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martes, 1 de marzo de 2022

Padre manzano

 


Me gustaría apenas caminar y encontrarme con el hombre que me explicara fecha exacta del florecimiento de los almendros y los ciruelos.

Y de los verdores de cada árbol de este final de febrero y principios de marzo.

Sé que mi padre no pudo serlo. Apenas pudo sostener su vida, lo mejor que pudo. Temblor poroso le quedó después de la guerra civil. Sin madre.

Con el hambre heredada de sus genes.

Por eso tengo esta tristeza nada más saber que a pocos kilómetros se está librando una guerra con muertes, horror y dolor; y los mismos de siempre, intentando pescar en la revuelta del humo, del aire,  de las aguas, los fangos y la sangre.

Quisiera acompañar a ese hombre manzano que apenas cargó semillas para dejar una nación plena de frutos.

Extraño a mi país. Su paisaje dentro de mí está más dulce, menos salobre.

Sigo siendo la isla rebosante de salvaje insolación y  vaporación salitre.

No puedo, no obstante, derretir nieve alguna. Europa mastica corroñoso suelo, inflamada como está de destrucción física y espiritual, e ignorancia.

Quiero caminar al lado de ese ser que añoro.

Disfrutar de su ayuno continuo.

Reverdecer semillas para la siembra.

Andar líquida en esa alegría.

Padre, perdoné tus comidas cargadas de anécdotas violentas, continuos recuerdos de perdidas e impotencias. Solo eras valiente ante tus dos hijas y un hijo que nunca supo de ti, por lo que el sufrimiento recorrió insatisfechos intestinos, grueso y delgado, a contracorriente.

Tu recuerdo involuntario, constante ramalazo de sufrimiento y desamor, se hizo tabla y circo en la mesa, en almuerzo y cena.

La luminiscencia suave del sol en invierno hace que los pies, manos, cabellos y orejas permanezcan fríos, por lo que  necesito atraer a ese hombre, que a su paso dejaba raíces de luz en las tierras recorridas.

Por otra parte, mi madre me invitó a comer como si la guerra fuese continua.

Como efectivamente ahora vemos: nunca acabó.

Continuó fantasmal y silente.

Ella también en orfandad.

He caído tantas veces en el foso de lo que no consigo, que cada vez más cuesta levantarme.

Sin hambre como. Sacio cualquier veneno como gran manjar.

Pero mi cuerpo habla como cualquier orilla.

El padre del país que un día habité, reengendró la incoherencia de este desarraigo.

Quiero dejar de hacer lo que hasta ahora.

Detener esa impuesta necesidad. No desear ni cuando huele a pan caliente. A fuego. A piedra quemada. A corteza.

Ver un huevo y respetar la vida.

Sin producir baba.

Sin hacerme  boca agua.

Mientras, veo la guerra. Sin observarla mucho.

Todas son iguales. Repiten lo estéril. Madre. Padre. Hijos. No provoca continuar, atrae la inercia padecida. Hacerse daño.

Harta de desafiar mi propia ignorancia, repetida en círculo redondo.

Padre manzano, ven pronto.

Las semillas conservan tu aliento.

 

 

domingo, 2 de octubre de 2016

La ciega condición de la luz

El Playón, Armando Reveron

Una playa blanca, en un sueño, que nada tenía que ver con el playón de Armando Reverón me hizo despertar días atrás, con alegría y vitalidad. Esa misma mañana, horas después, escuché a una mujer mayor decir tres veces una palabra que describía su estado de (continuo) ánimo y pensé en el terrible e inconsciente  dominio que les damos.

Al observarla entendí lo que somos todas las mujeres, crecidas y muchas veces resumidas, en  hijas, madres, tías, nueras, suegras, abuelas, nietas. No importa el orden del rol. El asunto es la palabra.

J. M. Briceño Guerrero, filósofo venezolano, escribió un libro juguetón y entrañable llamado Amor y terror de las palabras, uno de los pocos libros que me llevaría a algún destierro, en las que describe el poder y la fuerza que estas tienen. El impacto que recibimos desde el mismo momento que la sonoridad y la comprensión, se juntan.

