmedas, ella tomó una cayena, que tenía  debajo un sombrero, pisado con una piedra y se la colocó entre la oreja izquierda. Se echó a reír con gran fuerza y pidió entonces que le llevaran un poquito de ron. Vino un nieto y ella le dio los pescados mas chiquitos apartados, los de la casa, las “araritas” que antes ni siquiera comían, en “otro despreciar”.

-      Más sabroso que esto nada, dijo, volviendo sus ojos a la mar (Notitarde, 15/11/2015, LECTURA TANGENTE).- 

Imagen: elpais.com

domingo, 18 de octubre de 2015

Casi tunecina


En paralelo: una cola intensa de esas que dan un poco de hastío, miedo y aprehensión a la vez. Un conjunto de “moteros” casi en frente, con carpas blancas, cual protección saudí, exhibiendo, comprando; disfrutando.

Un contraste demasiado evidente para intentar campearlo.

Desde la madrugada hay movimiento: amigos, taxistas conocidos, esposos ante esposas tercas, padres ante hijas dominantes y hasta hijas e hijos galopando esta locura: llevan a sus familiares a pernotar y hacer “colas” (filas) desde la madrugada.

-      Yo, mijita, duermo.

-      Pero, ¡¿hasta cuándo?!

-      Dejé (de comer, como alimento) la harina pan, los granos. Renuncié a la carne,  el pollo, la cebolla; desamparé los huevos. No como sardinas porque aquel que lo profesó, las recomendaba en lata. Ahora, ni se consiguen y están tan costosas que cuando por fin las vislumbras, no las compras.

La veo a los ojos y sé que miente.

Qué yo sepa, todos los venezolanos mentimos. ¡Y qué digo!, todos los seres humanos, lo hacemos. Unos se arrepienten (nos arrepentimos) de las cosas que hacemos por cualquiera de las acciones lentas, deformes (y/o) alumbrosas que se nos crucen.

Que yo recuerde (por las películas –no porque haya vivido monstruosas guerras ni hambres ante la inmisericordia humana, a Dios, gracias-, a la gente que pasa hambre se le calcan las costillas y el abdomen se les hincha.

Yo a ella no la veo así y más bien está  igual a cuando la conocí.

Desde luego, no vivimos igual.

La olla se limita. Hasta los perros sufren.

-      Ya no puedo alimentar a los muchachos amigos que traen mis nietos.

Miré mis uñas. Blancas. Limpísimas. Froté durante el fin de semana unas blusas blancas con jabón azul. Brindaron un esplendor antiguo, pero hasta cuesta bastante encontrar esa grasa jabonosa.

Pero no soporto muy bien las tragedias, ni los ruidos, ni las lastimeras posiciones; ni los "embrulujos" que se ofrecen en este Caribe paranoico.

Muerdo arena antes que enclavarme.

No sucede nada. Y sucede todo.

No me disculpo ante los infelices y mucho menos ante los que fingen ser lo contrario.

Una palabra hermosa es “você”, un usted que se acomoda dentro de sí mismo.
Incluyente.

Por lo tanto, “você”, es decir “usted”, ha escogido esta realidad que nos arropa: en singular y plural, no nos asombremos de ello.

-      ¿Vives?

-      De sobra…

-      Eso quiere decir que tienes lo que yo no tengo.

-      Sabes muy bien cuál es la respuesta más fidedigna.

Unos días atrás observé un arcoíris.  Desde una sobresaliente y enorme piedra dentro del mar hasta la montaña que estaba al otro lado del horizonte. Me sentí afortunada. Glamorosa, rica.

-      Sin embargo no tengo lo que tú pareces tener a manos llenas porque has sabido sortear la mala suerte. ¿Crees que puedes ganarme?

-      Nadie dijo que era competencia.

Es entonces cuando la veo levantarse sobre su peso, recoger la manguera del patio, plagado de matas, y comenzar a regar en esta tarde, casi tunecina, tanto las del suelo como los de los porrones, porque ella con esos ojos árabes, es más criolla que la cerecita silvestre, con un cuerpo, aunque agotado y cansado, que se parece al de las viejas matronas barloventeñas.

También ella, a través de un pequeño rayito de sol y tras la fuga de un chorro de la manguera se formaba  un pequeño arcoíris muy cerca de sus pies.

Ella lo vio, me miró y una vez más se hizo la desentendida.  

