Ruth Moncada
llegaba a la iglesia con los deseos firmes en su corazón. Algo de polvo cubría
los bancos pero ella se sentaba en las primeras filas, todos los días. Cuando afuera
se escuchaba una música de vallenato se incomodaba brevemente pero luego se concentraba
con bastante fluidez en sus oraciones.
Cincuenta años de
rezos le daban a su piel la agilidad del viento, la señal de una experiencia,
una sosegada tranquilidad que refulgía en el sencillo templo adornado con la
brevedad de unas pancartas pintadas, muy
coloridas e ingenuas, de un Jesús muy venezolano, risueño, colorado, de mirada
aguarapada y ternura visible.
Todos los días a
las cinco ella procuraba estar allí. Ligera, caminaba rápido y saludaba a quien
podía a su paso por las veredas que imprimían la distancia. Nunca tomaba el
mismo camino, intercalaba los senderos para no aburrirse.
Con sólo mirar al
cielo sabía de los tiempos y la montaña era su guía. Las lluvias ya habían
comenzado y aunque para ella era la mejor época los inconvenientes en las
articulaciones y los huesos era un asunto de resistencia ante la incomodidad.
Iba acompañada de
Tuerca, un perro negro, de tamaño mediano, algo juguetón a veces, otra veces
circundado por una mirada peligrosa que imponía respeto y distancia.
De regreso de la
Iglesia, una tarde oscurecida por el invierno tropical, notó que alguien la
seguía. No sabía muy bien qué hacer por lo que se le activó en su mente una
oración de protección.
Lo curioso era que
no sentía miedo pero en varias oportunidades una falsa percepción le había llevado
a vivir varias funciones no muy acordes con la bondad de su corazón. Un
borracho le robó la cartera para irse a comprar una botella y unos muchachos la
tumbaron sólo para verla en el piso y salir corriendo y riendo a la vez.
La sensación esta
vez fue distinta porque detrás suyo no veía a nadie aunque Tuerca también algo
había advertido. Volvía la cabeza para atrás aunque seguía caminando hacia
adelante, como ella misma.
Fue entonces cuando
le vino una idea a su corazón. Sería la misma muerte que venía de esta manera
anunciándose. ¿Cuántas veces había pensado en ella? Miles de veces. Antes había
un temblor pero ahora mismo estaba como lista para abrirle la puerta de par en
par.
Ella no era como
Martica que cada vez que se asomaba la carroza ella se iba para el patio hacía
un rezo o simplemente le decía que estaba muy ocupada y ya llevaba varios años
viva cuando en realidad debía estar muerta, como ella misma decía.
Tampoco como Ramón
que temblaba cada vez que le nombraban a
la “bicha” y se escondía en el baño a toser como un desesperado para luego
emborracharse esa noche y bailar solo en la esquina para vivir a tope las
últimas horas que él sentía que alargaba en ese ritual mono décimo.
Por eso Ruth,
mientras se devolvió por la misma vereda, presintiendo que ya estaba un poco
rendida le dijo a la señora fría, no tan buena ni tan bonita, como ella creía,
lo siguiente: Rezo por esta noche, porque todos los que están aquí en la tierra
alcancen en esta hora y en este momento una luz en su corazón que les permita
amar por sobre todas las cosas con desprendimiento, que no pasen cosas malas,
que no haya dolor por ese camino que tanto he transitado y recorrido.
Que mi alma sea
perdonada y que a través de mí muchas otras entiendan que la vida es sólo una leve
travesía en el que hay que sembrar, enriquecer y endulzar. Sembrar para
recoger; enriquecer para entender los sentimientos; endulzar para abrazar con
mucho más respeto.
Señora usted sabe
que yo la espero y a la vez no, que me gustaría poder decirle que aún hago
falta aquí pero eso usted lo sabrá mejor que yo.
Déjeme reír una vez
más. Ver los ojos de mi esposo en esa foto que tengo guardada. Sentarme en mi
mecedora, ponerme un vestido nuevo, perfumarme un poquito, sacar el rosario de
perlas que casi nunca uso para esta noche, si es que es esta, la definitiva.
Tuerca y ella
llegaron a la vivienda, abrió la reja, algo trabada, entraron, él moviendo la
cola como señal de triunfo, ella con una ligera sonrisa en sus labios. Cumplió
el rito, bien vestida y perfumada estaba cuando le vino el recuerdo de un
caballo que tuvo de adolescente al que montaba con fervorosa ansiedad porque
era de paso ligero, no corría, iba con la elegancia de los potros finos, y la
llevaba a los mejores lugares que aún ella desconocía, llano adentro, en esas
tierra amarradas, que no pertenecen a nadie y a la vez a unos pocos y unos
cuantos.
Susurro, así
llamaba al corcel, le había enseñado ese andar, esa marcha cónsona, como un
rezo, como una anhelada espera, desafiante pero feliz.
Tuerca se echó a su
lado y ella supo que podía, allí mismo, salir del dormir (NOTITARDE, 02/12/2012, LECTURA TANGENTE).-
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