¿La noche devoraba todas las cosas nombradas y organizadas por el verbo hasta que el alba les restituía su significación? Recordé la magnolia y la imaginé fuerte, poderosa, bailando al viento esa pequeña danza suya tan parecida a la danza de las cobras…” (41)

Fue entonces cuando comprendí el rostro de aquella mujer. Sus surcos dentro de la delgada piel. La expresión de sus ojos, hasta el olor de su cabello y su piel. Vi a sus nietas  descobijando el frio y sus pies desnudos tendidos en el aire.

Los huesos, músculos y tendones vibran con cada tino o desacierto de las palabras. La cultura decadente enseña a medirse en el miedo. Por lo tanto, fracasa la precisión, vibran las equivocadas razones del rumbo emprendido.

Cocoteros y playas, obras del pintor de la luz, tenían justamente la sustitución de la fuerza de los colores. La vacuidad, la ceguera de la misma fibra que compromete el raciocinio fueron la poesía de sus trazos.

Nunca había visto un cocotero blanco hasta que vi una obra de este hombre que vivió muy cerca de mi posterior respirar, por allá en Macuto, concretamente en Las Quince Letras, donde tenía un palacete de paja y un sinfín de rincones nutridos por el mar.

Así como Pablo Neruda en su casa en Isla Negra, salvando la distancia entre la colección de objetos, el lujo o la sencillez de mirar dentro todo lo que está afuera o viceversa, nuestro admirado artista catalogado de demente, tenía el barro, el trapo, la tinta de los excrementos y el sueño regurgitado de su mente.

La playa a la que ascendí no era la ciega condición de la luz que hemos, para variar, malinterpretado.  

Era la familiar trascendencia de las señales.

Horas después esa abuela me dijo que estaba cansada de cuidar nietos, porque ellos la agobian, la sobrecargan en sus debilitadas fuerzas, que buscan la serenidad del regreso.

-      No busco llegar al útero. Busco llegar a la orilla.

Nada más decir esa última palabra y sentir que mis pies se habían llenado de barro húmedo y sensible, fueron dos cosas simultáneas. Me encanta ese sonido que me lleva al vaivén del agua al llegar; ese retirarse para volver.

La verdad es que no me gustan los viejos quejosos. Las personas de edad que están apesadumbrados. No me gustan los pesimistas, Prefiero a los locos que actúan con la libertad de ser y por lo tanto no están dementes.

Sentir las quejas es sentir el dolor de lo que no han podido ser y las costumbres que, junto con los años, tienen una fuente parecida a las telenovelas: todo fracaso o chisme hay que celebrarlo como exagerado drama.
Cuando en la tarde, fui a celebrar el atardecer de ese día, me encontré con otra mujer, también mayor, culta en la cuenta del rosario que no se separa de sus manos y en la reminiscencia que consagra a recordar todos los seres fallecidos.

Nos tomamos un par de agua de coco juntas y celebramos el líquido salobre de las entrañas de las palmeras.

-      ¿No te quejas nunca, Chepina?

-      No tengo tiempo. Me quedo dormida en mis rezos. En otro día s eme olvidó a Antonio y tuve que comenzar de nuevo el Rosario. Después, me di cuenta que no había nombrado a Rafael y nuevamente empecé. Así estuve por horas. No sé en qué andaba mi cabeza.

-      ¿Usted ha visto algún coco blanco como lo vio alguna vez Reverón?

-      - ¡Ay mija!, ese hombre fue como muy bonito y yo la verdad lo único blanco que he visto es mi mente cuando invoco a San Miguel Arcángel y él se me aparece dulcito, como la miel (03/10/2016, Notitarde, Lectura Tangente).-

domingo, 4 de septiembre de 2016

Estados de fuego



Fauno
Al ir caminando por un parque al que no voy a nombrar ni colocar adjetivos porque no quiero que esta historia se doble a favor o en contra, lo vi y pensé en ti, no importa mucho por qué. Sentí un temblor y pedí la bendición, como si de mi padre se tratara. La escultura  rodeada de flores. Circulo de colores, rojas y amarillas, bien cuidadas, por expertos jardineros. Se me exaltó la sensibilidad y te recordé sentado en los anchos sillones negros, conversando. Los tres amigos que somos.

Tus pies reposados en una  aparente mesa pequeña cuadrada que una tela hindú disimulaba con elegancia.

Era una caja de cartón con la que me dijiste: “Esto es para no olvidar de dónde vengo”.

Lo que estaba tomando, más caliente que el agua, esa noche, se derritió en mis venas.

Entonces comprendí frente a quien estaba.