Mientras tanto, los motorizados, los “moteros”, que anualmente visitan la Isla de Margarita, hacían de las suyas. Poco importaron las colas largas y temerarias, de las familias comprando los alimentos básicos, ellos hicieron de las suyas. Los ruidos de sus motos  alarmaron las grandes avenidas, hubo accidentes, mucho dolor; exhibición y una gloria ceñida de achaques.

Hay algo que duele de los motorizados: la velocidad y la indiferencia. A veces la segunda es cautiva de la primera. Viejos o modernos exhiben un gusto ya cansado como la de las calles teñidas de otoño.

El arcoíris no tuvo aquel que se ve paralelo, muy cerca de él. Siempre en el cielo si se agudizan los ojos se ve el otro, más tenue y por eso algunos engañosos dicen que se observa con los ojos del corazón.

El paralelismo fue parte del engañoso momento que vivimos. Los motorizados, de lujo. La gente casi sin importarles que las poderosas fieras montadas a dos ruedas fueran capaces de, además, ignorarles.

Te miro y te reconozco. No te lo creas: no te temo (Notitarde, 18/10/2015, LECTURA TANGENTE).-

Imagen: http://www.astronomo.org/ 

domingo, 20 de septiembre de 2015

La recreación



Frente a mis ojos cruzó la Venezuela de hoy: un hombre cargaba en uno de sus hombros un saco de perrarina y del otro lado, de una de sus manos, colgaba una bolsita con un pote mayonesa de 900 gramos, tapa roja.


Se montó en un colectivo cuyo chofer lo esperaba (del otro lado) al verlo cruzar la avenida, azorado por el peso de tan preciada carga. Atrás quedaba el gentío de la cola y las frustraciones de los que no llegan a comprar.

El lenguaje de las señas  es bendito en los seres humanos.

Momentos después, justo enfrente de dónde me dirigía, un módico edificio vapuleado por años de ineficaz mantenimiento y sólo con la natural opulencia de unos árboles muy bien cuidados y regados, observé seis guacamayas haciendo un festín con unas semillas a las que aparatosamente agarraban, mordisqueaban y botaban, o se les caían, en ese festín visual  y auditivo que es para nosotros observar esas alas de luz y ese colorido tan alarmantemente intenso que tienen estos psitácidos.

La cruz de esta algarabía la prefiero a la otra, desde luego.

Dos instantes que traducen la realidad con unas cuotas vibracionales distintas.

Si bien el hombre que le estaba echando pichón para poder alimentar a sus mascotas traduce el esfuerzo y el amor por poder cumplir una meta, su éxito también podría atraer las necesidades de muchos otros ante las limitaciones; la rabia y la frustración que está latente en todas y cada una de las filas para comprar los productos que escasean.

Lo virtual de ese instante es lo que no se ve, lo que no se percibe, lo que se interpreta.

El espejo de la mente. La recreación del hecho, la molestia o la celebración.
Igualmente las aparentes distraídas cotorras atraen los pensamientos virtuales, la recreación y la fuerza que sus poderosas imágenes pueden generar entre quienes las miran. Provocan muchas cosas menos indiferencia.
Los contrastes siempre han existido pero están más marcados de un tiempo para acá no solo en Venezuela sino en el mundo entero. El asunto es aumentar o disminuir las oscilaciones del que aceptemos o rechacemos.

¡¿Para qué?!: Para vivir mejor.

Llevo meses tratándoselo de explicar a mi amiga Charo que anda con la cruz a cuestas de la desesperanza.

Todas las noches viene a quejarse, a contarme los sinsabores del día, lo que le falta y hasta lo que le sobra sin ella darse cuenta.

Cuando me habla del precio del repollo yo le menciono las piruetas de Samuel con el skate.

La falta de leche se la cambié por la chicha no requiere lácteos para prepararla.

El pollo y la carne se la hemos cambiado por sardinas.

Las uvas, las manzanas y las peras desde hace tiempo que fueron seducidas por los criollos cambures, y  los jobitos y los mangos cuando están de cosecha.

A la ausencia de Harina Pan ella si le encontró un mejor remedio: las come de una señora que las hace muy cerca de la casa, abandonando la recomendación de comer fritangas.

Ella misma ha observado que los cambios pueden darse positivamente. Tiene una gata muy sinvergüenza a la que acostumbró a comer latas de atún en agua y ante la imposibilidad de comprarlas ahora, por escasez y precio, el animal se ha adaptado sin mostrar siquiera desdén por la vida.

