Sentada en una de las
tantas plazas de nuestra nación, con el Libertador y una iglesia muy cerca,
resonando las campanadas de las nueve de la mañana, esperando la salida de los
familiares que bautizaban a su pequeño de un año, observé a una pareja que
pasaba muy cerca, tomada de las manos y escuché que ella le decía a él: “Cómo
somos unos zombis mejor nos vamos, no tenemos nada más que hacer aquí”. Siguieron
caminando, cruzando la plazoleta con bastante determinación, hasta que dejé de
verlos porque me distraje en mis pensamientos.
La noche anterior a este
comentario vi la película Interestelar y por un breve tiempo estuve alucinando sobre
el comentario. Me sentí dentro de la trama del largometraje pero la
incomprensión me hizo retornar rápidamente a la realidad del banco, del ruido
de los automóviles, la inmovilidad de la estatua y el calor que ya hacía a esa
hora.
Miré a la pareja zombi con
curiosidad. Nunca había visto unos descarnados tan reales, tan cerca de mí y
tan bien vestidos. El llevaba un sombrero tipo caballero de antaño, guayabera
blanca y pantalón kaki, y ella un
vestido blanco y lentes oscuros dentro
de un porte elegante.
Estaba tratando de llegar
del desconcierto a la claridad de esa afirmación que se contraía en negaciones,
cuando se sentó a mi lado una niña y su madre, integrantes de una familia
numerosa que me rodeó, con sus risas y sus expresiones, igual de cansados de la
espera, fuera del templo, donde no podíamos entrar debido al grueso número de
infantes bautizados, acompañados sólo de sus padres y los padrinos.
Mientras reíamos ante los
comentarios del más gracioso del grupo, empecé a entender lo que había
sucedido: una de las mujeres, con niño pequeño en brazos, leyó un mensaje de
texto de su celular. Refunfuñó un poco y dijo en voz alta “Mira lo que me escribió
Yurinda: espero estés contenta por el desprecio de no invitarme”.
Alrededor de ella se
agolparon todos. Comentaron todas esas cosas que en nada ayudan cuando se
reciben ese tipo de recados, pero en ese instante no cabe la imparcialidad. Esos
momentos son para vivirlos completamente parcializados, con los ojos vendados,
con la rabia abierta, con las groserías en la boca, con esa energía que parece
que sale como chorrito por los poros. Esa es la sensación que queda: la gente
quiere descargarse, jamás aguantarse.
Somos humanos, no
santurrones.
Fue entonces cuando pensé
en los zombis que cruzaron antes. Era evidente que ellos también sufrieron
desprecio, al punto, de sentirse muertos en vida, porque no fueron invitados a
estar alrededor del muchachito o muchachita a ser bautizado ese esplendoroso
día de la Creación, ajena, al parecer, a todo cuanto al humano le ocurre.
Fiestas tan importantes
que tienen dentro de sí la conciliación de las cosas mundanas con las
espirituales, terminan siendo esa tragedia tan básica de continuar y perpetuar
esta guerra en lo cotidiano. Después hasta somos capaces de preguntamos por qué
existe tanta violencia.
De la iglesia fuimos a uno
de esos restaurantes de pasta, sencillo, con la pretensión de comer un buen
plato italiano, de esos a los que aún les espolvorean queso parmesano y uno
pide que le echen bastante para contrarrestar el costo y disfrutar de un manjar
que ya no forma parte de nuestra frecuencia.
Sentados allí con la
cordialidad del compartir observamos que el mesonero además de atender varias
mesas tenía que preparar los jugos, servir los tragos y ocuparse de la caja.
Con la paciencia y la
comprensión que obligaba la situación porque al preguntarle si le pagaban tres
salarios lo negó con la cabeza poniendo la cara más seria que esa mañana vi,
disfrutamos de la reunión, del recién bautizado que descansaba pues ya se había
quedado dormido en el carro.
La imaginación me dio a mí
por saberme en otra dimensión pero en ese y no en otro lugar que pronto pasará a estar dominado por zombis,
porque de hecho ya lo estaba, sin el movimiento de otros años, cuando con igual
gusto íbamos a disfrutar el derroche del parmesano que también olía distinto,
no como el de ahora, más pálido y sin brillo.
Vamos desentonando los espacios,
nuestras gargantas, apenas rodeadas por pieles, van llamando lo que después no
podemos recoger: los ruidos de las carencias,
incomprensiones, lamentos, maldiciones; la carga negativa de nuestro fracaso
comunicacional.
Los verdaderos zombis
tienen más suerte. No hablan (Notitarde, 15/02/2015, Lectura Tangente. Dibujo: https://fundarteyciencia.wordpress.com/2012/09/).-
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