Al fondo, tu madre, respondiendo al hermoso encuentro que fue tu ser. Tu mamá valiente, al llegar a esta Venezuela arisca, a la que jamás demostró indefensión. Llegar del invierno europeo a Maracaibo no debió ser nada sencillo. Sin saber idioma, ni los aromas manoseados del petróleo –ya en ese entonces-, ella te hizo sin límites.

Apoyé también mis pies en esa mesa de cartón y supe del universo de hallarte como el hombre afortunado que eres.

La noche transcurrió en esa sala de negros y rojos, cargada, muy abarrotada, de creaciones. De hombres que cimbraron sus sueños al arte, al hierro, al oleo y al caballo de apenas líneas gruesas y delgadas, que se transfigura en un intento basto por atrapar su libertad.

Brotes. Raíces. Árboles gigantescos. Seguía recorriendo los senderos y te  recordaba a través de la escultura del Fauno.

Los pies vueltos raíces. Una culebra subiendo por sus piernas que recita: no hay reptil que resista soplos de sabiduría.

El resto del cuerpo atlético del Fauno, vaciaba una cierta arrogancia.
Barba sobre el pecho, cabello ensortijado, actitud desafiante a pesar del brazo izquierdo cortado.

Sin duda, una herida importante, trascendida.

Pero es que donde estas  te encuentro conectado con las estrellas.

“Lo más fácil del mundo es envenenar y lo más sencillo dejarse envenenar”, me dijiste muchos meses después.

El mundo por lo tanto, espacio abierto, no tiene cabida a las conspiraciones, por eso, apoyando los pies, allí, donde estaba el espacio invertebrado, me vi llena de arrugas, como una india muy antigua, repleta de las luces que se arman alrededor de los ojos, estrellas abiertas hacia toda la luz que hay que tomar de la noche.

Porque alguien susurró aquello de  buscar luz en la nebulosidad, antes que de que midiese la materia oscura del universo.

Fauno me observa los días que voy a verle, con su insurrecta verdad, aunque en el fondo, me ha concedido el permiso de interpretarlo.

También su cuerpo curtido por otras muchas heridas da a entender que engendra las buenas ramificaciones del tiempo, flores abiertas a la vida.

La piel de su escultura es bastante blanca y, por el tiempo, ha sido curtida por el negro verdáceo que tiñen ciertas piedras expuestas a la lluvia y el sol. Años, con sus crudas cuatro estaciones, lo hacen aún más poderoso.

Cuando se derriten, las hojas, forman fuertes aromas.

Pero él es agreste. Firme como la voluntad de un pájaro.

Y su pecho lo conforman suaves nidos.

Pero no presume de su importancia.  Más bien la desafía. Y en eso ha estado jugando –y juega- desde que se (medio) conoce a sí mismo.

Como aquí en la tierra a los hombres les ha dado por matar a Dioses y vivir en la vibración más baja del universo, sé que el trata de contagiarme de cierta aprehensión, desde el rostro que el artista le colocó.

Pero cuando miro sus ramas no me equivoco.

Anclado en la tierra emite las dulces notas musicales de la heredad fértil que me conduce por ríos hacia el mar.

Quizás tú no has podido con eso y por eso te brotó tanto deseo.

Deseo que tratas de apagar con fuego.

Tienes razón. Así se apaga. El asunto es que  no hay por qué hacerlo.

Las flores se abren para no volverse a cerrar. Y siempre vivirán. Retornarán de múltiples formas y colores. Como todos nosotros. Puertas abiertas. Ciclos de puentes. Formas de luz a las que  transformar en mayor luminosidad.

Eclipses de soles y lunas detallan más que breves periodos de reflexión. Le cuentan a nuestras células episodios que buscan llegar al universo perdido, porque así lo hemos querido en este desafío que es vivir.

En tus periodos de fuego he aprendido, como Fauno, a bendecir la vida porque ella está para eso y mucho mas (Notitarde, 04/09/2016, Lectura Tangente).- 

domingo, 19 de junio de 2016

Látigo y piel





Nobles Elizabeth e Inocencio, inspiración

Aunque tarde, la noticia llegó de lejos. Murió Emiliana. Tez blanca, de baja estatura, parecía un hada intachable. Aparecía y desaparecía en el misterio que eran sus pisadas. No se escuchaban sus pasos, pero tampoco asustaba su cercanía.