-      Todos aceptan las desgracias menos yo, llegó a decirme en uno de esos lastimeros intentos por acomodarse a su vibración.

Cuando ella se marcha hacia su casa, entro a la mía, no veo los noticieros como hace ella, porque de todas formas me enteraré de todas las cosas sucedidas, y virtualmente atraigo las guacamayas silvestres y esplendorosas que no necesitan otra cosa que vivir con alegría (Notitarde, 20/09/2016, lectura Tangente).- 

Imagen: www.flickr.com

domingo, 23 de agosto de 2015

El genocidio armenio


                                                  


El pasado 24 de abril se conmemoró en todo el mundo el centenario del Genocidio Armenio, denominado por este pueblo El Gran Crimen. El siglo XX, cruel y deshonroso  se inauguró con la tragedia de un pueblo que en ese entonces constituía una importante minoría cristiana en el seno del Imperio Otomano. A partir de 1915 y hasta comienzos de la década de 1920, más de un millón y medio de hombres, mujeres, niños y ancianos fueron exterminados de diversas formas. Esta matanza fue el antecedente directo, el modelo que inspiraría a los nazis un par de décadas más tarde.
El anterior párrafo corresponde a un conjunto de deliberaciones que ha llevado al escritor Guillermo Cerceau (San Luis, Argentina, 1957) a realizar un conjunto de conferencias en diversas universidades carabobeñas para sensibilizar sobre este  hecho  casi desconocido.
Residenciado en nuestro país desde 1973, Cerceau, ha publicado, entre otros títulos, Equivalencias, Teoría de las Despedidas y Oculta tu rostro además de numerosos artículos en periódicos y revistas nacionales e internacionales.
“El Genocidio Armenio, sin embargo, no deben reducirse a simplificaciones maniqueas, como lamentablemente está sucediendo con aquellos que pretenden enemistar a cristianos y musulmanes. El Imperio Otomano constituyó un espacio político que se extendió por Asia, África y partes de Europa que durante siglos representó el esplendor cultural y la civilización del Islam, cobijó la diversidad y propició la tolerancia religiosa y fue un refugio para los perseguidos en muchas latitudes, como es el caso de los judíos expulsados de España a finales del siglo XV. No se trata, por lo tanto, de un crimen “de los turcos” ni “de los musulmanes”, sino de un imperio, de una poderosa estructura política y militar que albergó en su seno lo mejor y lo peor de la humanidad, como sucede con todos los imperios.
Lamentablemente en nuestros días es cada vez más común un sentimiento de Islamofobia en los países llamados avanzados y cualquier excusa es buena para los ideólogos del racismo y la exclusión para impulsar su causa, así que deseamos enfatizar: estas reflexiones no se inscriben en esa corriente. Fue precisamente este tipo de sentimientos, utilizados cínicamente por quienes detentaban el poder, lo que hizo posible el genocidio armenio. Para los venezolanos el tema tiene una particular importancia, ya que uno de los testigos presenciales, que dejó testimonio escrito en un libro célebre, Cuatro años bajo la medialuna, fue el militar y escritor venezolano Rafael de Nogales Méndez, personaje fascinante que ha sido cotejado con Lawrence de Arabia, pero que excede en mucho esta comparación, tanto por su talento literario como por la multiplicidad de escenarios en los que desplegó sus actividades (Nicaragua, México, China, Alaska, Turquía, Cuba, Estados Unidos...).
Es posible que alguien se pregunte por qué razón, ante tantos problemas graves que sufre la humanidad en nuestros días, tiene sentido cavilar sobre lo que sucedió en un imperio que ya no existe.
Las tragedias humanas de las proporciones del genocidio de los armenios no son meros hechos históricos que interesen a los especialistas. Por una parte, nos hablan del potencial de crueldad, opresión y miseria que el hombre puede causar a sus semejantes y esto ya es motivo para que reflexiones sobre ello.

En el caso de los armenios, el estado turco, heredero histórico de los perpetradores, junto con algunos países aliados de Turquía, niegan que el genocidio haya tenido lugar; a veces reconocen que hubo masacres terribles pero las consideran como parte de las calamidades de una guerra y no como un intento deliberado de exterminar a todo un pueblo.

