Desde lejos vi al cuarteto
singular. Una chica y tres muchachos que venían hablando en voz alta, por momentos,
todos a la vez; riendo desparpajados por
una zona trabajadora de Madrid.
Supe, mucho antes de
escucharles, al pasar por mi lado, que eran venezolanos. Lo he dicho muchas
veces: sean blancos, morenitos, colorados, mulatos o sambos, los reconozco a
leguas. Es una energía la que llevamos a nuestro alrededor. No se puede explicar
y es distinta al resto de los latinos que por aquí también viven.
Venían contentos. Había
uno que lanzaba con una mano al aire, cual pelota, una pieza de morcilla de
Burgos, jugando con ella, mientras en la otra mano sostenía dos barras de pan.
Otro venía cargado con un par de botellas dos litros de Coca-Cola. La chica también
cargaba pan y tres morcillas, y el cuarto joven llevaba otra botella de refresco
y par pistolas como le llaman aquí a las baguettes, cuando son un poquito mas gruesas.
Habrían salido del trabajo
a buscar un almuerzo en algún supermercado y regresaban contentos puestos a comerlo
y disfrutarlo.
El que lanzaba la morcilla
al viento escuché que decía: “tengo que ahorrar, mi chamito me pidió una pelota
de fútbol… tengo que comprársela…” en tanto recogía el embutido del piso que ya
se le había caído un par de veces, mientras los estuve observando, con asombro.
Escena surrealista servida
a mi experiencia en bandeja de plata.
Para los venezolanos, como
el resto de las criaturas del planeta, comer siempre fue y ha sido reafirmación
de las muchas cosas que culturalmente nos inculcaron.
La mesa venezolana era y
es generosa, podían comer todos los que quisieran, dentro de las abundancias y carencias. Comidas
además sabrosas porque la mezcla de las razas contribuyó a unir sabores, con
atrevimientos que continúan generando creatividad a la hora de confeccionar guisos
y platos diversos.
Coloco verbo en pasado y
en presente porque ahora ya no lo sé. La circunstancia venezolana es única. Lo
vivido es pasado. Los que estamos en el exterior podemos contar experiencias contrastantes,
dependiendo de donde nos encontremos.
Los que están en Venezuela igualmente: la inmensa mayoría sufre miseria de
diversos tipos, los que están en el poder ya sabemos y los que han logrado
sortear situaciones, bien que mal, también.
Por aquí en Madrid ya es
común observar a comensales de otras nacionalidades pidiendo tequeños, arepas y
patacones. No hay quien diga que no le ha gustado. Hay una fábrica muy conocida
que ya produce a nivel industrial los alimentos
de los venezolanos y hasta gente de Upata (estado Bolívar) elabora la más
variada producción de quesos criollos.
La oferta y el negocio online
es amplia y diversa.
Las cachapas con queso, chicharrón,
carne mechada, cazón o combinadas con sabores, también se consiguen en experiencias
gourmet.
Con el espíritu de la
generosidad a cuesta, en los trabajos es común observar que un venezolano ha
compartido su almuerzo o que ha llevado arepas rellenas, empanadas o tequeños
para brindar o celebrar un cumpleaños.
Los cuatro venezolanos que
caminaban por una zona industrial de Madrid, conscientes o no, festejaban la alegría
de poder comer ese antojado almuerzo de pan relleno con morcilla y Coca-Cola
porque en nuestra Venezuela hasta esa simpleza ha pasado a ser una agonía, un
lujo o un despropósito, para la inmensa mayoría.
Un almuerzo que también tiene
que ver con la seguridad de estar en el lugar que nos acoge, con los desafíos
que tenga y que se presenten, agradeciendo todo.