Sonreía mucho. Decía las palabras exactas, después desparecía, sabiendo que había introducido la profundidad de los que todos buscan escapar.

Hubo una noche en que la casa colonial tembló en su pasado. Retumbaron los corceles oscuros y un ánima, vino a poseer un cuerpo humano.

La eligió a ella. Salieron de su cuerpo unos rictus extraños y por su delgada boca se mostraron torceduras y barbaridades.

Llegaron brujos, espiritistas y curas.

Nadie podía con la noche de Emiliana, la mayor de cinco hermanos. El menor y único varón, Inocencio, estuvo metido en un baúl lleno de telas. No salió hasta que un amanecer le dijeron que todo había regresado a la normalidad.

Sin embargo él no la buscó inmediatamente. Quince días después de lo sucedido,  se le acercó, con abrazo que casi la tumbó, cuando la vio debajo de uno de los dos esplendorosos Taguapires floreados, que aún siguen allí, después de más de doscientos años, en el patio de esa hacienda, depósito de caballos, esclavos y tibio porvenir.

Al encuentro fue porque ella estaba vaporosa. Hermosa. La palidez siempre le sentó bien a esos ojos oscuros, grandes para su rostro ovalado. Ambos  se emocionaron.

Entonces volvió todo a ocurrir de nuevo. Ella se transformó en la cosa rara que estuvo atada a una cama y él en un gigante, abundante de miedos, devastaciones y compasión.

El descampado de esa tarde los ayudó. Les pertenecía y a la vez era de nadie; y de todos también.

Inocencio sintió un timbre en su corona. Una especie de luz penetró su cabeza. Un rayo, al parecer, certero y magnífico, que vino desde arriba, a través de las hojas y las ramas dispersas del árbol.

No hubo necesidad de llamar a religiosos, expertos o aprendices. Ella a sí misma se hizo, a partir de ese momento. Jamás se casó. Vivió como una santa. Tuvo grandes períodos de encierro. Comía poco.

Miraba y hablaba como si tuviera una gran fe en los seres humanos.

Como si creyera que todo era posible y todo resurgiera dentro de una fantasía abismal.

Silenciosa, no pensaba mucho en ella y era tan agradecida que parecía haber vivido en múltiples lugares sin haber salido de esa casona, con techos de caña brava, que querían penetrar el barro de sus paredes y la terracota de los pisos, adecuados una y otra vez, contra la vorágine del tiempo.

Nunca negó que seguía escuchando voces. Pero dejó de alimentarlas, como decía. Ese terreno tenía demasiada historia, inmoderado dolo.

Nadie la vio rezar. Pero lo hacía. Más de la cuentapara las hermanas que decían que miraba como ida, hacia otra dimensión.

Inocencio dibujaba lo que muchas veces Emiliana le contaba, sin que ambos se comunicaran siquiera. De hecho, cuando él estuvo ausente por largos veinte años, ella rellenó sus cuadros, espacios de látigo y piel, sin que él lo supiera.

Las flores del Taguapire más cercano, aquella tarde, cayeron todas sobre ellos y la tierra que estaba allí entre reseca y húmeda. Si ellos sintieron que el tiempo se les vino encima, el árbol excretó sus adentros. No estaba reseco, como muchos pensaban al ver ese tronco resquebrajado. Estaba rebosante de la protección que aún brinda en esa casona amplia, que ha observado todo tipo de hombres y mujeres.



Emiliana ahora sigue el oficio favorito de su hermano. Dibuja sobre el cielo de la hacienda sus flores masculinas y eterniza las estrellas que más le importan, rescatando el desenfado de ciertas noches. Sabe que la alegría brilla sobre cualquier superficie, por eso tez blanca y ojos oscuros, fueron siempre la gran provocación de los corceles desfigurados de cierta intemperie que vino a ceñir sus sueños.

Acaba de juntarse con los hombres que desencadenaron masacres en esos llanos que tuvieron sangre por tierra y desde allí, vencerá (Nottiarde, 19/06/2016, Lectura Tangente).- 

http://www.notitarde.com/Latigo-y-piel-/Lectura-Tangente/2016/06/18/997602/

Imágenes: obras recientes de Rolando Quero, dedicadas a su hermana Elizabeth. 




domingo, 21 de febrero de 2016

Tribales


Avances y retrocesos parecen ser los compases más ejercitados en esta realidad plena de cadencia. Si alguien interpreta de esta forma el ritmo del mar en las orillas, pudiera entonces pensarse que se está en sintonía, pero no creo que la actual cognición esgrima ese éxito, dadas las tribales circunstancias de este presente al que juzgamos desacertado.