El negacionismo del estado turco se expresa en formas inaceptables para una democracia de nuestro tiempo. Por ejemplo, afirmar la realidad del genocidio es un delito en Turquía que tiene consecuencias penales. El célebre escritor turco Orhan Pamuk (Premio Nobel de literatura, 2006), fue condenado por atreverse a pedir que el tema se discuta en público”
Próximamente (todavía sin fecha), en el marco del diplomado de cine de la Universidad de Carabobo, Guillermo Cerceau dictará el Seminario sobre Genocidio y Representación cinematográfica: Armenia 1915 (Notitarde, 23/08/2015, Lectura Tangente).-

domingo, 9 de agosto de 2015

¿Responden así?




Vi el gato arrastrándose por el piso, que a esa hora estaba caliente bajo el sol incandescente de las dos la tarde. Su lomo o su espalda hizo ese rictus que indistintamente, en un lince,  puede revelar miedo o placer, por lo que no se debe esperar mucha diferencia del instinto humano, compartido en genes y mutaciones.

Pero esa fue una de las gatas, porque la otra esperó el tiempo prudencial, que también nosotras (os) debemos, para palpar mejor el aire y concluir que podía seguir durmiendo, sin temor alguno.

En la fila o cola vimos a un hombre vociferar de rabia ante una mujer de tercera edad “coleada”.

Los venezolanos no somos así.

Somos.

¿Por qué distinguirnos o creernos distintos?

Aquí se han encontrado todas las energías circundantes. Capaces somos de encolerizarnos como de apaciguarnos. También de progresar e irnos hasta el fondo en picada. De darle la mano a quien conocemos y de hundir a quien conocemos bien. De amortiguar golpes pero también de zumbarlos, de provocarlos, de prometerlos. De linchar, saquear y hasta ser, dentro de la indiferencia; cuando todos sabemos que no se es nada con ella.

Conocedores de la verdad, expertos en las angustias y en las artes de cualquier esoterismo que se atraviese: allí estamos siempre dispuestos a clamar como la nave que partió hacia acá, con la ignorancia atrevida, surcando aguas.

Pero todavía hay muchas más noches vecinas de la angustia y la indiferencia: siempre sembraremos la duda sobre el otro, porque tampoco hemos aprendido de la perfección del ser.

Nos criaron con culpa.

¡Qué le vamos hacer!

Y esa es la clave de todo: ¡tanto por hacer y tan metidos donde estamos!

Varios niños en la fila ya estaban fijando lo que más adelante, seguramente serán. Pero lo más válido es no sacar conclusiones sobre ellos, y de nadie.

Una de las niñas me preguntó si había comido y cómo era mi casa. Al parecer su mamá le había dado de comer tremenda “papa” y ella estaba tan satisfecha que sonreía a todo el mundo, al igual que el universo a ella.

Los gatos colindantes fueron el necesario escape de todos los allí presentes esperando algo que no tenían; que faltaba, que estaba o que quizás tiene esa indefensa potestad de necesitarse.

Vi a una mujer bajita, con cuerpo y cara de duende, tomarse las cosas con la finura y desparpajo que se hace necesario en tales circunstancias. Observamos como una mujer ciega, acompañada de otra joven, fue tratada como los demás por los funcionarios “a cargo” del orden. Fue tal su amargura que sentimos el ruido de cierto metal, ya cobrizo, desprenderse. No sé si los demás, pero escuché su ruido.

¿Somos o no somos?

Todo depende de quién responda.

¿Responden así los muertos?

Los gatos jugaron con los niños pero estos son demasiados crueles con ellos. Los estiran, los jalan, les cortan con tijeras esas antenas maravillosas con las que pueden detectar cualquier clase de asuntos.

Habían personas que no les importaba que esos felinos sucios estuvieran por allí deambulando a sus anchas, pero hubo algún padre sulfuroso que salió a reprender a esos animales que forman parte de no sé cuál reino.

En realidad lo dijo, pero no lo repito.

Una amiga me expresó que cuando siente en el lomo (espalda) no sé qué cosa,  que se le mueve como un dragón, se aparta, interrumpe el azar para tomar las riendas de su vida y no se deja embaucar.

¿Qué se le mueve la espalda como un dragón?

Los dragones no existen. Supongo que es un asunto parecido al de los gatos: miedo o placer.

¿Cuánto mueve el miedo en el mundo?: Mucho

¿Cuánto modifica el placer?: Más de lo que necesitamos.

¿Cuánto zarandea, en definitiva, el amor?: Todo.

