Fue en el Museo de Bellas Artes cuando descubrí que El Playón era blanco. Y me sorprendí. Tenía alrededor de ocho años y de la Escuela “Francisco Fajardo”, de Macuto, nos llevaron a todos los niños y niñas, de quinto grado, a ver la exposición permanente que allí mostraba lo mejor de nuestros pintores.
A la voz de “…obra de Reverón”, que debe haber dado una de las maestras, todos corrimos para ver algo del hombre que había vivido muy cerca de donde estudiábamos. Al castillete, aunque estaba a menos kilómetros que el museo de Caracas, nunca lo visitamos. Tal vez la soledad recogida allí no permitía visitas y la verdad es que cuando se pasaba frente a él se sentía algo de miedo y de respeto, a la vez.
Armando tenía que amarrarse las entrañas para pintar como tienen que vaciarse las vísceras los buenos creadores y sabios. Para ello tenía una especie de cinturón fabricado por sus propias manos, con cuerdas gruesas y lo que parecen haber sido conchas de mar muertas y toscas, para ponérselas al cinto, y poder dibujar lo que veían sus ojos, que no percibíamos el resto de las personas.
Frente a El Playón supe que había gente triste al ver al mar sin el azul. No me di cuenta, hasta muchos años después, que Reverón veía el exceso de luz que atraía el océano que se convierte en el blanco incandescente, evacuado por él a través de su conjugación perceptiva, con el ritmo latente de las olas, del viento, de la erosión magnífica del salitre, que a la par de vida; llama al desgaste de las energías.
Armando Reverón siempre ha sido una figura enigmática y escurridiza dentro de la plástica venezolana. Muchos críticos, pero sobre todo Juan Calzadilla han aportado certeras investigaciones sobre este creador.
Desde luego, la película de Diego Rísquez, “Reverón”, es un homenaje al ser humano que fue, pleno de dichas y contradicciones. Invalorable el trabajo de los actores principales (Luigi Sciamanna, como el pintor; y Sheila Monterola, como Juanita) quienes tienen un compromiso más allá de la mera actuación y ello se percibe en la calidez de la entrega.
La imagen poética del mar interrumpe en muchos momentos de la cinta porque es la misma subsistencia del artista. El no quiso quedarse en Caracas, Barcelona, Madrid o París; no fue para los Andes, no se fue a la ribera de un río; se fue al mar a reinventarse; a separarse de los hombres, de los cementerios como él llamaba a los museos, y de los mismos mercaderes del arte que hoy en día exhiben sus pintarrajeadas muñecas como prueba de que él no vendió su alma.
La cámara de Rísquez no se inventa la emotividad. Ella está allí, fresca, en la historia de este hombre con una parvedad pubiana ancestral; que necesitaba de la tierra para descargar su electricidad y sus heridas; su tribal abandono. Que requería del amor y del arte para salvarse, reconocimiento al que deberían acceder todos los seres humanos.
Por eso se murió cuando lo internaron en un sanatorio, diga lo que diga, la psiquiatría.
“Una mujer sin condición me dijo: sírvete de mí lo que quieras y tanto me serví que hoy nubla mi razón. No sé si vivo fuera o dentro de su corazón” compuso Juan Luis Guerra en la canción que lleva por titulo Sobremesa, y esa parece haber sido la vida para Reverón. Una razón nublada por momentos, demasiado inteligente, vale decir también, esquizoide, para incluso cualquier tiempo venezolano que delata conformismo más que valor y autenticidad.
Un buen acierto fue la banda sonora de la cinta Reverón, en la que el actor Luigi Sciamanna estuvo involucrado, en composición y en voz, como también fue co-autor del guión de esta verdad vuelta ficción, y viceversa; porque había que olvidar la muy magnifica canción de Alí Primera, el hombre sensible que lo entendió primero que muchos, bastantes años después; y nos lo dio a conocer a todos.
La canción de Primera se amanceba en la historia de Rísquez porque utilizaron el mismo retrato del hombre incomprendido, el genio más que el loco, el amor más que la envidia; la ternura, el juego, la actuación, los títeres; la comedia; por encima de las miserias humanas.
Él mecía un chinchorro para llegarle a un cuadro. Él ató un lienzo en la proa de una lancha. Él creo un nuevo expresionismo como ya lo han afirmado críticos y aunque nadie tampoco formalmente se lo haya reconocido. Sus etapas fueron más que el azul, el blanco, el sepia. Sus ciclos tuvieron voces y entrañas sometidas al hervor de su propio coraje.
Reverón buscó la vena de la uva de playa y le sacó a la palmera el suicidio que llevaba dentro. Llueve la brisa, llueve la aurora; llueve el mar hacia el sol; lo que llueve es la luz; estaba resplandeciente de vida. Y lo seguirá estando porque siempre podremos mirarlo (17/06/2011).-
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