No es asunto venezolano o latinoamericano. Es un asunto mundial. Los políticos son capaces de reproducir sorna y sarna, y después se maravillan o asquean porque alguien intente rascarse e inventar una cura; sacudirse o negarse a vivir en tales condiciones.

Cuando entendemos que los movimientos salvajes no se han detenido y por el contrario se repiten a cada instante por cuanta esquina los roce en el planeta, viene inmediatamente la sintonía con lo opuesto, con lo maravilloso que es vivir más allá de todas las extrañas circunstancias que nos toque experimentar, en este caos que se ha convertido el país con sus sus visiones erráticas y sus positivas situaciones que aún no sabemos del todo percibir.

Vale la pena preguntarse, ¿la decisión de unos pocos, elegidos la mayoría de veces por muchos, y que afectan notablemente; deben aceptarse de la misma forma que las decisiones más coherentes que van a favor de las naciones?

Por supuesto que tras esta pregunta vendrían miles más que agotarían el plano de quienes siempre están dispuestos a decidir antes que dialogar y aunque el sentido común (del cual muchos carecen) dicte una pauta lógica, no siempre nuestros contemporáneos son cónsonos con la idea de ganar. Aunque suene insólito muchos apuestan a la perdida porque aparentemente es más cónsono seguir el camino deshidratado que el caudal con el que nacimos.

Por eso cuando observo a Carla, una niña de tres que despertará dentro de unos veinte o treinta años, quizás, para entender muchas de las vivencias que le tocaron y sus razones, siento la ternura de su nacimiento.

Hija de gente muy joven, de la típica muchacha que no debió parir y de un padre que a los 17 ya había engendrado otro muchacho por allí, al que cuidan y mantienen los abuelos; imagino que las rabietas que esa niña agarra a la hora de ir a dormir tienen que ver mucho con esa desolación que debe sentir, sin saber muy bien manifestar, porque anda todo el día en brazos de abuelas, tíos y tías que la lanzan cual si fuera pelota de goma, a horas completamente imprevistas, sin pensar que su necesidad debe ser otra, equidistante también de la realidad nacional, de las nanas que tienen que ir a hacer cola para comprar un pote de leche, o los pañales para su hermanito mas chiquito que acaba de nacer; de entromparse con uno de sus familiares al que ella ni sabe qué lazo consanguíneo le une, porque no la deja ver a altas horas de la madrugada su comiquita favorita, en la pantalla de la computadora; toda vieja y vencida, a la que ella tiene acceso y sabe encender, por mil trampas que le impongan para que se acueste temprano.

Ella cree saber muchas más cosas de las que entiende y de hecho es así, pero las limitaciones y carencias corren por la calle donde vive a pesar de que el mundo se lo hacen más gratificante vistiéndola como una reina, perfumándola, y dándole lo que ya los adultos alrededor ni siquiera se permiten.

Andar de casa en casa no es una moda impuesta por la maternidad moderna, no la quieran llevar a la “colas” donde todos esperan que se vendan los productos regulados y sufra las muchas carencias de esos sacrificios que muchos han tomado con la normalidad exacta de la desdicha.

Su abuela materna, bastante joven, ha sabido muy bien resolver la situación, revende después lo mucho que compra por contactos que ha obtenido con el tiempo. Su abuela paterna está totalmente desentendida y entonces las tías y tíos asumen el control de una situación que los ha llevado a lidiar con los sabores del elemental asunto.

El otro día a Carla le dio por llorar y no hubo quién la calmara. Repetía en su lenguaje mocho -que solo pueden entender quienes con ella están a diario- que quería ir a casa de su mamá pero cuando la subían al vehículo, se bajaba y volvía al cuarto a repetir la misma cantaleta.

Los tuvo así por alrededor de dos horas, hasta que agotados llamaron por enésima vez a su madre que no contestaba y, como esta vez sí respondió la pusieron a hablar con ella.

Después de pausar el brinco de su garganta por el berrinche le preguntó si la iba mañana a buscar en la escuela. No supieron la respuesta. Ella solita fue al cuarto y se acostó.