Pero no seamos ingenuos, los ojos hablan, la mente calla, aprendamos y tengamos el valor de ver lo que somos (Notitarde, 09/08/2015, LECTURA TANGENTE).-

Imagen: https://es.pinterest.com/pin/564357397032970887/

domingo, 26 de julio de 2015




Tomé las tres metras. Eran demasiado hermosas para perderlas. La primera fue lote pastel. La segunda tenía ardor de la noche, de hecho sentía, sol de las dos de la tarde, que quemaba mis manos mientras afinaba el objetivo. Era oscura pero tenía puntos que emulaban el cielo, el firmamento. La tercera era tornasol. Era la más grande y descubrí en ella los ojos del niño que intentaba destronar mi éxito.

Era imperativo no solo mantenerlas, también quitarle las suyas, multicolores, nadando rítmicas en sus bolsillos mientras él las estrujaba, orgulloso de la cantidad.

Estaba nervioso y sus manos tan pequeñas como las mías tenían las uñas sucias, de tierra oscura, formando una línea, por la que tanto gritaba mamá antes de ir a la escuela. Nuestra historia, una pared ornamental de separación, era parecida, mas no la misma.

Empezamos el duelo.

No hubo ganador.

Algo pasaba aquella tarde cuando horas más tarde ocurriría un terremoto.

Nuestras metras se desviaban por más puntería que ejerciéramos. Por más que nos agacháramos. Por más que aplanáramos el camino, retiráramos las piedras, apartáramos todo obstáculo.

Recuerdo que fuimos hasta la orilla de la playa a pescar, como generalmente lo hacíamos todas las tardes. Esa vez nos acompañaba su mamá que poco sabía de dejarnos jugar y mucho menos de las carnadas que debíamos usar en los anzuelos.

Realmente no queríamos pescar.



Quisimos seguir jugando en la orilla a ver quien se quedaba con las metras del otro.

Pero en vez de arena esa era una playa de piedras finas que repetían el sonido maravilloso del mar refrendado por mil.

Era tan embriagador que ambos jugamos a engañar al otro a ver si en la trampa era uno el que se llevara por fin el botín.

Después subimos hacia nuestras casas entendiendo que el universo no tuvo ese tipo de alianzas en nuestros amelcochados deseos.

La mamá de Orlando miraba hacia el horizonte o hacia el piso por lo que yo siempre supe que no estaba bien cuidada.

Más tarde él y yo nos abrazaríamos sin saber muy bien por qué.

Yo había dejado mis metras en la tapara que tenía en la mesita de noche del cuarto.

Sabía dónde el enterraba las suyas.

En ese terremoto que convirtió en serpentina nuestro suelo e hizo correr a todos la gente hacia la calle no murió nadie que estuviera cerca ni mucho menos, pero Orlando y yo corrimos hacia el jardín donde el enterraba en un saquito de yute sus metras.

Había una grieta justo allí. La tierra estaba seca. A él le pareció fina. La observé más bien gruesa hacia el fondo. Es decir, era delgada arriba pero gruesa adentro.

Salí entonces corriendo antes de esperar que las desenterrara…

-      ¿Dónde vas?, me preguntó

No le pude responder. Mis pasos iban tan rápidos como mi mente y tenía mis pequeñas manos y rodillas bastante heladas.

Iba a buscar mis metras. Por alguna razón, pensaba, se habían desaparecido.

Pero me equivoqué. Estaban donde las dejé. Si se bambolearon con la tierra la verdad no lo supe porque estaba, durante la sacudida, en alguna parte que no recordé.

Dormí en el carro. Entendí que pocos regresan a sus casas después de un terremoto.

Al día siguiente fui a la casa de Orlando. Estaba sentado, intentando desayunar. Su mamá nos dejó solos en la cocina con mesa redonda. Olía a arepa y huevos fritos.

Me miró y se le salieron las lágrimas.

-         -  No estaban, mis metras se desaparecieron.

Me quedé sin entender.

Salí más ligera de lo que entré. Vi que la tierra estaba removida en el jardín donde se suponía estaba el tesoro de Orlando.

Cuando intenté excavar para hallar lo que él no pudo, un pinchazo me sacudió la espina dorsal. Había corriente eléctrica allí. La recibí desde mi mano hasta mi espalda.


Sin saber cómo, por qué, ni cuánto había ocurrido, la palabra terremoto desalojó mi corazón… (Notitarde, 26/07/2015, Lectura Tangente) 

http://produccion.notitarde.com/Lectura-Tangente/Por-mil/2015/07/25/564211