Tomé las tres metras. Eran demasiado hermosas para perderlas. La primera fue lote pastel. La segunda tenía ardor de la noche, de hecho sentía, sol de las dos de la tarde, que quemaba mis manos mientras afinaba el objetivo. Era oscura pero tenía puntos que emulaban el cielo, el firmamento. La tercera era tornasol. Era la más grande y descubrí en ella los ojos del niño que intentaba destronar mi éxito.
Era imperativo no solo
mantenerlas, también quitarle las suyas, multicolores, nadando rítmicas en sus
bolsillos mientras él las estrujaba, orgulloso de la cantidad.
Estaba nervioso y sus
manos tan pequeñas como las mías tenían las uñas sucias, de tierra oscura,
formando una línea, por la que tanto gritaba mamá antes de ir a la escuela.
Nuestra historia, una pared ornamental de separación, era parecida, mas no la
misma.
Empezamos el duelo.
No hubo ganador.
Algo pasaba aquella tarde
cuando horas más tarde ocurriría un terremoto.
Nuestras metras se
desviaban por más puntería que ejerciéramos. Por más que nos agacháramos. Por más
que aplanáramos el camino, retiráramos las piedras, apartáramos todo obstáculo.
Recuerdo que fuimos hasta
la orilla de la playa a pescar, como generalmente lo hacíamos todas las tardes.
Esa vez nos acompañaba su mamá que poco sabía de dejarnos jugar y mucho menos
de las carnadas que debíamos usar en los anzuelos.
Realmente no queríamos
pescar.
Quisimos seguir jugando en
la orilla a ver quien se quedaba con las metras del otro.
Pero en vez de arena esa
era una playa de piedras finas que repetían el sonido maravilloso del mar
refrendado por mil.
Era tan embriagador que
ambos jugamos a engañar al otro a ver si en la trampa era uno el que se llevara
por fin el botín.
Después subimos hacia
nuestras casas entendiendo que el universo no tuvo ese tipo de alianzas en
nuestros amelcochados deseos.
La mamá de Orlando miraba
hacia el horizonte o hacia el piso por lo que yo siempre supe que no estaba
bien cuidada.
Más tarde él y yo nos
abrazaríamos sin saber muy bien por qué.
Yo había dejado mis metras
en la tapara que tenía en la mesita de noche del cuarto.
Sabía dónde el enterraba
las suyas.
En ese terremoto que
convirtió en serpentina nuestro suelo e hizo correr a todos la gente hacia la
calle no murió nadie que estuviera cerca ni mucho menos, pero Orlando y yo
corrimos hacia el jardín donde el enterraba en un saquito de yute sus metras.
Había una grieta justo
allí. La tierra estaba seca. A él le pareció fina. La observé más bien gruesa
hacia el fondo. Es decir, era delgada arriba pero gruesa adentro.
Salí entonces corriendo
antes de esperar que las desenterrara…
- ¿Dónde
vas?, me preguntó
No le pude responder. Mis
pasos iban tan rápidos como mi mente y tenía mis pequeñas manos y rodillas
bastante heladas.
Iba a buscar mis metras.
Por alguna razón, pensaba, se habían desaparecido.
Pero me equivoqué. Estaban
donde las dejé. Si se bambolearon con la tierra la verdad no lo supe porque
estaba, durante la sacudida, en alguna parte que no recordé.
Dormí en el carro. Entendí
que pocos regresan a sus casas después de un terremoto.
Al día siguiente fui a la
casa de Orlando. Estaba sentado, intentando desayunar. Su mamá nos dejó solos
en la cocina con mesa redonda. Olía a arepa y huevos fritos.
Me miró y se le salieron
las lágrimas.
- - No
estaban, mis metras se desaparecieron.
Me quedé sin entender.
Salí más ligera de lo que
entré. Vi que la tierra estaba removida en el jardín donde se suponía estaba el
tesoro de Orlando.
Cuando intenté excavar para
hallar lo que él no pudo, un pinchazo me sacudió la espina dorsal. Había
corriente eléctrica allí. La recibí desde mi mano hasta mi espalda.
Sin saber cómo, por qué,
ni cuánto había ocurrido, la palabra terremoto desalojó mi corazón… (Notitarde, 26/07/2015, Lectura Tangente)
http://produccion.notitarde.com/Lectura-Tangente/Por-mil/2015/07/25/564211
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