Las razones tribales pueden muchas veces más que nosotros (Notitarde, 21/02/2016, Lectura Tangente).- 

Imagen: charhadas.com

domingo, 26 de julio de 2015




Tomé las tres metras. Eran demasiado hermosas para perderlas. La primera fue lote pastel. La segunda tenía ardor de la noche, de hecho sentía, sol de las dos de la tarde, que quemaba mis manos mientras afinaba el objetivo. Era oscura pero tenía puntos que emulaban el cielo, el firmamento. La tercera era tornasol. Era la más grande y descubrí en ella los ojos del niño que intentaba destronar mi éxito.

Era imperativo no solo mantenerlas, también quitarle las suyas, multicolores, nadando rítmicas en sus bolsillos mientras él las estrujaba, orgulloso de la cantidad.

Estaba nervioso y sus manos tan pequeñas como las mías tenían las uñas sucias, de tierra oscura, formando una línea, por la que tanto gritaba mamá antes de ir a la escuela. Nuestra historia, una pared ornamental de separación, era parecida, mas no la misma.

Empezamos el duelo.

No hubo ganador.

Algo pasaba aquella tarde cuando horas más tarde ocurriría un terremoto.

Nuestras metras se desviaban por más puntería que ejerciéramos. Por más que nos agacháramos. Por más que aplanáramos el camino, retiráramos las piedras, apartáramos todo obstáculo.

Recuerdo que fuimos hasta la orilla de la playa a pescar, como generalmente lo hacíamos todas las tardes. Esa vez nos acompañaba su mamá que poco sabía de dejarnos jugar y mucho menos de las carnadas que debíamos usar en los anzuelos.

Realmente no queríamos pescar.



Quisimos seguir jugando en la orilla a ver quien se quedaba con las metras del otro.

Pero en vez de arena esa era una playa de piedras finas que repetían el sonido maravilloso del mar refrendado por mil.

Era tan embriagador que ambos jugamos a engañar al otro a ver si en la trampa era uno el que se llevara por fin el botín.

Después subimos hacia nuestras casas entendiendo que el universo no tuvo ese tipo de alianzas en nuestros amelcochados deseos.

La mamá de Orlando miraba hacia el horizonte o hacia el piso por lo que yo siempre supe que no estaba bien cuidada.

Más tarde él y yo nos abrazaríamos sin saber muy bien por qué.

Yo había dejado mis metras en la tapara que tenía en la mesita de noche del cuarto.

Sabía dónde el enterraba las suyas.

En ese terremoto que convirtió en serpentina nuestro suelo e hizo correr a todos la gente hacia la calle no murió nadie que estuviera cerca ni mucho menos, pero Orlando y yo corrimos hacia el jardín donde el enterraba en un saquito de yute sus metras.

Había una grieta justo allí. La tierra estaba seca. A él le pareció fina. La observé más bien gruesa hacia el fondo. Es decir, era delgada arriba pero gruesa adentro.

Salí entonces corriendo antes de esperar que las desenterrara…

-      ¿Dónde vas?, me preguntó

No le pude responder. Mis pasos iban tan rápidos como mi mente y tenía mis pequeñas manos y rodillas bastante heladas.

Iba a buscar mis metras. Por alguna razón, pensaba, se habían desaparecido.

Pero me equivoqué. Estaban donde las dejé. Si se bambolearon con la tierra la verdad no lo supe porque estaba, durante la sacudida, en alguna parte que no recordé.

Dormí en el carro. Entendí que pocos regresan a sus casas después de un terremoto.

Al día siguiente fui a la casa de Orlando. Estaba sentado, intentando desayunar. Su mamá nos dejó solos en la cocina con mesa redonda. Olía a arepa y huevos fritos.

Me miró y se le salieron las lágrimas.

-         -  No estaban, mis metras se desaparecieron.

Me quedé sin entender.

Salí más ligera de lo que entré. Vi que la tierra estaba removida en el jardín donde se suponía estaba el tesoro de Orlando.

Cuando intenté excavar para hallar lo que él no pudo, un pinchazo me sacudió la espina dorsal. Había corriente eléctrica allí. La recibí desde mi mano hasta mi espalda.


Sin saber cómo, por qué, ni cuánto había ocurrido, la palabra terremoto desalojó mi corazón… (Notitarde, 26/07/2015, Lectura Tangente) 

http://produccion.notitarde.com/Lectura-Tangente/Por-mil/2015/07/25/564211