Se me tiñen las manos de
color purpúreo mientras corto una tierna lombarda morada. La seccionaba casi a
escondidas para agregarla a una sencilla receta. A mamá Rusé no le gusta ni el
olor después de comerla hasta el cansancio en sus días de guerra y crueldad,
cuando era niña, en esta España tan invertebrada ahora, como antes.
Me encanta el sabor del
repollo bien sea en ensaladas o cocinado, cuando ha desprendido sus dulces
aromas que me llevan a la Colonia Tovar, pueblo de estado Aragua en Venezuela,
donde un grupo de alemanes fundaron a fuerza de muchas pérdidas una aldea, que
en las noches respiraba la mejor descripción de la villa antropomorfa de El
señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien.
Los olores a leña ardiendo
en chimeneas, en el lugar que entonces creía frío, porque no conocía la sierra
madrileña, me invitaban a soñar.
Degustar los sencillos platos de la comida alemana a base de codillo, col y salchichas mientras el paisaje típico de casas entramadas por troncos de madera, conocidas como Fachwerkhaus, me hacían desconectar del trópico y estar en un pedacito de Europa, que también lucía el riguroso trabajo de campo; la siembra y la recolección, las frutas, fresas y melocotones, y una variadísima cantidad de hortalizas.
La degustación del strudel
bañado con crema o helado, o ambas cosas, inundaba los sentidos y el placer de estar
allí, en sus días, noches y madrugadas.
Lavo mis manos de la luz
violácea apenas al pasarla por el agua y tras mezclar brebajes, vinagre,
cerveza y caldo, condimento el sagrado sabor de la lombarda, que en nada
reproduce mi recuerdo, pero que igual despierta mi satisfacción por esta
sencilla propuesta.
Los perros calientes
venezolanos, desde pequeña, delinearon mi amor por el repollo. Todos los
sencillos maestros callejeros en el arte de hacerlos, tenían la habilidad de
cortarlo muy pequeñito aportando junto a la cebolla y la mezcla de las tres y
abundantes salsas (kétchup, mayonesa y mostaza), un sabor único que calmaba el apetito, de allí
que a los lugares de comida rápida les llamábamos calles del hambre.
Algunos tenían la osadía
de agregarle cilantro, lo que hacía más fascinante este placer que además era
barato.
Mientras la cortaba lo más menudita posible a la lombarda, pensaba en nuestros países reunidos, en torno a cuatro mendigos en el poder acaparando el mayor tesoro posible.
Y créanme cuando digo
que para un pobre de indigencia, el mayor tesoro es la basura de un lugar rico.
Allí está el actual
presidente venezolano y cualquiera que dirija cualquier nación. Todos son iguales.
El poder solo les da para acumular, hacer desmadres con todo lo que encuentran,
coleccionar amantes y mezclarse con todo
tipo de vicios. No dan para nada más.
¿Diferentes muchos
empresarios, profesionales y artistas? Lo mismo. Sobre todos los que acumulan
más.
El invierno de este año
2022 divide los atardeceres del cielo de Madrid entre colores, rosado, azul, magentas difuminados, anaranjados, y toda su gama esplendorosa, mientras escasea
la lluvia, y observamos la temible avaricia de poseer territorios que le ha
dado a Putin, un hombre que reúne todo
lo que nosotros vivimos de un antiguo teniente coronel ganado a perturbado
mental: vocifera su idolatraría, canta, se cree músico, periodista, escritor;
padre de familia ejemplar y amante trascendido, capaz de estar más allá del bien
y del mal, cuando su diálogo ni siquiera es idóneo de conciliar ideas decentes, capaces de unir en vez de
separar.
Hace mucho tiempo le dije
a una persona cercana que repetía la decepción de delatarse con cada acción:
huye de quien te incita al odio, del que en vez de unir, separa.
Pruebo la lombarda… me
quedó dulce… a la vez, picante, porque le espolvoreé hojuelas rojas de cayena y
también muy gustativa… despertando mis ansias de saborearla, corta y próxima…
Madre…, que su olor no te haya despertado el miedo de
estar frente a los locos de siempre, palpando las miserias continuas, intentando
desgastar las ruedas de la sabiduría que siguen intactas, del zarpazo de
la ignorancia.